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Authors: Orson Scott Card

Pathfinder (7 page)

BOOK: Pathfinder
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Al oír que Umbo admitía que había querido matarlo, Rigg se puso furioso.

—Y casi lo consigues —dijo.

Nox lo hizo callar con un gesto.

—Umbo, viste a tu hermano morir de una manera horrible, cayendo desde lo alto de las cataratas Stashi. Creíste entender lo que había sucedido con lo poco que habías podido ver. Pero deja que te cuente lo que sucedió en realidad.

—Tú no estabas allí —refunfuñó el granjero.

—Ni tú, así que cierra el pico —dijo Nox con calma—. Rigg acababa de pasar dos meses poniendo trampas. Llevaba en la espalda todas las pieles que su padre y él habían conseguido. ¿Viste el fardo con las pieles?

Umbo meneó la cabeza.

—Sí, sí que lo viste —dijo Nox—. Eso era lo que Rigg estaba haciendo cuando lo viste un instante, mientras subías el camino del acantilado. Eso fue lo que tiró a la cascada y no a tu hermano. Tu hermano ya estaba suspendido de la roca. Rigg soltó el fardo para poder salvarlo.

—No —dijo Umbo. Pero no parecía muy seguro.

—Piensa —dijo Nox—. Rigg tuvo que hacer algo con las pieles. ¿Dónde estaban? ¿Las dejaría en la otra orilla? ¿Qué hacían siempre Rigg y su padre con las pieles que traían al pueblo?

Umbo sacudió la cabeza.

—Y luego dices que Rigg estaba estirado sobre dos rocas. ¿Para qué? ¿Para golpear a Kyokay en las manos? ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Cuánto tiempo podía Kyokay resistir allí de todos modos? ¿Tenía la fuerza suficiente para volver a encaramarse a la roca? ¿Y habría cabido en ella de haberla tenido?

—No lo sé —dijo Umbo.

—La única historia que tiene sentido es la verdadera —dijo Nox—. Rigg estaba cruzando por donde cruzaban siempre su padre y él, lejos de la catarata. Sólo alguien con la absurda temeridad de un niño alocado trataría de cruzar por las piedras cercanas al borde.

Algunos de los hombres de la multitud asintieron entre murmullos. Y Rigg sintió que su respeto por Nox crecía. Sabía hablar de manera paciente y clara, de un modo que inspiraba confianza, que hacía aparecer la historia apropiada en las mentes de aquellos hombres.

—Todos sabemos lo imprudente que era Kyokay —continuó la posadera—. ¿Cuántos de nosotros lo hemos visto caminando por los tejados, trepando a los árboles más altos y haciendo otras mil diabluras? Por eso tu padre te dijo que lo vigilaras, para que no…

—Para que no se matara —dijo Tegay en voz baja.

—Rigg estaba donde tendrías que haber estado tú, haciendo lo que tendrías que haber hecho tú, Umbo —dijo Nox—. Proteger a Kyokay. Sacrificó dos meses de trabajo y todos los bienes materiales que tenía en el mundo para tratar de salvar a tu hermano. Arriesgó la vida, estirado entre dos piedras, para tratar de alcanzar la mano de tu hermano y subirlo. Pero tu hermano se soltó de la piedra y cayó. Y Rigg se quedó allí, en equilibrio sobre las aguas tumultuosas. Si metía aunque fuese una sola rodilla en la corriente, ésta se lo llevaría. Y mientras trataba de salir con vida de allí, ¿qué pasó? Que empezaste a tirarle piedras.

—Creí que él… Creí…

—Estabas enfadado. Alguien era culpable de algo terrible. Alguien había hecho algo malo y merecía un castigo —dijo Nox—. Alguien. Pero no Rigg, ¿verdad?

Umbo rompió a llorar. Su padre lo abrazó con fuerza.

—Tampoco Umbo —dijo Tegay—. La culpa fue de Kyokay. No sabía lo que era el peligro. No hubiera obedecido. No culpo a Umbo. Ni tampoco a Rigg. —Se volvió hacia los demás hombres—. Que nadie levante la mano contra Rigg por lo que le ha pasado a Kyokay —dijo.

