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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (6 page)

BOOK: Persuasion
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Las recibieron con gran cordialidad. Nada parecía mal en el seno de la familia de la Casa Grande; toda ella —como Ana sabía muy bien— era completamente irreprochable. La media hora transcurrió agradablemente, y Ana no se sorprendió en absoluto cuando al marcharse María invitó a las dos señoritas Musgrove a que las acompañaran en su paseo.

CAPITULO VI

Ana no necesitaba visitar Uppercross para saber que, cuando se traslada de un lugar a otro, aunque no sea más que a tres millas de distancia, la gente suele cambiar de conversaciones, de opiniones
y
de ideas. Había estado allí antes
y
siempre lo había notado, y hubiese querido que los otros Elliot tuviesen ocasión de ver_ cuán desconocidos y desconsiderados eran en Uppercross los asuntos que en Kellynch Hall se trataban con tanto interés y general aspaviento. Pese a esta experiencia creía que iba a tener que pasar por una nueva y necesaria lección en el arte de aprender lo poca cosa que somos fuera de nuestro propio círculo. Ana llegó totalmente embargada por los acontecimientos que habían tenido en vilo durante varias semanas las dos casas de Kellynch, y esperó encontrar más curiosidad y simpatía de las que hubo en las observaciones separadas pero similares que le hicieron el señor y la señora Musgrove.

¿Conque Sir Walter y su hermana se han marchado, señorita Ana? ¿Y en qué parte de Bath cree usted que van a radicarse?

Y esto sin prestar mucha atención a la respuesta. En cuanto a las dos muchachas, agregaron solamente:

—Me parece que este invierno iremos a Bath; pero acuérdate, papá, de que si vamos, tendremos que vivir en un buen lugar. ¡No nos vengas con tus Plazas de la Reina!

Y María, ansiosa, comentó:

—¡Caramba, pues sí que voy a lucirme mientras todos ustedes se van a divertir a Bath!

Ana determinó precaverse de allí en más contra semejantes desilusiones y pensó con intensa gratitud que era un don extraordinario gozar de una amistad tan sincera y afectuosa como la de Lady Russell.

Los señores Musgrove tenían sus propios afanes; vivían acaparados por sus caballos, sus perros y sus periódicos, y las mujeres estaban pendientes de todos los demás asuntos del hogar, de sus vecinos, de sus trajes, de sus bailes y de su música. Ana encontraba muy razonable que cada pequeña comunidad social dictase su propio régimen, y esperara convertirse en poco tiempo en un miembro digno de la comunidad a que había sido trasplantada. Con la perspectiva de pasar dos meses por lo menos en Uppercross, se esforzaba por dar a su imaginación, memoria e ideas un giro lo más uppercrossiano posible.

Esos dos meses no la espantaban. María no era tan hostil ni tan despegada ni tan inaccesible a la influencia de sus hermanas como Isabel. Y ninguno de los otros moradores de la quinta se mostraba reacio al buen acuerdo. Ana había estado siempre en los mejores términos con su cuñado, y los niños, que la querían y la respetaban mucho más que a su madre, eran para ella un objeto de interés, de distracción y de sana actividad.

Carlos Musgrove era muy fino y simpático; su juicio y su carácter eran sin duda alguna superiores a los de su mujer; pero no era capaz, ni por su conversación ni por su encanto, de hacer del pasado que lo unía a Ana un recuerdo peligroso. Sin embargo, Ana pensaba lo mismo que Lady Russell, que era una lástima que Carlos no hubiese hecho un matrimonio más afortunado, y que una mujer más sensata que María habría podido sacar mejor partido de su carácter, dando a sus costumbres y ambiciones mayor utilidad, razón y elegancia. A la sazón, Carlos no se interesaba más que por los deportes, y fuera de ellos desperdiciaba el tiempo sin beneficiarse de las enseñanzas de los libros ni de nada. Gozaba de un humor a toda prueba y nunca parecía afectarse demasiado por el tedio frecuente de su esposa, soportando a veces sus desatinos con gran admiración de Ana. Muy a menudo tenían pequeñas disputas (riñas en las que Ana tenía que participar más de lo que hubiese querido, pues ambas partes reclamaban su arbitraje), pero en general podían pasar por una pareja feliz. Siempre estaban de acuerdo en lo tocante a su necesidad de disponer de más dinero y tenían una fuerte tendencia a esperar un buen regalo del padre de él. Pero tanto en esto como en todo lo demás, Carlos quedaba siempre mejor que María, pues mientras ésta consideraba un terrible agravio que tal regalo no llegase, Carlos defendía a su padre, diciendo que tenía muchas otras cosas en que emplear su dinero y el derecho a gastárselo como le diera la gana.

