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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (9 page)

BOOK: Premio UPC 2000
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Para cuando su madre enfermó, el número de víctimas del síndrome en todo el mundo se calculaba ya en trescientos millones. índice de curaciones: cero. índice de mortalidad: cien por cien.

Por más que le subieron la dosis, su madre ya no dejó de soñar. Intentaba resistirse y no dormir; se mojaba la cara con agua helada, se clavaba las uñas en las palmas de las manos hasta hacerse sangre, se mordía los nudillos. Pero al final el cuello perdía el tono, los ojos se cerraban, y los sueños REM tardaban cada vez menos en presentarse y duraban más tiempo. Soñaba durante horas y horas, y sus ojos intentaban seguir las imágenes vertiginosas que se adueñaban de su mente mientras su respiración se agitaba. Los músculos estaban duros, casi agarrotados, pero no podían realizar el menor movimiento.

… Con los ojos húmedos, Rojo observaba el movimiento obsesivo bajo los párpados de la reclusa. ¿Qué inimaginables sufrimientos estarían atormentando su mente, sin que ella pudiera comunicarlos?

—¿Cómo son los períodos de vigilia?

—Ya no hay vigilia —le informó Olivia—. Se pasa en sueño REM todo el tiempo.

… Durante tres semanas, su madre había luchado contra Morfeo, el tirano que había dejado de ser dulce. Su padre pidió una excedencia temporal para estar con ella a todas horas y había luchado por mantenerla despierta, a sabiendas de que era una guerra perdida. Al principio, ella caía rendida después de presentar batalla; pero conforme pasaban los días era más fácil que cualquier estímulo externo (el destello de una luz, una tos, una palabra inesperada) la hiciera dormirse directamente. Entonces los ojos volvían a girar en círculos desesperados, y la respiración perdía todo ritmo: tan pronto se aceleraba como frenaba, o llegaba a cortarse en episodios de apnea que, sin embargo, no la hacían despertar. Rojo la veía boqueando como un pez fuera del agua, miraba a su padre que se mordía los labios de impotencia y horror, volvía a mirarla a ella. Y, sin embargo, su madre no se despertaba. Cuando ya parecía a punto de hacerlo, volvía a respirar con un espantoso gorgoteo, un estertor que traía vaharadas de olor acre. Y así, horas y horas. Los períodos de vigilia se hicieron más breves, y para colmo apenas podían hablar con ella, ya que pronto dejó de reconocerlos y sólo balbucía frases inconexas.

Por fin, cayó en un sueño perpetuo, atormentado, y nunca volvió a pronunciar una palabra.

—… perdido treinta y dos kilos desde que enfermó. Rojo se volvió hacia la psicóloga. Sí, su madre también había perdido peso. Todo su peso…

—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —preguntó. El Anóneiros, el aparato inhibidor de las ondas cerebrales propias del sueño paradójico, había llegado demasiado tarde para su madre, pero no para aquella mujer.

—Se produjo un fallo en su Anóneiros —explicó Olivia. Y, al apreciar el reproche en la mirada de Rojo, se apresuró a añadir—: No es la primera vez que ocurre. Estos aparatos fallan a veces.

—Existe una ley federal que exige a los fabricantes revisarlos cada tres meses, ¿no es así?

La psicóloga se encogió de hombros.

—Me temo que hace casi un año que los encargados de la revisión no vienen por aquí. Le puedo asegurar que ya me he quejado más de una vez, pero ese asunto está fuera de mi competencia. La verdad es que hemos tenido siete muertes por Pisani en los tres últimos años; demasiadas para nuestra población reclusa.

Con cierta repugnancia, Rojo tocó las mejillas de la enferma. La piel estaba seca y muy, muy caliente…

… Después de sumirse en el sueño continuo, la enfermedad de su madre se precipitó por la última rampa, aquella fase que más desconcertaba a los científicos y que aún seguía sin comprenderse. Su cuerpo, alimentado por sonda, se negaba a asimilar ningún nutriente, y sin embargo su temperatura subía como si el metabolismo se estuviese acelerando: cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres grados, y su cerebro seguía produciendo ondas REM en lugar de reventar. La piel se le agrisó y se le empezó a cuartear como tierra seca alrededor de los huesos. Y al final, días después, delante de los horrorizados ojos de su padre, y de los suyos, como hijo mayor, aquello que una vez había sido su madre se descompuso en un montón de resecas cenizas.

A los enfermos del Pisani no hacía falta incinerarlos. Pero tampoco se les podía practicar la autopsia. Cualquier muestra de tejido se convertía en polvo durante un análisis que sólo revelaba una imposible descomposición en sustancias inorgánicas, como si aquellos restos jamás hubiesen sido materia viva.

Rojo se secó los ojos discretamente. Si había escrito el libro sobre la narcolepsia, e incluso si había estudiado medicina y psiquiatría, era para superar aquellos recuerdos. Pero pedía un imposible.

Si al menos los recuerdos no vinieran acompañados de aquella pestilencia. ¿O era la pestilencia la que los despertaba?

