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Authors: Edgar Rice Burroughs

Piratas de Venus (17 page)

BOOK: Piratas de Venus
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—Informad a los demás oficiales que atacaremos al Sovong al amanecer —les instruí.

—Pero no podemos disparar contra el barco sin que corra peligro la vida de Duare —objetó Kamlot, alarmado.

—Pienso abordarlo —repliqué—. A esa hora sólo estarán despiertos los centinelas. En algunas ocasiones, se han acercado los dos barcos con el mar en calma, y por eso no despertará recelo que nos aproximemos ahora. El equipo de abordaje lo formarán cien hombres, y permaneceremos reunidos hasta que se dé a bordo la orden, en el momento en que las dos naves se hallen juntas.

“A esa hora de la mañana suele estar tranquilo el mar, pero si mañana no hubiera buena mar, habremos de aplazar el golpe para otro día.

—Da órdenes terminantes para que no haya matanzas inútiles. No debe matarse a nadie salvo si se resiste. Transportaremos al Sofal todas las armas pequeñas del Sovong y la mayor parte de sus provisiones, así como los prisioneros que lleva.

—¿Y qué te propones hacer cuando hayas conseguido tu propósito? —preguntó Gamfor.

—De eso iba a hablar, pero primero quiero cerciorarme del estado de ánimo de los hombres que llevamos a bordo. Tú y Kamlot os encargaréis de comunicar a los otros oficiales mi plan. Luego convocad a los Soldados de la Libertad y explicadles cuáles son mis intenciones. Una vez hecho esto, decidles que propaguen el proyecto entre el resto de la tripulación, comunicándoos los nombres de aquellos que no lo reciban de buen grado. Serán transportados más tarde al Sovong, con otros que decidiremos a última hora. A las once, la gente debe de estar congregada en la cubierta principal y entonces les explicaré a todos mi plan, al detalle.

Cuando Kamlot y Gamfor se hubieron marchado para cumplir mis órdenes, yo volví al cuarto de derrota. El Sofal había aumentado su velocidad y alcanzaba progresivamente al Sovong, pero no de modo que sugiriese la sospecha de una persecución. Estaba yo seguro de que en el Sovong ignoraban lo que había ocurrido en nuestro barco, ya que los amtorianos, al menos que yo supiera, desconocían el uso de la radiocomunicación y los oficiales del Sofal no tuvieron tiempo para dar la señal de alarma a sus compañeros del Sovong, tan súbito fue el estallido de la rebelión.

A medida que se iban acercando las once empecé a observar grupitos de hombres que se congregaban en distintos lugares de la nave, discutiendo, evidentemente, las instrucciones que habían hecho circular entre ellos los Soldados de la Libertad. Uno de los grupos, bastante más numeroso que los otros, estaba capitaneado por Kodj, que les arengaba vociferando. Desde el principio, se había puesto de manifiesto que aquel individuo era un revoltoso, aunque yo desconocía cuál sería su influencia en la tripulación. De todos modos, estaba convencido de que la emplearía contra mí y había adoptado la decisión de deshacerme de él tan pronto hubiéramos apresado el Sovong.

La gente se congregó prestamente cuando la trompeta dio la hora y yo bajé por la escalerilla a fin de dirigirles la palabra. Me quedé en uno de los últimos peldaños, donde todos podían verme, dominándolos desde allí. La mayoría mostrábanse quietos y atentos, pero había un pequeño grupo en el que se murmuraba. Kodj estaba en el centro de aquel grupo.

—Al romper el alba iremos al abordaje y apresaremos al Sovong —dije—. Recibiréis las órdenes de vuestros oficiales inmediatos, pero quiero hacer resaltar una en particular. Ha de evitarse toda matanza inútil. Después que hayamos apresado el barco, transportaremos al Sofal todas las provisiones, armas y prisioneros que juzguemos necesarios. Al mismo tiempo, llevaremos al Sovong todos aquellos de vosotros que no queráis permanecer en este barco bajo mi mando, y aquellos que yo, personalmente, no quiero que se queden entre nosotros.

