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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (14 page)

BOOK: Presagios y grietas
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El viejo soldado llevaba años adiestrando luchadores y aquel muchacho era el diamante en bruto más prometedor que había pasado por sus manos.

—Levántate, Turd. Si esa espada no fuese de madera te tendríamos que recoger nosotros ¡Y también tus asquerosas tripas! —le dijo al hombre que estaba en el suelo.

—¡Eh, Segador! —gritó un tipo que golpeaba un muñeco de entrenamiento—. ¡Por ahí dicen que han visto a Dahenge con un hatillo al hombro atravesando la frontera!

Todos los que escucharon el comentario rieron a carcajadas. En la jornada anterior Leith derrotó a Klúsker, nada menos que un luchador de nivel tres. La pelea fue competida pero el chico terminó venciendo con bastante claridad. Como únicas secuelas le habían quedado un pequeño tajo en un muslo y un corte en la parte superior del hombro izquierdo; ambos cicatrizarían pronto.

Su rival en cambio se debatió entre la vida y la muerte durante dos días, merced a la herida en el cuello que le infligió Leith con su espada. Había logrado sobrevivir pero no podría volver a hablar.

—No prestes atención a los rebuznos de esos asnos —señaló Guresian mientras acompañaba a Leith a las duchas—. Ese callantiano ya había matado incontables hombres mucho antes de que se empezasen a celebrar Los Juegos. Si en vez de sacrificar al infeliz de Vérrac hubiesen enfrentado a Igarktu con Dahenge ni yo mismo me atrevería a pronosticar el resultado.

—¿Intentas asustarme, Guresian? —inquirió el muchacho mientras se llevaba la mano al vendaje del muslo. Habían pasado cuatro días desde su pelea con Klúsker y la herida ya no era más que una pequeña molestia que apenas le restaba movilidad.

—Si te asustases con facilidad ya te habrían rebanado el pescuezo hace mucho, chico. —El instructor le dio una palmadita en la espalda—. Lo que intento es que no te confíes. Estoy convencido de que vencerás a Dahengue, pero me parece muy precipitado que te enfrenten con él tan pronto.

Leith no respondió porque sabía cuál sería su reacción. Se pondría hecho una furia y lo martirizaría con sermones hasta el mismo día del combate.

Él fue quien pidió al Intendente Fesserite que lo enfrentase a Klúsker y a Dahenge consecutivamente. Llevaba tres meses luchando con espada y ninguno de los rivales que le habían puesto enfrente supuso reto alguno; los venció a todos con la misma facilidad que cuando participaba en peleas sin armas. La mayoría eran más lentos y más viejos que él y los que no, se veían desbordados por su fuerza. Acumulaba doce victorias, lejos aún de las veinte que otorgaban el nivel dos y mucho más lejos de las treinta necesarias para alcanzar el nivel tres, el máximo. Conforme subían de nivel subían también sus ganancias y el chico consideraba injusto seguir batiéndose con lo que él consideraba simples monigotes. Según todos era el más claro aspirante al título, vacante desde la muerte de Vérrac. Podía hacer historia siendo el primero que se proclamara Campeón con menos de veinte combates disputados.

Para su sorpresa, Vlad accedió a sus demandas y programó el combate contra Klúsker para la semana siguiente. Tras su aclamada victoria, el Maestro de Ceremonias proclamó en un Gran Círculo abarrotado que en apenas dos semanas, Leith y Dahenge combatirían con el título en juego.

—Date una buena ducha y tómate todo el día de descanso. Y que te vean esas heridas. No quisiera que… —El instructor dejo de hablar cuando reparó en un hombre de grandes dimensiones que esperaba tras la verja que enfrentaba con los baños—. Te dejo, muchacho —concluyó.

Dicho esto se encaminó hacia la zona donde practicaban el resto de luchadores, increpando a gritos a dos aspirantes que charlaban y reían entre ellos.

Leith miraba tras la verja mientras se secaba con una toalla el sudor del cuello.

—Hola, padre —dijo finalmente.

—Hola, Leith —respondió Berd, azorado—. En…enhorabuena por tu victoria. Fue un gran combate. Estuve viéndolo, con Résbert y el viejo Pelley…

—¿Cómo está madre? —preguntó el muchacho con sequedad.

—Bien… Bueno, preocupada por ti. Los dos lo estamos en realidad. Quiere que vuelvas a vivir con nosotros y yo…Bueno, a mí también me gustaría que lo hicieses.

Leith abandonó su casa el día siguiente a la boda del hijo del Cónsul y se trasladó a la residencia para luchadores del Gran Círculo. La noche anterior les confesó a sus padres que el Intendente Fesserite le había propuesto entrar a su servicio y adiestrarlo para competir en lucha armada. Aquello suponía muchísimo dinero y había aceptado la oferta. Pasó toda la noche discutiendo con su padre mientras Adalma no paraba de llorar. Berd destrozó una puerta de un puñetazo y le dijo que si no desistía le haría lo mismo a él. Leith se marchó de inmediato y era la primera vez que se veían desde entonces.

