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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (39 page)

BOOK: Nuestra especie
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Y esto me lleva a la situación de los vilipendiados yuppies, acaso los consumidores de objetos suntuarios más voraces y depredadores que el mundo haya visto jamás. La mala fama de los yuppies se debe a que su afán por comprar símbolos de riqueza y poder no constituye un caso más de propensión extraña a la emulación a cualquier precio. Se trata más bien de una implacable condición del éxito, impuesta desde arriba por una sociedad en la que la riqueza y el poder dependen del consumismo masivo. Sólo los que pueden dar prueba de su lealtad al ethos consumista encuentran admisión en los círculos más selectos de la sociedad de consumo. Para el joven que asciende en la escala social (o incluso el joven que simplemente no quiere bajar en la escala social), el consumo conspicuo es no tanto el premio como el precio del éxito. La ropa de marca, los coches deportivos italianos, los discos láser, los equipos de alta fidelidad, las frecuentes expediciones de compra a esos bazares orientales de vidrio y acero que son los grandes almacenes, los fines de semana en la costa, los almuerzos en Maxim's: sin todo ello resulta imposible entrar en contacto con las personas que hay que conocer, imposible encontrar el empleo idóneo. Si esto implica endeudarse con tarjetas de crédito, retrasar el matrimonio y vivir en apartamentos libres de niños en lugar de hacerlo en una casa de las afueras, ¿cabe imaginar mejor prueba de lealtad hacia los superiores? Pero volvamos al mundo tal como era antes de que hubiera clases dirigentes y grandes almacenes.

Del gran hombre al jefe

E1 progresivo deslizamiento (¿o escalada?) hacia la estratificación social ganaba impulso cada vez que era posible almacenar los excedentes de alimentos producidos por la inspirada diligencia de los redistribuidores en espera de los festines muminai, los potlatch y demás ocasiones de redistribución. Cuanto más concentrada y abundante sea la cosecha y menos perecedero el cultivo, tanto más crecen las posibilidades de grandes hombres de adquirir poder sobre el pueblo. Mientras que otros solamente almacenaban cierta cantidad de alimentos para sí mismos, los graneros de los redistribuidores eran los más nutridos. En tiempos de escasez la gente acudía a ellos en busca de comida y ellos, a cambio, pedían a los individuos con aptitudes especiales que fabricaran ropa, vasijas, canoas o viviendas de calidad destinadas a su uso personal. Al final el redistribuidor ya no necesitaba trabajar en los campos para alcanzar y superar el rango de gran hombre. La gestión de los excedentes de cosecha, que en parte seguía recibiendo para su consumo en festines comunales y otras empresas de la comunidad, tales como expediciones comerciales y bélicas, bastaban para legitimar su rango. De forma creciente, este rango era considerado por la gente como un cargo, un deber sagrado transmitido de una generación a otra con arreglo a normas de sucesión hereditaria. El gran hombre se había convertido en jefe, y sus dominios ya no se limitaban a una sola aldea autónoma de pequeño tamaño sino que formaban una gran comunidad política, la jefatura.

Si volvemos al Pacífico Sur y a las islas Trobriand podremos hacernos una idea de cómo encajaban estos elementos de paulatina estratificación. Los pobladores de las Trobriand tenían jefes hereditarios que dominaban más de una docena de aldeas con varios miles de personas. Sólo a los jefes les estaba permitido adornarse con ciertas conchas como insignias de su rango elevado, y los comunes no podían permanecer de pie o sentados a una altura que sobrepasara la de la cabeza del jefe. Cuenta Malinowski que fue testigo de cómo la gente presente en la aldea de Bwoytalu se desplomaba como «derribada por un rayo» al oír la llamada que anunciaba la llegada de un jefe importante.

El ñame era el cultivo en que se basaba el modo de vida de los habitantes de las islas Trobriand: los jefes daban validez a su posición social mediante el almacenamiento y la redistribución de cantidades generosas de ñame que poseían gracias a las contribuciones de sus cuñados hechas con ocasión de la cosecha. Los maridos plebeyos recibían «regalos» similares, pero los jefes eran políginos y, al poseer hasta una docena de esposas, recibían mucho más ñame que nadie. Los jefes exhibían su provisión de ñame junto a sus casas, en armazones construidos al efecto. Las gentes de la plebe hacían lo mismo, pero las despensas de los jefes descollaban sobre todas las demás. Éstos recurrían al ñame para agasajar a sus invitados, ofrecer suntuosos banquetes y alimentar a los constructores de canoas, artesanos, magos y sirvientes de la familia. En otros tiempos, el ñame también proporcionaba la base alimenticia que permitía emprender expediciones de larga distancia para el comercio con grupos amigos o las incursiones contra los enemigos.