—¿Por qué crees lo que dice ella? —preguntó uno.

—Es una hechicera —dijo otro—. Te ha embrujado.

—No estaba allí. Habla como si supiera lo que sucedió, pero no es así.

Nox señaló con el dedo al hombre que había hablado en último lugar.

—¿Por qué quieres creer lo peor? ¿Por qué tienes tantas ganas de matar a alguien hoy? ¿Qué clase de persona eres?

—¡Ha matado a un niño! —exclamó el hombre. Rigg lo había visto en el pueblo, pero no lo conocía. No era nadie importante, hasta aquel momento. Ahora parecía el líder de los hombres más furibundos de la muchedumbre.

—¡Yo digo que las pieles las tenía el padre de Rigg y que todo sucedió como ha dicho Umbo!

—Sería una buena deducción —dijo Rigg— de no ser porque mi padre está muerto.

Se hizo el silencio entre la multitud.

—Por eso llevaba yo las pieles —continuó Rigg—. Volvía solo.

—¿Cómo murió tu padre? —preguntó Tegay con una especie de repentina compasión.

—Se le cayó un árbol encima —dijo Rigg.

—¡Menuda historia más increíble! —gritó uno de los hombres.

—¡Ya basta! —exclamó Nox—. Registrasteis mi casa causando toda clase de daños y lo soporté por respeto a Kyokay y al dolor de su familia. Pero Umbo ha reconocido que sólo pudo ver lo que sucedía por un instante. Rigg no tenía ninguna razón para matar a Kyokay. Nunca ha habido otra cosa que amistad entre esos niños. Es más, Rigg sacrificó sus pieles y arriesgó la vida para tratar de salvarlo. Es la única historia que tiene sentido. Y ahora, quiero que os marchéis de mi posada. Si queréis sangre, marchaos a casa y sacrificad una gallina o un carnero para celebrar un banquete en honor a Kyokay. Pero no derramaréis sangre aquí. ¡Marchaos!

Pero mientras la multitud comenzaba a disolverse y alejarse, el hombre que parecía más furioso murmuró, en una voz lo suficientemente alta como para que Rigg pudiera oírla:

—Asesina a su padre en el bosque y luego asesina a nuestros hijos.

—Lamento la muerte de tu padre —dijo Tegay a Rigg—. Gracias por tratar de salvar a mi hijo pequeño. —Y entonces el zapatero se echó a llorar, y el granjero se lo llevó de allí.

Umbo se quedó mirando a Rigg.

—Perdona por haberte tirado esas piedras. Y por haberte echado la culpa.

—Lo viste como lo viste —dijo Rigg—. No te culpo.

Le habría dicho más cosas, pero Nox cerró la puerta.

—¿Cómo sabías todas las cosas que has dicho? —preguntó Rigg—. Yo no te las había contado.

—Conozco el lugar —respondió Nox—. Y ya había oído la historia de Umbo cuando la contó antes, mientras registraban la casa.

—El muro que levantaste antes… ¿qué hace?

—Debilita la voluntad de todos salvo la mía, de modo que empiezan a querer un poco menos lo que quieren y un poco más lo que quiero yo. Y ahora lo que quería era paz, tranquilidad y perdón. Y que no entraran en mi casa.

—Pero no parecía afectar a toda la gente —dijo Rigg.

—No tenía efecto sobre los hombres más alejados. Sólo sobre los que estaban cerca. Realmente no tengo demasiado talento, como le gustaba recordarme al buen maestro, pero hoy me ha sido muy útil. Aunque me ha dejado agotada. Si Tegay hubiera querido matarte de verdad, podría haberlo hecho. Pero no quería. Sabía que Kyokay era un insensato. Todo el mundo decía que el chico se mataría cualquier día haciendo alguna estupidez y al final es lo que ha pasado. Tegay lo sabía.