En cuanto a la crianza de sus hijos, las teorías de Carlos eran mucho mejores que las de su mujer y su práctica no era mala.

—Podría educarlos muy bien si María no se metiese —solía decir a Ana. Y ésta lo creía firmemente.

Pero luego tenía que escuchar los reproches de María:

—Carlos malcría a los chicos de tal modo que me es imposible hacerles obedecer.

Y nunca sentía la menor tentación de decirle: «Es cierto».

Una de las circunstancias menos agradables de su residencia en Uppercross era que todos la trataban con demasiada confianza y que estaba demasiado al tanto de las ofensas de cada casa. Como sabían que tenía alguna influencia sobre su hermana, una y otra vez acudían a ella o por lo menos le insinuaban que interviniese hasta más allá de lo que estaba en sus manos.

—Me gustaría que convencieras a María de que no esté siempre imaginándose enferma le decía Carlos.

Y María, en tono compungido, exclamaba:

—Carlos, aunque me viese muriéndome, no creería que estoy enferma. Estoy segura, Ana, de que si tú quisieras podrías convencerlo de que estoy en verdad muy enferma, mucho peor de lo que parece.

Luego María declaraba:

—Me disgusta terriblemente mandar a los chicos a la Casa Grande, a pesar de que su abuela los reclama constantemente, porque los subleva y los mima demasiado además de darles una porción de porquerías y dulces, con lo cual no hay día que no vuelvan a casa enfermos o cargantes hasta que se acuestan.

Y la señora Musgrove aprovechaba la primera oportunidad de estar a solas con Ana para decirle:

—¡Ay, señorita Ana! ¡Ojalá mi nuera aprendiese un poco de su manera de tratar a los niños! ¡Son tan diferentes con usted esas criaturas! Porque no sabe usted cuán malcriados están. Es una lástima que no pueda usted convencer a su hermana de que los eduque mejor. Son los chicos más guapos y sanos que he visto nunca; pobrecillos míos, la pasión no me ciega; pero la mujer de Carlos no tiene idea cómo debe educarlos. ¡Virgen santa! ¡A veces se ponen insufribles! Le aseguro, señorita Ana, que me quitan el gusto de verlos en casa tan a menudo como quisiera. Sospecho que la mujer de Carlos está un poco resentida porque no los invito a venir con más frecuencia; pero ¿usted sabe lo molesto que es estar con chiquillos cuando hay que bregar con ellos a cada momento diciéndoles: «No hagas eso, no hagas aquello»? Y si una quiere estar un poco tranquila, no tiene otro recurso que darles más pasteles de los que les convienen.

Además, María le comunicó lo siguiente:

—La señora Musgrove cree que sus criadas son tan formales que sería un crimen abrirle los ojos; pero estoy segura, sin exageración, de que tanto su primera doncella como su lavandera, en vez de dedicarse a sus tareas, se pasan todo el santo día correteando por el pueblo. Me las encuentro adondequiera que voy, y puedo decir que nunca entro dos veces en el cuarto de mis chicos sin ver allí a una o a la otra. Si Jemima no fuese la persona más segura y más seria del mundo, eso sería suficiente para echarla a perder, pues me ha dicho que las otras la están siempre incitando a que se vaya de paseo con ellas.