—Es evidente que esta mujer sufre la narcolepsia de Pisani —concluyó, recobrando el control—. Pero ¿qué es lo que tiene de especial este caso?

—El tiempo, doctor Rojo.

—¿A qué se refiere?

—¿Cuánto tiempo suele durar esta enfermedad?

Rojo se incorporó y se apartó un poco de la reclusa, espirando con fuerza, como si se sonara la nariz. Pero la fetidez ya se le había quedado dentro.

—Desde los pródromos hasta el desenlace final… ocho, nueve semanas. Doce, en el mejor de los casos. Creo que no hay documentado ningún caso de trece semanas.

Olivia se cruzó de brazos y le miró consciente de su importancia.

—Pues Susan Grafter lleva en este estado once meses. ¿Qué le parece?

Rojo silbó entre dientes y miró de nuevo a la reclusa. De pronto se le ocurrió una idea que a él mismo le pareció absurda: once meses era el tiempo que llevaba Carreño en aquella prisión. No, ambos hechos no podían tener relación alguna.

—Y no sólo eso —prosiguió Olivia—. Además esta mujer habla en sueños.

Rojo enarcó una ceja, aún más perplejo.

—Los afectados por la narcolepsia de Pisani
nunca
hablan en sueños. Al menos no conozco casos documentados.

—Pues aquí tiene documentación de sobra. Desde que Susan empezó a hablar, procuramos grabar todo lo que decía.

Olivia se acercó a una mesa en la que reposaba un ordenador y sacó de un cajón una pequeña unidad de archivo comprimido. Se lo tendió a Rojo.

—Me gustaría que lo escuchara usted y me diera su opinión. Susan Grafter: prostituta, drogadicta, no llegó a terminar la escuela elemental. No lo olvide.

—Le llaman el hombre de la mina. ¿Por qué?

—No sabía que me llamaban así, doctor Rojo. No me molesta, de todas formas. La mina de Highwater era un lugar interesante… mientras no descubrí nada en ella.

—En realidad eso es lo que quiero saber: qué descubrió en ella. He leído que trabajaba usted en algún tipo de «materia oscura». Alguna gente de Rapid City estaba preocupada, temiendo que pudiera ser un proyecto secreto del Gobierno. ¿Qué hay de eso?

—La materia oscura no es ninguna arma secreta, ni un material revolucionario para la industria del automóvil. Ni siquiera sirve para hacer sartenes antiadherentes.

—Entonces, ¿de qué se trata?

Carreño se quedó mirando al psiquiatra, o más exactamente a un punto en la frente del psiquiatra, y volvió a comprobar que el Anóneiros estaba bien conectado.

—¿Puedo hacerle yo una pregunta? —dijo por fin.

Rojo entornó los ojos, desconfiado, pero al momento volvió a abrirlos y compuso un gesto relajado. No quería estropear un aire propicio a posibles confidencias.

—Se supone que las preguntas las hago yo —respondió fingiendo buen humor—, pero vamos a hacer una excepción.

—¿Por qué eligió la psiquiatría? ¿Qué buscaba usted exactamente en ella?

Rojo se quedó desconcertado.

—No es una pregunta fácil de responder. No sé. Antes que nada soy médico. Mi misión es aliviar los sufrimientos.

Carreño sonrió de medio lado, sin dejar de mirarle fijamente.

—No me lo creo. Tal vez ésa sea una de las razones, pero en realidad lo que usted quiere es tener el control. De hecho, es un experto en manejar situaciones. Sí, lo que quiere es tener poder sobre sus semejantes.

Rojo pensó en cambiar el sendero que estaba tomando la conversación, pero luego decidió explorarlo un poco más. Halagado por el comentario de Carreño (aunque escondiera a su vez una dosis de manipulación), creyó que podría mantener el control.

—¿A qué poder se refiere usted?

—Al poder del conocimiento. Lo que usted quiere es saber qué se oculta tras los repliegues de la mente humana para así poder controlarla.

Rojo recordó algo que le había comentado la psicóloga en su primera conversación.

—Alumbrar las sombras de la mente humana…

—Eso es. Usted sabe que en la realidad que nos rodea hay bastante más de lo que se observa a simple vista. También sabe que nuestra ciencia es como el rayo de luz de una linterna de bolsillo proyectado en una cueva: es mucho más lo que se oculta fuera de la luz que lo que se ve dentro de ella. La diferencia es que usted quiere alumbrar las sombras del alma humana mientras que yo…

Carreño se quedó mirando a la nada. Aunque no lo pretendía, la pausa le quedó dramática.

—¿Usted qué?

—Yo quiero alumbrar las sombras del Universo.

Carreño volvió a callarse. Por un segundo miró a la izquierda, como quien se concentra para hacer un cálculo.

