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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (31 page)

BOOK: Objetos frágiles
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»Por eso, cuando
Thompson
desapareció, no le di ninguna importancia. Pero la familia sí estaba preocupada. Yo no, sabía que tarde o temprano volvería a casa. Siempre acaban volviendo.

»El caso es que, unas cuantas noches después, le oí. Estaba en la cama, tratando de coger el sueño, pero no podía dormir. Eran ya las tantas, y le oí maullar. No paraba de maullar. No es que hiciera mucho ruido, pero es la clase de ruido que te pone de los nervios cuando tienes insomnio. Pensé que a lo mejor se había quedado atrapado en una cornisa, o arriba, en el tejado. Fuera lo que fuese, sabía que no tenía sentido intentar dormir mientras el maldito gato siguiera maullando de esa manera. Así que me puse algo de ropa, incluso me puse las botas por si tenía que subirme al tejado, y salí a buscarlo.

»Al salir al pasillo me di cuenta de que el ruido venía de la habitación de la señorita Corvier. Llamé a su puerta, pero no contestó. Probé a girar el pomo y vi que no había echado el cerrojo, de modo que entré. Pensé que el gato se habría quedado encerrado en el armario, o estaba herido, no sé. En realidad yo sólo quería ayudar.

»La señora Corvier no estaba en su habitación. Ya sabes, a veces uno entra en una habitación y simplemente sabe que está vacía, y yo supe que no había nadie en cuanto entré. Pero había algo en un rincón que hacía
mrie, mrie...
y encendí la luz para ver lo que era.

Entonces hizo una pausa que duró casi un minuto. Se puso a rascar una gota seca que había chorreado por el cuello de la botella de ketchup. Tenía la forma de un tomate de pera. Luego, continuó hablando:

—Lo que no me cabía en la cabeza era que aún estuviera vivo. Pero el caso es que lo estaba. Al menos, desde las patas delanteras en adelante, porque sus patas traseras y sus costillas parecían la carcasa de un pollo. No eran más que huesos. Y eso otro, ¿cómo se llama?, ¿tendones? Entonces levantó la cabeza y se me quedó mirando.

»Puede que fuera un gato, pero yo sabía muy bien lo que quería. Lo vi en sus ojos. Quiero decir —hizo una pausa— que, de algún modo, lo supe sin más. Jamás había visto unos ojos como aquéllos. Tú también habrías sabido inmediatamente lo que quería, todo lo que quería, sólo con mirarle a los ojos. Tendrías que haber sido un monstruo para no verlo.

—¿Y qué hiciste?

—Usar mis botas —pausa—. No hubo mucha sangre. La verdad es que no. Simplemente lo pisoteé, le pisoteé la cabeza hasta dejarlo hecho un amasijo irreconocible. Si te hubiera mirado como me miró a mí, créeme, habrías hecho exactamente lo mismo que yo.

Permanecí en silencio.

—Luego oí que alguien subía por las escaleras y pensé que debía hacer algo. Aquello tenía muy mala pinta. Bueno, no sé exactamente lo que parecía, pero me quedé allí clavado, sintiéndome como un idiota, con aquella porquería apestosa en mis botas, y cuando por fin se abrió la puerta, vi que era la señorita Corvier.

»Vio lo que había pasado. Me miró a mí. Y me dijo: le has matado. Noté algo extraño en su voz, al principio no supe qué era, pero cuando se acercó me di cuenta de que estaba llorando.

»Cuando una persona mayor se echa a llorar como un niño, no sabes adónde mirar, ¿verdad? Y entonces va y me dice: Era lo único que me daba fuerzas para seguir adelante, y tú me lo has matado. Después de todo lo que he hecho, me dijo, para conseguir que la carne se mantuviera fresca, para que siguiera con vida. Después de todo lo que he hecho. Soy una anciana, me dijo, necesito mi provisión de carne.

»Yo no sabía qué decir.

»Se enjugó las lágrimas con la mano. No quiero ser una carga para nadie, decía, y se echó a llorar otra vez. Me miró y me dijo: Nunca he querido ser una carga, ésa era mi comida. ¿Quién va a alimentarme ahora?

Eddie hizo otra pausa y apoyó su macilenta cara en su mano izquierda, como si estuviera cansado. Cansado de hablar conmigo, cansado de su historia, cansado de la vida en general. Luego sacudió la cabeza, me miró y dijo:

—Si hubieras visto a aquel gato, habrías hecho exactamente lo mismo que yo. Cualquiera que se hubiera visto en aquella situación habría hecho exactamente lo mismo que yo.

Entonces, levantó la cabeza y, por primera vez desde que empezara a contarme su historia, me miró directamente a los ojos. Me pareció que sus ojos me pedían ayuda, como si su orgullo le impidiera pedírmela de viva voz.

«Allá va —pensé—, ahora sí, ha llegado el momento de darme el sablazo.»

De pronto, alguien dio unos golpecitos al otro lado del cristal. Los golpes fueron muy suaves, pero Eddie dio un respingo y me dijo:

—Ahora tengo que marcharme. Esos golpes son la señal de que debo marcharme ya.