Y al decir esto, miré fijamente a Kodj y al grupo de descontentos que le rodeaban.

—Ya explicaré oportunamente cuáles son mis ideas para el porvenir, para que cada uno de vosotros pueda decidirse a ser o no un miembro fiel de mi tripulación. Los que se decidan a quedarse tendrán que aceptar estrictamente mis órdenes. Todo el mundo participará de los beneficios que produzcan nuestras actividades. Nuestra finalidad será de doble carácter: apresar el mayor número de naves thoristas y explorar zonas desconocidas de Amtor, así que hayamos devuelto a su país a los prisioneros vepajanos. En nuestra empresa no faltará la excitación y la aventura. Tampoco faltarán los peligros, y deseo que se alejen de mi lado los cobardes y los revoltosos. Conseguiremos botín, pues estoy seguro de que son muchos los barcos thoristas que cruzan los mares, cargados de riquezas, y sé que hallaremos mercado fácil para colocar el producto de la guerra. Y guerra tendremos, puesto que estoy determinado a que los Soldados de la Libertad luchen contra la opresión y la tiranía de los thoristas... Volved ahora a vuestros recintos y estad preparados para cumplir con vuestro deber al romper el alba.

11. DUARE

Aquella noche dormí poco. Mis oficiales venían constantemente para informarme. Por ellos me enteré de lo que era más importante, el pensamiento de la tripulación. Nadie se mostraba hostil a la idea de apoderarse del Sovong, pero había diversas opiniones sobre lo que se había de hacer después. Unos cuantos deseaban desembarcar en Thora para poder volver a sus casas, pero los más mostrábanse entusiasmados con la idea de dedicarnos a saquear barcos mercantes. En cambio, el proyecto de explorar países desconocidos les llenaba a la mayor parte de temor. Había algunos que se mostraban reacios a devolver a los prisioneros vepajanos a sus nación, y existía un grupo vocinglero y alborotador que insistía en que el mando de la nave debía entregarse a los thoristas. En esto descubrí la mano de Kodj, aun antes de que me informaran de que la sugerencia procedía del grupo que le seguía.

—Pero hay por lo menos un centenar en cuya lealtad puedes confiar —dijo Gamfor—. Te aceptan como jefe y te obedecerán a ciegas.

—Ármalos —le ordené—. Y los demás que se queden abajo hasta que hayamos abordado al Sovong. ¿Qué opinas de los Mangan? No participaron en el motín. ¿Están con nosotros o contra nosotros?

—Obedecen a quien les manda —repuso Kiron riendo—. No tienen iniciativa alguna, y salvo cuando se ven impelidos por el hambre, el odio o el amor, no se mueven sin que un superior se lo ordene.

—Y no se preocupan de quien pueda ser —intervino Zog—. Hasta que su amo perece, los vende o los regala, o es suplantado, suelen servir con lealtad. Después depositan la misma lealtad en cualquier otro amo.

—Se les ha dicho que eres el nuevo capitán —observó Kamlot—, y obedecerán.

Como sólo había a bordo cinco de aquellos hombres-pájaros, no me había preocupado grandemente de lo que ocurría con ellos, pero me satisfacía saber que no estaban en una posición antagónica.

Al dar la hora veinte, ordené que se reunieran los cien hombres de mi confianza y entraran todos en la barraca de la cubierta inferior; el resto quedó confinado en el interior de la nave, desde las primeras horas de la noche. Se evitó un segundo motín gracias a que previamente había sido desarmada toda la gente de a bordo, excepto los leales Soldados de la Libertad. Durante el transcurso de la noche, nos fuimos aproximando más y más al desprevenido Sovong hasta llegar escasamente a un centenar de yardas por la parte de popa. Desde allí vi destacarse el barco en la penumbra misteriosa de la noche de Amtor, sin luna, con los puntitos blancos y coloreados de sus linternas y la silueta de sus centinelas vagamente visibles en cubierta.