—Así que la magia es real —dijo Rigg—. Tú sabes hacerla.

—Piensa —dijo Nox—. ¿Lo que tú haces es magia? Ves los rastros de todas las criaturas a pesar de que hace miles de años que pasaron. ¿Eso es magia?

Así que Padre le había contado a Nox lo de su habilidad, y eso después de ordenarle a Rigg que no le confiara el secreto a nadie. Al parecer, cuando dijo «nunca», quería decir en realidad que tuviera cuidado y se lo contara sólo a aquellos en los que pudiera confiar. Eso tenía mucho más sentido que una norma tan estricta.

—Es algo que puedo hacer —dijo.

—Pero no es un hechizo, no lo has aprendido, no se lo puedes enseñar a otros; no es magia, es un sentido que posees y del que los demás carecen y si lo entendiéramos mejor, veríamos que es tan natural como…

—Respirar —dijo Rigg. Sabía cómo terminar la frase porque era la misma que Padre le había dicho muchas veces—. Así que Padre también te enseñó a ti a comprender tu talento.

—Trató de enseñarme muchas más cosas de las que aprendí en realidad —dijo Nox—. Pero no viajábamos juntos por el bosque durante días, semanas y meses, como vosotros. Así que no tuvo tiempo de enseñarme como a ti.

—No sabía que Padre fuera tan viejo. Tanto como para haberte enseñado cuando eras joven.

—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó Nox.

—Más que yo.

—Yo tenía dieciséis, y tu padre, el hombre al que conocía como Buen Maestro, llevaba tres años enseñándome cuando dejó Vado Otoño. Dijo que tenía que ir a buscar algo. Tenía diecisiete cuando volvió contigo en brazos.

—¿Así que Padre fue a la ciudad, se enamoró, se casó, tuvo un hijo, abandonó a la madre, y todo eso en un solo año?

—Un año y medio —dijo Nox—. ¿Y quién ha dicho nada sobre enamorarse? ¿O sobre casarse? Tuvo un hijo, tú, y te trajo aquí, y ahora tienes una fortuna en piedras preciosas y una carta de crédito, y encima te vas a llevar la mayor parte de mis modestos ahorros. Vas a partir hoy mismo, antes de que anochezca, y te alejarás todo lo que puedas antes de descansar.

—¿Por qué?

—Porque había hombres en esa multitud que aún creen en la primera historia de Umbo, hombres violentos, y no tengo fuerzas suficientes para volver a levantar mi muro hoy.

Fueron a la cocina y Rigg ayudó a Nox a preparar un bizcocho. Luego ella metió un poco, junto con queso y cerdo salado en un hatillo. Él cosió el saquillo con monedas de bronce y de plata que Nox le había dado al dobladillo de la camisa y luego se la remetió por debajo de los pantalones. Trató de darle una de las piedras a cambio, pero ella se negó.

—¿Qué iba a hacer yo con eso aquí? Cada una de ellas vale cien veces más que las monedas que te he dado. Mil veces más.

Mientras hacían los preparativos, Rigg pensó en Padre y en que, en sus enseñanzas, había omitido muchas cosas que, sin embargo, le había contado a Nox. Le entristecía un poco que hubiera tenido tan poca confianza en él. Pero al mismo tiempo le hacía sentir un poco más cerca de Nox, que había guardado tantos secretos durante tantos años sin contárselos a nadie. Bueno, ahora se los contaría a Rigg, ¿no?

—¿Por qué lo llamabas Buen Maestro en lugar de por su nombre?

—Era el nombre por el que siempre lo conocí.

—Pero sus padres no le habrían puesto un nombre así —dijo Rigg.

—He tenido huéspedes aquí con nombres más raros que ése y se los habían puesto sus padres. Tuve uno cuyo nombre era Capitán y otro Doctor y una mujer que se llamaba Princesa. Pero si quieres un nombre distinto para tu padre, usa el que pone en ese papel: «Vagabundo.» Ése era el nombre al que respondía en este lugar antes de que empezara a llamarlo Buen Maestro. O Centinela, u Hombre Dorado.