Por su parte, la señora Musgrove decía:

—Me he prometido no meterme nunca en los asuntos de mi nuera, porque ya sé que no serviría de nada; pero debo decirle, señorita Ana, ya que usted puede poner las cosas en su lugar, que no tengo en buen concepto al ama de María. He oído contar de ella unas historias muy extrañas y decir que es una trotacalles. Por lo que sé yo misma puedo decir que es una pícara de tomo y lomo capaz de estropear a cualquier sirvienta que se le acerque. Ya sé que la mujer de Carlos responde enteramente de ella, pero yo me limito a avisarle para que pueda vigilarla y para que si ve usted algo que le llame la atención no tenga reparo en explicar lo que sucede.

Otras veces María se quejaba de que la señora Musgrove se las ingeniaba para no darle a ella la precedencia que se le debía cuando comían en la Casa Grande con otras familias, y no veía por qué razón se la tenía tan en menos en aquella casa para privarla del lugar que legítimamente le correspondía. Y un día, mientras Ana paseaba a solas con las señoritas Musgrove, una de ellas, después de haber estado hablando del rango, de la gente de alto rango y de la manía del rango, dijo:

—No tengo reparo en observarle lo estúpidas que se ponen ciertas personas con la cuestión de su lugar, porque todos sabemos lo poco que le importan a usted esas cosas; pero me gustaría que alguien le hiciese ver a María cuánto mejor sería que se dejase de esas terquedades y especialmente que no anduviese siempre adelantándose para quitarle el sitio a mamá. Nadie duda de sus derechos a la precedencia por encima de mamá, pero sería más discreto que no estuviese siempre insistiendo en eso. No es que a mamá la preocupe en lo más mínimo, pero sé que muchas personas se lo han criticado.

¿Cómo podía Ana arreglar esas diferencias? Lo más que podía hacer era escuchar con paciencia, suavizar las asperezas y excusar a los unos delante de los otros; sugerir a todos la tolerancia necesaria en tan estrecha vecindad y hacer que sus consejos fuesen lo bastante amplios para que alcanzasen a aprovechar a su hermana.

En otros aspectos, su visita empezó y continuó sin tropiezos. Su estado de ánimo mejoró con sólo haberse alejado tres millas de Kellynch y con el cambio de lugar y de ocupaciones. Las indisposiciones de María disminuyeron al tener una compañía permanente; y las cotidianas relaciones con la otra familia, como no tenían que interrumpir en la quinta ningún afecto, confianza o cuidado superior, eran más bien una ventaja. Dicha comunicación era lo más frecuente posible; todas las mañanas se veían y era raro que pasaran una tarde separados; Ana creía que ya no se habrían hallado sin ver las respetables humanidades del señor y de la señora Musgrove en los sitios acostumbrados, o sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.

Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove; pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres embelesados sentados delante de ella, nadie reparaba en su habilidad más que por cortesía o porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma; pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca, desde la edad de catorce años, en que perdió a su madre, había conocido la dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cualquier otra persona, le daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.

Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mundo acudía a casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes ocasionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.

Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a menudo le dirigían estos cumplidos:

—¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!

Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos de extraños; aquellas preciosas habitaciones con todo lo que contenían, aquellas arboledas y aquellas perspectivas empezaban a pertenecer a otros ojos y a otros cuerpos… El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, exclamó:

—¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croft van a instalarse en Kellynch? Me alegra no haberlo pensado antes. ¡Cómo me habría entristecido!

Los Croft tomaron posesión de la casa con un aparato completamente naval, y hubo que ir a visitarlos. Maria deploró verse obligada a aquello. Nadie podía imaginarse el sufrimiento que eso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Pero no estuvo tranquila hasta que hubo convencido a Carlos de que la llevase cuanto antes, y cuando volvió estaba en un estado de agradable excitación y de alborotadas fantasías. Ana se congratuló sinceramente de no haber ido con ellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y le encantó estar en casa cuando ellos devolvieron la visita. Cuando llegaron, el señor de la casa no estaba, pero las dos hermanas se encontraban juntas. Sucedió entonces que la señora Croft se apoderó de Ana, mientras el almirante se sentaba junto a María, deleitándola con sus chistosos comentarios acerca de sus chiquillos. Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su modo de sentir y de expresarse.

La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a consecuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de los treinta y ocho que contaba. Sus modales eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más porque se tranquilizó pasado el primer medio minuto, en el mismo instante de la presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna— muestra de estar en antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus intenciones. Estuvo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:

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