—Ahora vivo aquí; además, acabo de comprar una casa en el Distrito de los Fieles. Tú y madre podéis venir a verla cuando me traslade.

—Ah… bueno… —Berd no sabía que decir—. He oído que vas a enfrentarte pronto a ese espadachín callantiano y había pensado… Quizá pueda enseñarte algunos trucos para…

Leith hubo de contener una carcajada ¿De verdad no se daba cuenta de con quién estaba hablando? Él era el futuro Campeón y ninguna argucia de pelea de taberna iba a suponer la más mínima diferencia. Estuvo tentado de decírselo pero no quería herirle y se lo reservó.

—No lo necesito, padre. El Intendente Fesserite ya ha puesto a mi disposición a los mejores maestros de Rex-Drebanin.

—Hijo… Ese anciano, no es una buena persona.

—¿Qué no es una buena persona? —repuso Leith levantando la voz—. ¿Y por qué, padre? ¿Porque ni él ni los suyos se desloman de sol a sol en los campos? ¿Eh? ¿Porque todos le respetan y se inclinan en cuanto aparece? —El muchacho estaba fuera de sí. —¿Porque me ha hecho ganar más dinero en tres meses del que tú has ganado en toda tu vida? ¿Por eso es una mala persona, padre?

Leith lanzó la toalla al suelo con violencia y entró en el edificio a zancadas.

—¡Hijo! —gritó Berd, pero el muchacho ni tan siquiera se volvió.

Esperó durante un rato tras la valla de hierro pero su hijo no volvió a aparecer. Hubiese querido estrechar su mano o rozar su piel de algún modo pero no tuvo ocasión. Durante años, su vida se había estabilizado sobre dos pilares y uno de ellos se estaba fracturando. Berd no sabía si podría remendar aquellas grietas.

Cuando regresó a casa encontró a su esposa esperándole, sentada en un taburete y cosiendo con expresión ausente.

—¿Lo has visto? —preguntó Adalma.

Berd asintió, sin poder disimular su tristeza.

—No va a volver, ¿verdad?

—Verás… Está ganando mucho dinero y se ha comprado una casa en el Distrito de los Fieles; nos avisará para enseñárnosla en cuanto esté lista. No ha podido venir a verte porque está muy ocupado con la preparación —mintió—. Va a combatir por el título y si lo logra será…

—¿No morirá, verdad, Berd?

—Claro que no. Es el luchador más formidable de toda la provincia; algunos dicen que de todo el Imperio y…

—Hoy he ido a ver a Dezilla Feinnier; ella opina lo mismo que yo.

—¿Sobre qué, si puede saberse? —Berd soltó un bufido.

Aquella cotorra alarmista de Dezilla era muy capaz de haber infectado a su mujer con los temores más absurdos; ella fue la que la asistió en el parto y le tenía mucho afecto al muchacho. Por el bien de los dos esperaba que no le hubiese dicho nada que él no pudiese rebatir.

—Estoy encinta, Berd.

El segador se quedó rígido, con los ojos muy abiertos. Tras unos instantes en los que fue incapaz de articular palabra por fin balbuceó:

—Pero… ¿Cómo? ¿Cuándo?

—El cómo ya debes saberlo a estas alturas, viejo idiota —respondió Adalma con una risita—. Dezilla dice que vendrá para la Estación del Frío pero que quizás se adelante un poco —añadió con una tímida sonrisa.

Berd la levantó de su asiento, la cubrió de besos y se puso a correr por toda la habitación con ella en brazos, riendo como un niño. Por fin se detuvo jadeante y los dos se miraron a los ojos. Tras darse un profundo beso permanecieron en la misma posición durante un buen rato, llorando de alegría y de tristeza a la vez.

Cantera de Hánderni

Tras cientos de años de agradable monotonía, el pequeño reino subterráneo de La Cantera de Hánderni era en aquellos momentos la viva imagen del cambio; lo cual resultaba también muy agradable, en opinión del Capataz Brani.

Cada día, decenas de familias embalaban sus posesiones y partían hacia Dahaun para participar en la construcción del nuevo puente. Albañiles, picapedreros, carpinteros y artesanos de todo tipo tenían entre manos un proyecto de dimensiones épicas que perduraría en la superficie como testimonio de la grandeza de su pueblo. Les apasionaban los retos y éste era uno al que ninguno de los clanes podía resistirse.

Apostado en la cornisa de la muralla de entrada Brani Hándernierk contemplaba el trasiego de decenas de carretas a rebosar de enseres de trabajo, pertenencias varias y enanos sonrientes que le saludaban al cruzar las puertas. Estaba satisfecho; tras más de noventa años como Capataz por fin les daba la ocasión de trascender en la historia igual que sus antepasados. Los gritos de Berele lo sacaron de su ensoñación.

—¡Brani! ¡Deja de mirar como un pasmarote y échame una mano, por Gorontherk!

Era la mejor Maestra Carpintera de La Cantera y también había decidido marcharse. Estaba intentando anudar un gran fardo que sobresalía de la parte trasera de su carromato y a pesar de su tozudez no podía hacerlo sola. El Capataz bajó por la escalinata de granito todo lo rápido que pudo; hacer esperar a su hermana era algo poco recomendable.