—Ésos son nombres de las leyendas —dijo Rigg.

—Pues he oído a gente llamar a tu padre así. Y lo decían en serio, aunque él se riera. Los nombres van y vienen. Se te pegan y luego los pierdes, y se le pegan a otro. Ahora deja que me concentre en el pan. Si me distraigo, me sale mal.

No era demasiado, pero acababa de darle más información sobre Padre de la que había oído nunca en boca de él mismo.

Aún faltaban tres horas para el anochecer cuando se puso en camino.

—Gracias —dijo desde la puerta de atrás.

—¿Por qué? —preguntó ella como si no tuviera importancia.

—Por prestarme un dinero que no te sobra —dijo Rigg—. Por darme comida. Por salvarme de esa multitud.

Nox suspiró.

—Tu padre sabía que haría todo eso —dijo ella—. Del mismo modo que yo sabía que eras lo bastante inteligente como para llegar aquí sin que te cogieran y te mataran.

—Padre no sabía que fuera a tratar de salvar a un estúpido niño en las cataratas Stashi.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Nox—. Tu padre sabía un montón de cosas que no habría tenido que saber.

—Si hubiera podido ver el futuro —dijo Rigg—, habría podido esquivar un estúpido árbol.

Después de eso no se le ocurría nada más que decir y Nox parecía impaciente por volver a entrar en la cocina, pues tenía que preparar una cena entera para sus inquilinos, así que se volvió y se marchó.

4

LA CAPILLA DEL SANTO VAGABUNDO

—¿Cómo llegué a convertirme en el que tenía que tomar esta decisión en nombre de todos? —preguntó Ram en voz alta.

—Conseguiste superar el proceso de pruebas de seis años —dijo el prescindible.

—Lo que quería decir es por qué se deja una decisión así en manos de un único ser humano, que jamás podrá tener información suficiente para tomarla.

—Siempre puedes dejarla en mis manos —dijo el prescindible.

Era una medida de seguridad: si Ram moría, o sufría una lesión que lo incapacitaba o se negaba a tomar la decisión, cualquiera de los prescindibles estaba preparado para hacerlo en su lugar.

—Si la decisión fuera tuya —preguntó Ram—, ¿cuál tomarías?

—Sabes que no puedo responder a eso, Ram —dijo el prescindible—. O tomas la decisión o la dejas en mis manos. Pero no debes preguntarme qué decidiría yo. Eso añadiría un factor irrelevante que sólo complicaría el problema. ¿Tomarías la decisión contraria a la mía para afirmar la diferencia entre humanos y prescindibles? ¿O me seguirías a ciegas y luego culparías a los prescindibles, de quienes no tuviste otra opción que fiarte, si todo sale mal?

—Lo sé —dijo Ram.

—Sé que lo sabes —dijo el prescindible—. Y tú sabes que sé que lo sabes. Y podemos estar así por toda la eternidad, así que dejémoslo en puntos suspensivos.

Ram se echó a reír. Los prescindibles habían descubierto que Ram utilizaba el sarcasmo de vez en cuando, así que, para salvaguardar su salud mental, uno de sus cometidos, todos ellos lo empleaban en sus conversaciones con él.

—¿Cuánto tiempo tengo para tomar la decisión?

—Puedes hacerlo cuando quieras, Ram —dijo el prescindible.

—Pero debe de haber un punto de no retorno. Un momento en el que tendré que lanzarme al pliegue u olvidarme de él.

—Qué conveniente sería eso, ¿no? —dijo el prescindible—. Si esperas el tiempo suficiente, la decisión ya no estará en tus manos. Y si existe una decisión predefinida para ese caso o un punto de no retorno, tampoco se te informaría, para que ello no influyera en tu decisión.

—Los datos son ambiguos —dijo Ram.

—Los datos no son ambiguos, no toman posiciones y no se inclinan en ninguna dirección, Ram —dijo el prescindible—. Los ordenadores realizan sus cálculos e informan sobre lo que descubren.

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