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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (12 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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Una parte muy lejana del cerebro de Stark sabía que algunas de aquellas delicias deberían repugnarle. Pero no era así. De vez en cuando, Ashton, sonriendo, le miraba.

La característica más notable de aquel periodo fue la suavidad con que transcurrió. Ninguna aspereza. Todo era fácil, liso, agradable. La noche pasaba lentamente. Justo cuando empezaban a cansarse de baños, comidas, plegarias y sueño, los hombres de azul les levantaron y les condujeron por largos corredores hasta el templo. Accedieron a él por una entrada situada a nivel del suelo. Fue como si penetrasen en la cala de algún enorme barco roto en un arrecife, cuya popa hubiera sobrevivido aun cuando la proa se sumergiera en los abismos. Alzando los ojos hacia las sombras que las antorchas y velas no podían alcanzar, Stark vio una inmensa porción del cielo más allá del desgarrado borde de la cúpula.

El cielo mostraba la promesa del alba.

Los hombres de azul les hicieron avanzar hasta un punto en que se separaban los bloques de piedra del suelo. Uno de los lados estaba nivelado; el otro parecía un poco más alto. Una especie de puente cruzaba la grieta. Bajo el techo abierto, entraron en la zona anterior del templo.

Una vez allí, vieron velas que iluminaban la parte baja de los murales al fresco, dañados y manchados por la humedad. El suelo estaba en muy mal estado, con bloques de piedra levantados por todas partes que descendían hacia la fachada, cuyo muro se había derrumbado, dejando entrar el mar. Las olas chapoteaban suavemente, iluminadas por las velas. En uno de los lados, una plataforma construida con bloques dispares se adentraba en las aguas.

En el centro de aquella sala medio sumergida, curiosamente inclinada en su base maciza, Nuestra Madre el Mar se dejaba ver. De mármol blanco, puro, medía seis metros desde las olas marmóreas de las que surgía su torso hasta la punta de la coronada cabeza. Tenía dos caras. Una, la de una madre generosa que otorga vida y riqueza; la otra, la de la Diosa destructiva que aniquila y mata. Su mano derecha sujetaba unos peces, guirnaldas y un minúsculo navío en miniatura. La izquierda, por el contrario, conchas rotas, algas, y los cadáveres de los ahogados.

Carecía de otros ornamentos. Sus muñecas, cuello y la parte superior del busto mostraban crueles agujeros; sus ojos, que una vez fueran joyas, eran ciegos.

Stark y Ashton debieron mantenerse en pie ante ella. Les quitaron la ropa de seda. Unos monjes llevaron guirnaldas, confeccionadas con flores marinas, conchas y algas nudosas, y se las pusieron alrededor del cuello. Resultaban frías y húmedas sobre la desnuda piel de Stark; su olor era muy fuerte.

Por primera vez, una señal de alarma turbó la calma.

Un tambor, enorme y profundo, resonó tres veces en el templo. También retumbaron címbalos de hierro. Los monjes iniciaron sus salmodias, con voces bajas y rugientes que martilleaban la bóveda como si las bestias hubieran penetrado en una caverna, gimiendo de rabia y dolor.

Stark alzó la vista hacia el rostro de la Diosa profanada que se inclinaba sobre él. El miedo le traspasó; fue el lanzazo helado que le despertó. Pero no conseguía recordar lo que temía.

Los monjes le rodearon, lo mismo que a Ashton. Comenzaron a andar hacia el agua. Stark vio que uno de los hábitos azules se encontraba sobre la plataforma que miraba el mar. El monje portaba un cuerno mucho más alto que él, un cuerno cuyo extremo curvo descansaba en el suelo.

El tambor y los címbalos puntuaron el canto rugiente con un énfasis feroz y todas las voces, en conjunto, entonaron una larga nota chirriante que hacía pensar en una pesada piedra arrojada sobre una roca.

La nota concluyó. El cuerno habló, lanzando sobre el mar un grito salvaje, seco y doliente.