Esta costumbre de regalar alimentos a jefes hereditarios que los almacenan, exhiben y redistribuyen no constituía una singularidad de los mares del Sur, sino que aparece una y otra vez, con ligeras variantes, en distintos continentes. Así, por ejemplo, se han observado paralelismos sorprendentes a 20.000 kilómetros de las islas Trobriand, entre las tribus que florecieron en el sureste de los Estados Unidos. Pienso especialmente en los cherokees, los antiguos habitantes de Tennessee que describe en el siglo XVII el naturalista William Bartram.

En el centro de los principales asentamientos cherokee se erigía una gran casa circular en la que un consejo de jefes debatía los asuntos relativos a sus poblados y donde se celebraban festines redistributivos. Encabezaba el consejo de jefes un jefe supremo, figura central de la red de redistribución. Durante la cosecha se disponía en cada campo un arca que denominaban «granero del jefe», «en la que cada familia deposita cierta cantidad según sus posibilidades o inclinación, o incluso nada en absoluto si así lo desea». Los graneros de los jefes funcionaban a modo de «tesoro público… al que se podía acudir en busca de auxilio» cuando se malograba la cosecha, como reserva alimenticia «para atender a extranjeros o viajeros» y como depósito militar de alimentos «cuando emprenden expediciones hostiles». Aunque cada habitante tenía «derecho de acceso libre y público», los miembros del común debían reconocer que el almacén realmente pertenecía al jefe supremo que ostentaba el «derecho y la facultad exclusiva… para socorrer y aliviar a los necesitados».

Sustentados por prestaciones voluntarias, los jefes y sus familias podían entonces embarcarse en un tren de vida que los distanciaba cada vez más de sus seguidores. Podían construirse casas mayores y mejores, comer y vestir con mayor suntuosidad y disfrutar de los favores sexuales y del servicio personal de varias esposas. A pesar de estos presagios, la gente prestaba voluntariamente su trabajo personal para proyectos comunales, a una escala sin precedentes. Cavaban fosos y levantaban terraplenes defensivos y grandes empalizadas de troncos alrededor de sus poblados. Amontonaban cascotes y tierra para formar plataformas y montículos, donde construían templos y casas espaciosas para sus jefes. Trabajando en equipo y sirviéndose únicamente de palancas y rodillos, trasladaban rocas de más de cincuenta toneladas y las colocaban en líneas precisas y círculos perfectos para formar recintos sagrados, donde celebraban rituales comunales que marcaban los cambios de estación. Fueron trabajadores voluntarios quienes crearon las alineaciones megalíticas de Stonehenge y Carnac, levantaron las grandes estatuas de la isla de Pascua, dieron forma a las inmensas cabezas pétreas de los olmecas en Veracruz, sembraron Polinesia de recintos rituales sobre grandes plataformas de piedra y llenaron los valles de Ohio, Tennessee y Mississippi de cientos de túmulos, el mayor de los cuales, situado en Cahokia, cerca de St. Louis, cubría una superficie de 5,5 kilómetros cuadrados y alcanzaba una altura de más de 30 metros. Demasiado tarde se dieron cuenta estos hombres de que sus jactanciosos jefes iban a quedarse con la carne y la grasa y no dejar para sus seguidores más que huesos y tortas secas.

El poder, ¿se tomaba o se otorgaba?

E1 poder para dar órdenes y ser obedecido, tan ajeno a los cabecillas mehinacus o semais, se incubó, al igual que el poder de los hombres sobre las mujeres, en las guerras libradas por grandes hombres y jefes. Si no hubiera sido por la guerra, el potencial de control latente en la semilla de la redistribución nunca hubiera llegado a fructificar.

Los grandes hombres eran hombres violentos, y los jefes lo eran todavía más. Los mumis eran tan conocidos por su capacidad para incitar a los hombres a la lucha como para incitarlos al trabajo. Aunque las guerras habían sido suprimidas por las autoridades coloniales mucho antes de que Douglas Oliver realizara su estudio, aún seguía viva la memoria de los mumis como caudillos guerreros. «En otros tiempos —decía un anciano— había mumis más grandes que los de hoy. Entonces había caudillos feroces e implacables. Asolaban los campos, y las paredes de sus casas comunales estaban recubiertas de las calaveras de los hombres que habían matado». Al cantar las alabanzas de sus mumis la generación sinai pacificada los llamaba «guerreros» y «matadores de hombres y cerdos». Los informantes de Oliver le contaron que los mumis tenían mayor autoridad en los tiempos en que aún se practicaba la guerra. Los caudillos mumis incluso mantenían uno o dos prisioneros, a quienes obligaban a trabajar en sus huertos. Y la gente no podía hablar «en voz alta ni calumniosa de sus mumis sin exponerse a ser castigados».