Después le pidió a Rojo que le dejara una hoja de papel y un bolígrafo y empezó a escribir. Al terminar le pasó el folio al psiquiatra. En él había escrito con números diminutos y primorosamente redondeados: «De 0 a 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000»

—Imagínese que juega usted a esta lotería, doctor Rojo. Hay una cantidad de boletos casi infinita. Si conoce usted la notación exponencial…

—La conozco. Siga.

—Pues hay 1030 números en este sorteo. El premio puede ser todo lo suculento que usted quiera.

—No me extraña: una lotería así no me podría tocar ni aunque viviera un millón de años.

—Bien, pues imagínese que el número que sale ganador es el 999.999.999.999 —lo escribió—, y que tiene usted el 999.999.989.999 —lo volvió a escribir—. ¿Qué diría?

—¿Hay reintegro?

—No. Sólo primer premio.

Rojo calculó la diferencia.

—Pues diría que es una faena. Me he quedado tan sólo a diez mil números del premio gordo.

—¿Sólo
diez mil? ¿Le parece poco?

—Teniendo en cuenta que había 1030 números en el bombo, es como si mi disparo hubiera pasado rozando el larguero.

—¡Es usted muy perspicaz, doctor Rojo! Imagínese ahora que estamos jugando a otra lotería. La lotería se llama «densidad del Universo», y si nos sale el número que buscamos, el resultado es que el Universo es plano. ¿Ha oído hablar de ello?

—Sí. Sé que hay una vieja discusión entre los astrónomos sobre si el Universo es plano o curvo, aunque es algo que no resulta fácil de imaginar cuando se habla de cuatro dimensiones.

—Para la mayoría de las personas no. Para mí lo es —declaró con toda seriedad—. Sigamos: como he dicho, si acertamos con nuestro número, al que llamaremos Omega y que debe ser un 1, el Universo será plano. Todos los científicos nos quedaremos más contentos, porque en un Universo así los ángulos de un triángulo suman 180 grados, como nos enseñaron en el colegio, y porque todo parece más sencillo y más bello. Jugamos… y nos pasa como a usted en su lotería.

—Quiere decir que fallan por poco.

—Por demasiado poco.

—Pero lo suficiente para que el Universo no sea plano. Qué se le va a hacer —contestó Rojo, casi con hostilidad. Se estaba cansando de no llevar la voz cantante en la conversación.

—No es tan sencillo como
qué se le va a hacer.
Imagínese: la densidad crítica del Universo debe ser 1 para que sea plano, y nuestras mediciones nos dicen que, en cambio, es de 0'l. Parece mucha diferencia, diez veces menos, pero piense en nuestro argumento anterior… La densidad podría haber sido un trillón de veces inferior o un trillón de veces superior, y sin embargo
sólo
es diez veces inferior. Omega podría haber estado infinitamente alejado del premio gordo, y sin embargo esta a un miserable puesto de coma, a un solo orden de magnitud. ¿Entiende lo que digo?

—Ya… El tiro ha vuelto a pasar rozando el larguero. —Así es. Y como el hecho de que el Universo sea plano tiene muchas ventajas (entre otras, la de que el Universo da la impresión de ser realmente plano), sospechamos que su densidad es, en realidad, exactamente 1. Si a nosotros Omega nos sale OT es porque no hemos sabido medir el 0'9 de materia restante.

—Todo se reduce a un simple problema de medición, entonces.

—De medición sí, pero no tan simple. Es, además y sobre todo, un problema de
detección.
Esa masa que nos falta para que Omega sea 1 es la materia oscura que yo busco. Y si se llama así, materia oscura, es porque no se puede ver.

—Eso no debe ser problema. No creo que se fíen tan sólo de la vista para detectar materia. Hay radiaciones que el ojo no puede ver, y…

—Convengamos en que llamamos «ver» a «detectar por métodos convencionales». Y esos métodos convencionales sólo detectan materia convencional. Mire usted: si ahora hubiera aquí, a nuestro lado, un psiquiatra y un condenado a muerte formados por partículas de materia oscura, no nos daríamos cuenta… ni siquiera aunque ocuparan el mismo espacio físico que nosotros.

—¿Cómo dice?

—No nos enteraríamos ni aunque estuvieran dentro de nuestros cuerpos, atravesando nuestras vísceras y nuestros huesos. ¿Cómo es eso posible? Porque la materia oscura no interactúa con la materia ordinaria. Es como si la ignorase. Los electrones y los protones de sus átomos no sentirían ni atracción m repulsión por las partículas oscuras. Tampoco sus quarks interactuarían a nivel nuclear. Si le quisiera usted dar la mano al doctor Rojo del mundo sombrío, se atravesarían mutuamente… en el imposible caso de que se hubieran visto o de que hubiesen oído sus voces. Tan sólo habría entre ambos una interacción gravitatoria, pero la fuerza de la gravedad es tan débil que ninguno de los dos sentiría nada…

—Muy interesante, Carreño. Creo que ya me hago idea de sus investigaciones…

—Espere un poco. Esto es importante para nuestro caso, doctor Rojo. Mi intención no es sólo
divulgativa.
Por lo que le he dicho, parece imposible detectar la materia oscura…

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