Ashton avanzaba lentamente junto a Stark. Su sonrisa era vaga; los ojos no mostraban inquietud.

Se desplazaron sobre el sumergido tablón. El agua les llegó a los tobillos. Se dirigían hacia el monje que soplaba el cuerno. Andaban al compás de la mesurada cadencia del canto, al ritmo del tambor y los címbalos, por escalones que emergían de entre las algas y las conchas con incrustaciones de seres vivientes de aguas poco profundas. El cielo era cada vez más brillante. Las velas habían palidecido.

El cuerno aulló su ronco deseo y la superficie del mar, satinada con las primeras luces del alba, espumó por los movimientos de numerosos nadadores.

Stark recordó lo que temía.

Un caldero de cobre fundido se derramó por el este. La ardiente luz corrió sobre la superficie del océano. Acentuó la forma de la vela de un navío que viajaba pesadamente a impulsos de un viento que parecía soplar sólo para él, pues el mar, a su alrededor, estaba en total calma. La ardiente luz doró la vela y embelleció el grosero casco. Se reflejó en los ojos de un sabueso blanco que se recortaba en la proa. Los ojos del animal ardieron súbitamente.

«N´Chaka». Dijo Gerd. «¡N´Chaka! ¡Allí! Peligro. Vienen cosas».

«¿Matar?» Preguntó Tuchvar.

Las retorcidas espiras del templo brillaron a lo lejos. El sonido del cuerno llegó débilmente por encima de las olas.

«Muy lejos». Dijo Gerd. «Muy lejos».

14

Stark estaba a mitad de la escalera. Los trajes azules avanzaban ante él, a sus espaldas y a cada lado. Los monjes deambulaban absortos en su cantinela. Por costumbre, las víctimas iban a la muerte sonriendo. Sólo al final, cuando eran arrojadas al mar y los Hijos empezaban a compartirlos, los aullidos surgían entre la sangre y las flotantes guirnaldas. Los aullidos y la sangre complacían a la Madre. Los monjes salmodiaban con sus tonantes voces. No notaron que Stark había dejado de sonreír.

Todavía era incapaz de pensar racionalmente. Sólo sabía que a través del agua sedosa viajaba la muerte, la muerte que se acercaba. Y la vida se despertó en él... la fuerza simple y primitiva se alzó por sí sola para combatir contra la extinción.

Ashton se encontraba a su derecha. A la izquierda, un monje, otro, y el borde sin vigilar.

Salvajemente, Stark lanzó el brazo izquierdo. El golpe alcanzó al sacerdote más cercano en la garganta y le tiró de espaldas sobre los que subían tras él. Al caer, se agarró al segundo monje y también le desequilibró. Las túnicas azules cayeron al agua poco profunda. Stark saltó en el espacio recién abierto y lo amplió, precipitando al agua a otros monjes. Le agarraron unas manos, que consiguieron arrancarle las guirnaldas, pero fallaron al sujetar su cuerpo desnudo y untado. Algunos dedos tenían garras. Su sangre se derramó. Pero los monjes no pudieron detenerle. Alcanzó la plataforma con el ímpetu de un toro embravecido.

Estupefacto, el monje del cuerno se volvió. Su rostro era especialmente bestial. Stark le arrebató el cuerno. Con el instrumento, aplastó aquella cara y lanzó la túnica azul a las aguas del otro lado de la plataforma. Luego, empleó el cuerno. Con aquella maza de tres metros, limpió los peldaños superiores.

—¡Simon! —gritó.

Luego escuchó una lejana voz que le llamaba. «¡N´Chaka, Hombre sin Tribu!», y se preguntó quién, en aquel planeta maldito y condenado a muerte, conocería aquel nombre. Comprendió repentinamente que la voz sonaba en sus pensamientos. Lo entendió y exclamó:

—¡Gerd!

Lo dijo en voz alta. Simon Ashton alzó los ojos hacia él. Ojos vacíos. Sonreía.

«¡Gerd, mata!»

«Muy lejos. N´Chaka, combatir».