El Sofal se iba acercando progresivamente hacia su presa. Llevaba el timón de nuestra nave un soldado de la Libertad que había sido oficial de la marina thorista. Nadie se veía en nuestra cubierta, salvo los centinelas. En la barraca de la cubierta inferior un centenar de hombres esperaban a la orden del abordaje. Yo permanecía con Honan en el cuarto de derrota. Él tenía que encargarse del mando del Sofal mientras nosotros realizábamos el abordaje. Mi atención estaba concentrada en el cronómetro amtoriano. El Sofal se acercó un poco más al sovong. Entonces Honan dio al individuo de enlace una orden y nos arrojamos sobre nuestra presa.

Me precipité por la escalerilla hasta llegar a centro de la cubierta principal y di a Kamlot la consigna. Él estaba en la puerta de la barraca. Los dos barcos se encontraban ahora tan juntos que casi se tocaban. El mar estaba en calma, sólo movido por un leve oleaje que balanceaba suavemente las naves. Por último, llegamos tan cerca que cualquiera podía salvar de un salto el espacio que mediaba entre las dos cubiertas. Un centinela del Sovong nos gritó:

—¿Qué hacéis ahí? ¡Apartaos!

Por toda réplica, me precipité hacia adelante y salté a bordo del otro barco seguido por cien hombres silenciosos. Nadie gritó y el alboroto fue escaso. Sólo se oía el rumor de los pies y el leve chirrido de las armas.

Los garfios de abordaje se agarraron a la borda del Sovong. Cada uno de los hombres tenía instrucciones del papel que debía desempeñar. Dejé a Kamlot al cuidado de la cubierta principal y me dirigí al puente de mando con una docena de hombres mientras Kiron conducía a una veintena de incondicionales a la segunda cubierta, en la que estaba congregada la mayoría de los oficiales.

Antes de que el oficial de guardia hubiera podido darse cuenta de lo que ocurría, le encañoné con mi pistola.

—No te muevas —le dije— y no sufrirás daño alguno.

Mi plan consistía en apoderarme de tantos enemigos como fuese posible antes de que cundiera la alarma, y de este modo evitar un inútil derramamiento de sangre. De ahí la necesidad de silencio.

Entregué al oficial a uno de mis hombres, después de desarmarlo, y luego fui en busca del capitán, mientras dos de mis acompañantes se ocupaban del piloto.

Hallé al capitán en el momento en que acudía en busca de sus armas. El inevitable ruido del abordaje le había despertado y, suponiendo que ocurría algo anormal, encendió la luz de su cuarto y se levantó apoderándose de su armamento.

Yo me arrojé sobre él y le arrebaté la pistola antes de que pudiera utilizarla. Pero entonces se echó hacia atrás blandiendo el sable y nos quedamos inmóviles un momento.

—¡Ríndete! —le dije—. ¡No te pasará nada!

—¿Quién eres? —me preguntó—. ¿De dónde vienes?

—Estaba prisionero en el Sofal, pero ahora soy su comandante. Si quieres evitar derramamiento de sangre, sal conmigo a cubierta y da la orden de rendición.

—Y después, ¿qué? ¿Para qué nos habéis abordado, sino pensáis matarnos?

—Para apoderarnos de parte de vuestras provisiones y armas y rescatar a los prisioneros de Vepaja —expliqué.

En aquel momento llegó hasta nosotros el peculiar silbido de un pistoletazo. Procedía de la cubierta inferior.

—¿Con que no pensabais matar a nadie? —rugió.

—Si quieres que cese, sal conmigo y da la orden de rendición —repliqué.

—No creo en tus palabras —protestó—. Es un ardid.