Sin embargo, el poder de los mumis siguió siendo rudimentario, como demuestra el hecho de que estaban obligados a prodigar regalos suntuosos a sus seguidores, incluso carne y mujeres, para conservar su lealtad. «Cuando los mumis no nos daban mujeres, estábamos enojados […]. Copulábamos toda la noche y aún seguíamos queriendo más. Lo mismo ocurría con la comida. En la casa comunal solía haber grandes provisiones de comida, y comíamos sin parar y nunca teníamos bastante. Eran tiempos maravillosos». Además, los mumis deseosos de dirigir una escaramuza tenían que estar dispuestos a pagar, a expensas propias, una indemnización por cada uno de sus hombres caídos en acción de guerra y a donar un cerdo para su banquete fúnebre.

Los jefes kwakiutl también eran caudillos guerreros y sus alardes y sus potlaches servían para reclutar hombres de las aldeas vecinas que lucharan a su lado en expediciones comerciales y hostiles. Los jefes trobriandeses sentían el mismo ardor bélico. Malinowski cuenta que guerreaban de manera sistemática e implacable, aventurándose a cruzar el mar abierto en sus canoas para comerciar o, en caso necesario, librar combates en islas situadas a más de cien kilómetros de distancia. También los cherokees emprendían expediciones bélicas y comerciales de larga distancia organizadas bajo los auspicios del consejo de jefes. Según indicaba la cita de Bartram, los jefes cherokees echaban mano de las reservas de sus graneros para alimentar a los miembros de estas expediciones.

No afirmo que la guerra fuera la causa directa de la forma cualitativamente nueva de la jerarquía materilizada en el Estado. En un principio, cuando sus dominios eran pequeños, los jefes no podían recurrir a la fuerza de las armas para obligar a la gente a cumplir sus órdenes. Como en las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, prácticamente todos los hombres estaban familiarizados con las artes de la guerra y poseían las armas y la destreza necesarias en medida más o menos igual. Además, las luchas intestinas podían exponer a una jefatura a la derrota a manos de sus enemigos extranjeros. No obstante, la oportunidad de apartarse de las restricciones tradicionales al poder aumentaba a medida que las jefaturas expandían sus territorios y se hacían más populosas, y crecían en igual proporción las reservas de comestibles y otros objetos de valor disponibles para la redistribución. Al asignar participaciones diferentes a los hombres más cooperativos, leales y eficaces en el campo de batalla, los jefes podían empezar a construir el núcleo de una clase noble, respaldados por una fuerza de policía y un ejército permanente. Los hombres del común que se zafaban de su obligación de hacer donaciones a sus jefes, que no alcanzaban las cuotas de producción o se negaban a prestar su trabajo personal para la construcción de monumentos y otras obras públicas eran amenazados con daños físicos.

Una de las escuelas de pensamiento que estudian el origen del Estado rechaza la idea de que las clases dominantes ganaran control sobre el común como consecuencia de una conspiración violenta de los jefes y su milicia. Para ella, por el contrario, las gentes del común se sometieron pacíficamente, en agradecimiento por los servicios que les prestaba la clase gobernante. Entre estos servicios figuraba la distribución de las reservas de víveres en tiempos de escasez, la protección contra ataques enemigos, así como la construcción y gestión de infraestructuras agrícolas como embalses y canales de riego y avenamiento. La gente también creía que los rituales ejecutados por los jefes y sacerdotes eran fundamentales para la supervivencia de todos. Además, no hacía falta instaurar un régimen de terror para obligar a la gente a obedecer las órdenes procedentes de arriba porque los sacerdotes reconocían a sus gobernantes como dioses en la Tierra.

Mi postura en esta cuestión es que había tanto sumisión voluntaria como opresión violenta. Las jefaturas avanzadas y los Estados incipientes documentados por la etnografía y la arqueología deben contarse entre las sociedades más violentas que jamás hayan existido. Las incesantes hostilidades, a menudo asociadas a la aniquilación de aldeas rebeldes y a la tortura y el sacrificio de prisioneros de guerra, acompañaron la aparición de jefaturas avanzadas en la Europa céltica y prerromana, la Grecia homérica, la India védica, la China shang y la Polinesia anterior al contacto con el mundo occidental. Las murallas de Jericó dan testimonio dé prácticas bélicas en el Próximo Oriente que ya datan de 6000 años antes de nuestra era. En Egipto aparecen ya ciudades fortificadas durante los períodos pre y postdinásticos, y los monumentos egipcios más antiguos de finales del geerciense y la primera dinastía (3330 a 2900 a. C.) ensalzan las proezas militares de «unificadores», que respondían a nombres tan belicosos como «Escorpión», «Cobra», «Lancero» y «Luchador». En las excavaciones predinásticas de Hierakónpolis se han hallado numerosos barrotes y un cuchillo con representaciones de escenas de batalla donde aparecen hombres blandiendo puñales, mazos y garrotes, así como barcos cargados de hombres en trance de armas y gente combatiendo en el agua.

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