Stark blandió el cuerno. Era de metal labrado, y muy pesado. Le aulló a Simon Ashton para que se reuniera con él. También aulló con los chasquidos y gruñidos de la lengua de los aborígenes.

El cántico era caótico. Algunos de los monjes más alejados siguieron salmodiando mientras el tambor continuaba batiendo y los címbalos resonando; pero los que ocupaban las primeras filas se movían en total confusión. La mayor parte de ellos todavía no habían descubierto lo que pasaba. El enorme cuerno les barría como la cólera de Dios. Ashton, frunciendo el ceño a causa de la incomprensión, avanzó hacía Stark pasando por encima de los cuerpos caídos.

Las últimas filas de monjes dejaron de cantar. Con un grito de terror ultrajado, se lanzaron sobre la escalera, pisoteando a sus hermanos.

Stark tomó la mano de Ashton y le aupó hasta la plataforma.

«¡Gerd, mata!»

«Muy lejos. N´Chaka, combatir».

Stark se batió, blandiendo la porra hasta romperla. La arrojó, sujetó a Ashton y saltó con él al agua. Justo donde los Hijos llegaban para compartir con la Diosa el festín del sacrifico.

El agua le pareció extrañamente profunda. El primer monje se estaba ahogando.

Una vez se calló el cuerno, los Hijos parecieron quedar a la espera. Stark veía que sus cabezas surgían del agua a una quincena de metros. Aullaron dolientemente; como si se preguntaran por qué se había interrumpido el ritual. Eran muchos. Pero Stark no se paró a contarlos. Tirando de Ashton, rodeó el muro en ruinas, nadando hacia la tierra más próxima. Tras quitarse las túnicas, los sacerdotes se lanzaron tras él.

En cuanto hubo dejado el templo a sus espaldas, Stark vio el barco. Viajando paralelo a la orilla, el navío volaba hacia él, impulsado por un torbellino estrecho que parecía resuelto a desarbolarle.

Los monjes nadaban casi tan bien como sus hermanos totalmente mutados. Los Hijos llamaban con sus voces subhumanas y los monjes les respondían. Los Hijos volvieron a nadar, girando como un banco de atunes y dirigiéndose hacia el fugitivo objeto del sacrificio.

Ashton se mostraba irritable, como alguien a quien se despierta brutalmente de un sueño agradable. Frenó a Stark considerablemente. Cuando llegaron juntos a la playa cenagosa, los monjes estaban tan cerca que uno de ellos logró clavar en la pierna de Ashton la mano ganchuda y empezó a tirar de él.

Ashton salió del sueño.

Gritó y se volvió para combatir. Stark introdujo sus dos manos debajo de la espesa mandíbula del monje y las levantó con violencia. Sonó un chasquido seco. El monje soltó a Ashton y se alejó a cuatro patas derramando sangre. Se levantó, al fin, y echó a correr.

Stark habría deseado poder imitarle; pero una multitud de cuerpos bestiales le rodeaban. Unas manos le asieron de los tobillos. Se inclinó para soltarlas. Otras manos le agarraron. Abalanzaron sobre él sus cuerpos. Cayó, rodó en el agua tibia y poco profunda, sumergido por el peso de aquellos cuerpos rancios y pisciformes.

Ashton tomó una piedra y volvió con ella para aplastar algunos cráneos.

Stark se soltó. Pero una vez más le dominaron por el número, y a Ashton con él. Un sonido puramente animal salió de la garganta de Stark. Uno solo. Luego combatió en silencio. Una mano de textura de cuero intentó rasgarle la cara; hundió en ella los dientes hasta alcanzar el hueso. Se le llenó la boca de sangre. Una sangre de extraño sabor. Aullando, el monje se arrancó la mano. Y, súbitamente, todos los monjes empezaron a aullar. No combatieron más. El peso que soportaba su cuerpo disminuyó. Los que quedaban permanecían inertes.

Stark les apartó y se apoyó sobre manos y pies.