Se me echó encima blandiendo el sable. No quise matarlo a sangre fría y por eso repelí su ataque utilizando sólo mi sable. Él me llevaba ventaja por su destreza, ya que yo no estaba acostumbrado al empelo del sable amtoriano, pero en cambio yo le aventajaba en fortaleza y movilidad, poniendo en juego algunas artimañas de esgrima que había aprendido durante mi estancia en Alemania.

El sable amtoriano está ideado principalmente como arma de corte, y su peso, casi uniforme hasta la punta, lo hace muy eficaz como instrumento de ataque, mientras que esta eficacia es menor como arma defensiva. Me hallé, pues, enfrentado con un ataque de tajos y mi defensa era difícil. El capitán era ágil y sabía manejar su arma. Dada su experiencia, pronto se dio cuenta de que yo era un novato y comenzó a abusar de su superioridad hasta tal punto que pronto hube de arrepentirme de mi ingenuidad de no hacer uso de la pistola al comenzar el duelo. Ahora era ya demasiado tarde y mi contrincante me acosaba de tal modo que no me dejaba coyuntura para sacar aquella arma.

Me obligó a ir retrocediendo en la estancia hasta conseguir cubrir la puerta y una vez allí, seguro de su triunfo, se dispuso a consumarlo. El duelo, por lo que a mí se refería, se desarrollaba puramente a la defensiva. Tan veloz y persistente era su ataque que yo únicamente podía limitarme a la defensa y durante los primeros minutos del encuentro, no conseguí ni una sola vez dirigirle una estocada.

Pasó por mi mente la idea de lo que habría ocurrido con los hombres que me acompañaron en la aventura, pero el orgullo me impedía reclamar su auxilio, aunque supe más tarde que de nada me hubiera servido intentarlo. Estaban demasiado ocupados en repeler los ataques de varios oficiales que habían irrumpido inesperadamente.

Los dientes de mi contrincante dibujaban una línea en una feroz sonrisa, como si estuviera bien seguro de su victoria y se vanagloriase anticipadamente. El chasquido de los aceros resonaba estridente, con varias tonalidades, entre las cuatro paredes del camarote en que tenía efecto el duelo. Yo no sabía si la lucha seguía en otras partes del barco, y, caso de ser así, si se desarrollaba a favor nuestro o en contra. Tenía que saberlo. Constituía un imperativo categórico, ya que yo era el responsable de lo que ocurriera en el Sovong. Tenía que salir de aquel camarote para ponerme el frente de mis hombres, victoriosos o derrotados.

Estos pensamientos me colocaban en una situación más crítica de lo que hubiera sido de haber estado en juego sólo mi vida, y me dio ánimos para realizar un esfuerzo heroico a fin de salir de aquel trance. Tenía que aniquilar a mi contrincante y había de hacerlo pronto.

Él había conseguido acosarme de espaldas a la pared y la punta de su sable me había tocado una vez en la cara y dos en el cuerpo, y aunque las heridas eran ligeras, yo estaba cubierto de sangre. Se lanzó sobre mí, con la ambiciosa aspiración de acabar con mi vida, pero esta vez no retrocedí. Paré el golpe de tal modo que su sable pasó por la derecha de mi cuerpo, que estaba muy cerca del suyo, y entonces le apunté con mi sable y antes de que pudiera ponerse en guardia se lo clavé en el corazón. Se desplomó en el suelo. Le extraje el arma que tenía clavada y salí del camarote. Toda aquella escena se había desarrollado en breves minutos, aunque a mí me pareció un rato mucho más largo. En el mismo espacio de tiempo habían ocurrido muchas más cosas en la cubierta del barco que en aquel camarote del sovong. La cubierta superior estaba limpia de enemigos y uno de mis hombres se hallaba ya ante el timón y otro ante los controles. En la cubierta principal aun se luchaba con algunos oficiales que hacían un último esfuerzo con un puñado de sus hombres. Cuando yo llegué ya había acabado todo. Los oficiales se habían rendido, con la promesa de Kamlot de que sus vidas serían respetadas. El Sovong estaba en nuestro poder. El Sofal había conseguido su primera presa.

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