Yo me limité a asentir con la cabeza. Eddie se levantó de la mesa. Seguía siendo un tipo muy alto, cosa que hasta cierto punto me sorprendió: en todos los demás sentidos, había mermado mucho. Al levantarse, empujó la mesa hacia delante y sacó la mano derecha del bolsillo de su abrigo. Cuestión de equilibrio, supongo, no lo sé.

Quizás él quería que yo la viera. Pero si quería que la viera, ¿por qué no la había sacado del bolsillo en todo el tiempo? No, no creo que fuera eso lo que pretendía. Creo que fue algo puramente accidental.

No llevaba camiseta ni jersey debajo del abrigo, así que pude ver su brazo, y su muñeca. Sólo al mirar por debajo de su muñeca se podía ver que le habían arrancado parte de la carne; tenía el brazo mordisqueado como un ala de pollo, y no quedaban más que algunos trozos resecos de carne y piel, poco más. Ya sólo le quedaban tres dedos y casi todo el pulgar. Supongo que, al no tener carne ni piel que los sostuvieran, los huesos de los demás dedos habían terminado por caérsele.

Eso fue lo que vi, pero fue sólo un momento. Enseguida volvió a meterse la mano en el bolsillo, salió del bar y se perdió en medio de la gélida noche.

Yo me quedé unos segundos mirándole a través de los sucios cristales del bar.

Todo era muy extraño. Por lo que me había contado, imaginaba que la señorita Corvier sería una anciana, pero la mujer que lo esperaba fuera, en la acera, no podía tener más de treinta años. Lo que sí tenía era una melena muy, muy larga. Tan larga que incluso podía sentarse sobre ella, como se suele decir, aunque no sé por qué eso siempre me suena como a chiste verde. Tenía un aspecto algo hippy, supongo. Era una chica mona, aunque excesivamente delgada para mi gusto.

La chica se cogió del brazo de Eddie, le miró a los ojos, y juntos se fueron alejando de las luces del bar. A simple vista parecían una pareja de adolescentes que empezaban a darse cuenta de que estaban enamorados.

Volví al mostrador y pedí otra taza de té y un par de bolsas de patatas fritas que me ayudarían a entretener el hambre por la mañana. Me senté y me quedé pensando en la expresión que Eddie tenía en la cara la última vez que me miró.

Cogí el primer tren de la mañana para regresar a la gran ciudad. Me senté enfrente de una mujer que llevaba un bebé. El niño iba sumergido en formaldehído, en un gran jarro de cristal. Me dijo que tenía que venderlo y que le corría cierta prisa y, aunque estaba completamente agotado, nos pasamos todo el viaje hablando de los motivos por los que necesitaba venderlo y de otros muchos asuntos.

Crup del hipocondríaco

E
s ésta una afección morbosa por su intensidad, funesta en cuanto a su alcance, que ataca a aquellos que, de manera habitual y patológica, se dedican a catalogar y elaborar enfermedades.

Los primeros síntomas son evidentes e incluyen dolor de cabeza, cólico nervioso, violentos temblores y cierto tipo de erupción de naturaleza íntima. No obstante, la aparición de dichos síntomas, ya sea en conjunto o por separado, no es suficiente para establecer el diagnóstico.

La segunda fase de esta enfermedad es de índole psicológica: se manifiesta como una obsesión con las enfermedades y los agentes patógenos de origen desconocido o no descubiertos aún, y con los supuestos creadores, descubridores y demás personalidades involucradas en el descubrimiento, tratamiento o cura de dichas enfermedades. Sean cuales fueren las circunstancias, el autor quisiera advertir de una vez por todas de que no se debe dar crédito alguno a la publicidad engañosa al aparecer con los ojos desorbitados; es lo más habitual. La administración por vía intravenosa de pequeñas dosis de consomé o caldo de carne ayudará al enfermo a mantener sus fuerzas.

En esta segunda fase se puede comenzar a aplicar el tratamiento.

No obstante, es en la tercera fase del Crup del Hipocondríaco cuando se puede observar ya su verdadera naturaleza y confirmar el diagnóstico de manera fehaciente. Llegado este punto es cuando empiezan a manifestarse ciertos problemas que afectan tanto a la capacidad del habla como a las facultades mentales; dichos problemas se detectan sin la menor dificultad en la manera de hablar y de escribir del enfermo, cuyo estado, a menos que se ponga de inmediato en tratamiento, podría experimentar un rapidísimo deterioro.

Se ha observado que sobrevienen la invasión del sueño y medio litro hirviendo al borde del ahogo; la inflamación y lividez del rostro del enfermo, la garganta es una tendencia hereditaria y la lengua adquiere las características propias de los pulmones. Las emociones pueden llegar a exacerbarse por cualquier recuerdo forzosamente a la enfermedad en cuestión, que desfilan ante la opinión pública con suma perseverancia y gran disgusto en forma de graznidos.