Los monjes yacían tendidos en el lodo. Muertos, sus rostros se veían deformados por el terror.

El barco estaba muy cerca de la orilla y el mar parecía totalmente en calma. Stark pudo ver las blancas cabezas de los perros asomando por la borda.

«Hemos matado, N´Chaka. Ven».

Los Hijos del Mar no se acercarían más. Algunos flotaban muertos en el agua. Los que podían, escapaban, nadando a una velocidad frenética.

Stark se puso en pie y ayudó a levantarse a Ashton. Le señaló el barco. Ni el uno ni el otro sabían cómo había llegado aquel navío hasta allí. Ni el uno ni el otro hicieron preguntas. Entraron en el agua; cuando ésta se hizo profunda, nadaron. Les arrojaron unas cuerdas. Unos fuertes brazos les izaron a bordo.

Stark era consciente de las caras, de las voces, los perros agrupados a su alrededor; pero lo que veía realmente era la cara de Gerrith. La mujer se acercó a él y la tomó en sus brazos. No se preocuparon de la sangre ni del agua de mar que empapaba a Stark.

—Vives —susurró la dama—. Ahora, el camino queda abierto.

Sobre sus labios, Stark paladeó una sal más amarga que la del océano.

Los Fallarins se colgaban de las barandillas del puente. Halcones mudando el plumaje; el pelaje desordenado, los ojos con muestras de la locura del agotamiento.

—Si hubiéramos tenido que venir más deprisa —explicó Alderyk mirando a los hombres del desierto y a los irnanianos—, sólo lo habríamos podido conseguir atándoles a los remos. Estamos muy cansados. —Con una sonrisa le enseñó a Stark sus blancos dientes—. Ahora tienes que hacer milagros, Hombre Oscuro. Nos los hemos ganado.

—No entiendo —rezongó Stark.

Gerrith retrocedió.

—Pronto lo sabrás todo. Pero debes tener alguna orden que darnos. ¿Cuál?

Stark rodeó con sus brazos los cuellos de Gerd y de Grith; y su pensamiento recorrió la mente de todos los perros. Sonrió a Tuchvar, a Sabak y a los hombres del desierto que habían abandonado las capas pero no los velos que cubrían sus rostros. No conocía a los irnanianos, pero también les sonrió. Incluso le sonrió a Halk.

—Vamos al sur. A Andapell. Emplearemos todas nuestras fuerzas en llegar a Andapell si el viento no nos empuja. Alderyk, préstanos a tus Tarfs. Remarán dos veces mejor que nosotros.

Soltó a los perros y se dirigió a los bancos de los remeros. No sentía fatiga alguna. Sus muchas heridas eran superficiales. Miró a Halk y se echó a reír.

—¿No te irás a quedar cruzado de brazos mientras el Hombre Oscuro rema? Ven, camarada. Rema por Irnan.

Hundió el pesado remo y sintió la resistencia del agua.

Los irnanianos soltaron las armas y bajaron a los bancos, emitiendo el viejo grito de guerra.

—¡Yarrod! ¡Yarrod!

Halk depositó su inmensa espada y se sentó junto a Stark, tirando del mismo remo.

—¡Yarrod!

Los hombres del desierto, jinetes orgullosos y delicados, con los pies en el agua de la cala, empezaron a remar junto a los Tarfs de cuatro brazos.

El desplazamiento era irregular. Los hombres no estaban acostumbrados y juraban con cada brazada dolorosa. Poco a poco, el ritmo fue mejorando y el grito de guerra se convirtió en una canción.

El barco avanzó. La mar estaba en calma; sólo era alterada por la turbulencia de la desembocadura del río. Nada se movía en ella salvo las olas. El templo de Nuestra Madre el Mar se inclinaba con cansancio hacia el océano. Bajo la claridad plena del Viejo Sol, sus espiras parecían antiquísimas. El paso de los siglos había borrado las esculturas. Ningún sonido de tambor, cuerno, címbalos o voces provenía del crepuscular interior.

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