—Sujeta por ese lado ¡Vamos, viejo patán!

Brani agarró con fuerza la soga, la tensó y acercó su extremo al que sujetaba Berele desde el otro lado. La enana tomó ambos cabos y con un par de movimientos los transformó en un nudo consistente.

—Ya está —dijo satisfecha—. Puedes volver a hacer lo que fuera que estuvieses haciendo ahí arriba.

—Estaba pensando en la opinión que tendría nuestro padre de todo esto.

Su hermana era mayor que él y solía pedirle consejo con frecuencia. En verdad le llevaba apenas unos minutos ya que su madre, Velate, tuvo un parto de trillizos. Las enanas sólo concebían una vez en sus vidas y lo corriente era que diesen a luz varias criaturas. Sanade, la esposa del viejo Grodi, tuvo once en un parto que duro tres días con sus correspondientes noches.

Berele tenía todo a su favor para suceder a su padre como Capataz, pero desde el primer momento dejó bien claro que no pensaba hacerlo. Era una apasionada de las posibilidades artesanales de la madera y no tenía otro interés que trabajarla. El anciano hubo de optar entre sus dos hijos varones y eligió a Brani, que no tuvo más remedio que aceptar. Su hermano Hinedi era el más intrépido de los tres, un autentico valiente pero también un completo irresponsable. Cuando falleció a la pronta edad de setenta y dos años el apenado Volgi constató que su elección fue la acertada. Hinedi se había despeñado por la ladera de Risco Abierto mientras trataba de descender desnudo, boca abajo y completamente ebrio de cissordin.

—Bueno, ya sabes lo que pensaba de los humanos —dijo Berele—. Pero recuerda que esos larguiruchos comerciaban con nosotros y nos visitaban a menudo. Me temo que el Gran Volgi se limitaría a recordarte quién es el Capataz actual.

La enana sonrió y le puso la mano sobre el hombro.

—Has dado a tu pueblo la posibilidad de retomar un proyecto anterior a la misma fundación de La Cantera, Brani. Los antiguos planos llevaban siglos cubiertos de polvo y están de nuevo en manos de nuestros constructores. Todos rebosan entusiasmo, no tienes más que fijarte en sus caras.

—Me reconfortas, hermana. —Brani sonrió a su vez.

—¡Y ahora quítate de mi vista! No puedo perder más tiempo. Ese tonel de cissordin que tengo por marido no es capaz ni de embalar unas simples herramientas. —Berele lo apartó de un empujón y se dirigió hacia donde su esposo Fudi la miraba aterrorizado mientras intentaba torpemente recoger unos martillos del suelo.

Pese a las palabras de su hermana, el Capataz seguía albergando muchas dudas. Su amistad con Liev Binner se había intensificado con el transcurrir de los meses y el Intendente les visitaba con frecuencia. En sus conversaciones solía salir a relucir la figura compleja de Húguet Dashtalian.

Fue el Cónsul quien le encomendó el ambicioso proyecto que había revolucionado por completo La Cantera de Hánderni. No era para menos: iban a construir un puente que atravesaría el Mar de la Herida y uniría los territorios de Dahaun y Gressite. Ya existía un puente similar entre Hiristia y Arthinie y fueron los enanos quienes lo levantaron, hacía más de siete siglos. Los planos iniciales incluían otros cinco puentes que conectarían los territorios divididos por aquella brecha desde tiempos inmemoriales.

El Mar de la Herida se prolongaba desde las Aguas del Norte hasta la mitad del territorio de Rex-Drebanin y limitaba las provincias de Tierras Imperiales, Rex-Preval y Rex-Higurn; más de treinta millas repletas de corrientes inestables, densas nieblas, escollos y peligrosos bancos. No se tenía constancia de la existencia de nada vivo en él, aunque proliferaban las historias sobre monstruos submarinos y demás zarandajas. Según rezaban las leyendas, surgió en la oscura primera etapa de la Existencia Documentada, cuando el Gran Demonio del Vil intentó quebrar en pedazos El Continente.

Liev Binner se sorprendió a medias cuando Brani le dio la noticia; le extrañaba el interés repentino de Dashtalian por una obra que quedó inconclusa siglos atrás, sin que nadie conociese las razones. Por otra parte, creía conocer bastante bien al Cónsul y una empresa tan pretenciosa cuadraba a la perfección con su megalómana personalidad. Como promotor de aquel proyecto, el nombre de Húguet Dashtalian ocuparía un lugar muy destacado en la historia del Continente y a Liev le constaba que ésa era una de sus principales ambiciones; con toda probabilidad, la máxima.

—La Asamblea dio su aprobación de inmediato y eso no es nada habitual —comentó—. Aunque todo lo que propone Húguet termina por hacerse, mis colegas disfrutan parloteando y buscándole mil matices. Y en casos como éste, que requieren un desembolso económico, la mayoría se opone en primera instancia. Esta vez el consenso ha sido total. Incluso Hégar Barr se mostró a favor.

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