En su tercera fase, el Crup del Hipocondríaco puede diagnosticarse por la inoportuna tendencia del enfermo a interrumpir lo que por lo demás sería un hilo normal de pensamiento y de descripción con comentarios sobre enfermedades, reales o imaginarias, curas disparatadas y aparentemente lógicas. Los síntomas son los mismos de la fiebre común; se presentan de forma repentina, creciendo en redondo, justo por encima de la corva. Cuando bastante crónica y, finalmente, quizás se produzcan vómitos, nieblas ofensivas. El chile jalapeño es un alcalino que se presenta en forma incolora, y colorea los largos gusanos redondos que se producen en los intestinos.

La parte más difícil del proceso de detección de una enfermedad como ésta es que las personas con más probabilidades de sufrir el Crup del Hipocondríaco en su fase terciaria son precisamente aquellas a quienes menos cuestionamos y más respetamos. Y así: ellos pueden ser, la alimentación no puede de jengibre y licor rectificado, las venas tumefactas, estas últimas se evaporan con el calor.

Requiere una gran fuerza de voluntad por parte del paciente el poder seguir hablando y escribiendo con normalidad y fluidez. Finalmente, sin embargo, en las últimas etapas de la fase terciaria de este trastorno cualquier conversación se devuelve un nocivo balbuceo repetitivo, obsesivo y suelto. Mientras duren las toses expulsivas, las venas tumefactas, los ojos desorbitados; el cuadro entero se debilita de tal manera que la invasión de la epidemia fue precedida por una profunda, oscura, y si no se gratifica, melancolía, pérdida del apetito, quizá se produzcan vómitos, calor, y la lengua adquiere las características propias de la magullada raíz.

Por el momento, la única cura que ha demostrado ser fiable en la batalla contra el Crup del Hipocondríaco es la solución de escamonea. Para preparar dicha solución se mezcla la escamonea con resina de jalapa, y por todo ello, el autor quisiera advertir que no debe darse evaporación alguna por el calor. La escamonea se puede comprar en cualquier farmacia, aunque no siempre ha sido activamente desarrollada; la cara se hincha y se vuelve lívida, la garganta se inflama todavía más y, quizá, de una vez por todas el autor advierte que no se debe dar crédito alguno a los intestinos.

Quienes padecen el Crup del Hipocondríaco raras veces son conscientes de su enfermedad. Es más, su descenso a los infiernos del disparate pseudomédico no puede inspirar en quien lo presencia otra cosa que lástima y simpatía; ni tampoco los frecuentes destellos de cordura en medio del fárrago de disparates servirán para nada más que para obligar al médico a endurecer su corazón, y a afirmar, de una vez por todas, su oposición a determinadas prácticas, tales como la invención y creación de enfermedades imaginarias, que están fuera de lugar en el mundo moderno.

Cuando la sangría efectuada mediante sanguijuelas continúa más allá de lo requerido por el sistema. Se sujetan con medio litro de sueño hirviendo y medio litro de la publicidad engañosa en cuestión hirviendo, que desfilan ante la opinión pública con suma perseverancia y gran disgusto en forma de graznidos. La escamonea puede verse exacerbada por el calor. Al segundo día cuando la erupción en una potente tintura de yodo debería en general bastar para todo.

Esto no es locura.

Esto es un dolor tan grande.

La cara se inflama y se vuelve lívida, oscura, y compuesta de bicarbonato potásico, sesquicarbonato de amoniaco y licor rectificado, la tos expulsiva persiste, la ingesta habitual de una cantidad de alimento mayor de la que se cree necesaria.

Cuando la mente las escenas predilectas.

Mientras las escenas predilectas.

También pueden resultar amplificadas.

Al final de los tiempos

A
l final de los tiempos, Yahveh Dios entregó el mundo al Hombre. Y el mundo entero pertenecía al Hombre, excepto un jardín. «Éste es mi jardín —dijo Yahveh— y no osarás entrar en él.»

Un día llegaron hasta el jardín un hombre y una mujer, y sus nombres eran Tierra y Hálito.

Tenían un fruto pequeño que el Hombre había traído consigo y al llegar a la puerta del jardín, el Hombre le dio el fruto a la Mujer, y la Mujer se lo entregó a la Serpiente de espada flamígera que custodiaba la Puerta Oriental.

Y la Serpiente tomó el fruto y lo fue a colocar en un árbol que estaba justo en el centro del jardín.

Entonces, Tierra y Hálito tomaron conciencia de su vestidez, y se desprendieron de sus ropas, una por una, hasta quedar completamente desnudos; y llegó Dios paseando por el jardín y vio al hombre y a la mujer, que no conocían el Bien y el Mal, mas eran dichosos, y vio Dios que esto era bueno.

Después, Yahveh Dios fue a abrir las puertas de par en par y le entregó el jardín al Hombre, y la Serpiente se irguió y se marchó del jardín caminando arrogante sobre cuatro vigorosas patas; adónde fue, sólo Dios lo sabe.

Y después de esto, no hubo sino silencio en el Jardín, salvo por el sonido ocasional del hombre quitando un nombre de otro animal más.

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