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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (33 page)

BOOK: Presagios y grietas
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—¿La Cantera? No se me ocurre otro lugar más difícil de asaltar que esa montaña. Ni siquiera el Consulado ¿De dónde proviene ese ataque?

—No lo sé —reconoció Gia—. Pero puedo percibir el aura de la Corrupción, tenue, pero inconfundible. Ignoro de qué modo pero el triste destino de los enanos de Rex-Drebanin está ligado al nuestro.

—Partamos pues —terció Berd—. Si no nos entretenemos podemos llegar a Puertociudad con las primeras luces del alba.

El grupo reanudó la marcha. Adalma y Gia guiaban el carromato mientras en la parte trasera, ocultos bajo las mantas, viajaban Berd, Levrassac, Willia y el inconsciente Herdi Hérdierk, que esbozaba una sonrisa. Soñaba que construía un puente que ascendía majestuoso desde el suelo hasta la misma superficie de la luna. En un momento dado miró tras él y vio cómo un grupo de sherekag, golpeaban con mazas los cimientos, que empezaban a resquebrajarse. A su lado, Vlad Fesserite se reía a carcajadas mientras sostenía en su mano huesuda la cabeza del Capataz Brani.

Gritó aterrorizado pero para su desgracia no consiguió despertar.

Cantera de Hánderni

Los gottren habían alcanzado el quinto nivel y no tardarían en acceder al sexto. Todos los enanos que formaban la reducida vanguardia que intentó contenerlos habían caído. Brani logró sobrevivir, pero un golpe de maza le había fracturado la pierna derecha por varios sitios. Fardi lo arrastró hasta ponerlo a salvo y cubrió la puerta de la galería mientras sus compañeros se hacían cargo del malherido Capataz. En la última imagen que conservaba de su amigo, el valiente herrero cortaba la soga mientras un gottren se abalanzaba sobre él blandiendo una cimitarra inmensa. La inmediata avalancha de piedra ponía fin al recuerdo.

Brani se apoyaba sobre una muleta y arengaba a los excavadores, que proseguían en su labor de facilitar a los enanos una salida. La gigantesca máquina perforadora golpeaba una y otra vez la pared rocosa.

Entre golpe y golpe del péndulo puntiagudo, los excavadores retiraban los pedazos de roca y clavaban sus picos en las grietas para ensancharlas en la medida de lo posible y facilitar la labor del artilugio. Enanos, enanas y niños participaban por igual en la tarea; sabían que cada segundo contaba. Unos tensaban la maroma que sujetaba el péndulo y tras soltarla, tiraban de ella de nuevo para devolverlo a su posición original. Otros retiraban las rocas y otros tantos las amontonaban en un intento de levantar una muralla eventual que sirviese de última defensa cuando llegaran sus enemigos.

—¡Vamos, amigos! ¡Ánimo! —jaleaba Brani.

Sabía que los gottren no tardarían en atravesar las toneladas de piedra que sellaban la sala. Cuando lo lograsen, una única puerta los separaría de lo que quedaba del pueblo enano; como él mismo había podido comprobar, el derribo de esa puerta no les llevaría mucho tiempo.

—¡Luz! ¡Por Gorontherk, se ve luz! —exclamó entusiasmado el Maestro Radi—. ¡Vamos, más brío con la perforadora! ¡Ya casi está, amigos!

El Capataz lanzó la muleta al suelo, se abalanzo sobre la cuerda del péndulo y tiró de ella con todas sus fuerzas. Al instante, decenas de enanos se le sumaron. Poco a poco, el picudo pedazo de hierro se fue elevando hasta situarse en posición totalmente vertical.

—¡Soltad!

El péndulo fue descendiendo lentamente para ir cogiendo mayor velocidad conforme se acercaba a la pared. Impactó contra ella con una potencia descomunal, clavándose en su superficie, haciendo saltar por los aires pedazos de roca y generando una espesa nube de polvo y tierra. Cuando retiraron el amasijo de hierro los enanos pudieron contemplar un fragmento de cielo estrellado.

—¡Vamos, no perdamos más tiempo! —gritó Brani—. ¡Primero los niños!

—¿Qué hay de la muralla, Capataz? —preguntó uno de los muchachos que amontonaban piedras.

—¡Dejad eso! No hay tiempo y apenas los retrasaría —respondió el Capataz mientras les hacía gestos para que se diesen prisa.

Los niños empezaron a salir por el agujero, con un orden y una disciplina que nadie les había enseñado.

—Por ese hueco no cabe ningún gottren —comentó el Maestro Radi—. Tendrán que dar media vuelta, cruzar de nuevo toda La Cantera y rodear Risco Abierto para darnos alcance.

—Creo que deberíamos desmontar la maquina —sugirió Brani mientras observaba el enorme artilugio—. Dos o tres de esas monstruosidades podrían abrir un agujero cuatro veces más grande en apenas un suspiro.

—¿Crees que sabrán utilizarla? —preguntó Radi.

—Cualquier buey puede tirar de una cuerda. No me voy a arriesgar a que unos malditos gottren lleguen a la misma conclusión.

Los enanos cortaron la soga y el péndulo cayó al suelo con gran estrépito. Treparon por la estructura de madera que sostenía la máquina, desencajaron cada uno de los tornillos de acero de las juntas y desligaron las cuerdas de los amarres. Una vez hecho esto, descendieron cuidadosamente y el Maestro Radi dio dos fuertes patadas a los postes, que empezaron a tambalearse hasta que se desplomaron cuan largos eran. Convertida en un informe montón de maderas y piezas metálicas inconexas, la perforadora estaba inutilizada.

Mientras su pueblo huía a través de la brecha, Brani pensaba en lo que iban a hacer a continuación. Puertociudad estaba a tres jornadas de distancia; pensaba embarcar a los apenas seiscientos supervivientes y dirigirse a Rex-Higurn, donde pedirían asilo a sus primos de La Cantera de Sófolni. Un destacamento partiría hacia Dahaun para avisar a sus hermanos, aunque no albergaba muchas esperanzas de encontrarlos allí. Era evidente que aquello había sido una estratagema para dividirlos y no podía imaginar la suerte que habrían corrido Berele, Herdi, Hansi, la hermosa Dinale Túrenierk y el resto de sus amigos. En realidad sí podía pero se negaba a hacerlo.

Una vez su pueblo estuviese a salvo, él mismo viajaría a Ciudad Imperio y pondría en conocimiento del Emperador todo cuanto había sucedido. Acusaría al Cónsul Dashtalian de traición y exigiría su cabeza.

En el mismo instante en que el último de ellos abandonó la galería, los gottren embestían contra la puerta. Apenas tardaron unos minutos en derribarla y cuando entraron en la sala dando gritos se encontraron con que no había ni rastro de enanos.

Rebuscaron en cada rincón hasta que por fin repararon en el agujero. Tras varios intentos constataron que a duras penas podían sacar una de sus manazas por él. Los monstruos se miraron entre ellos totalmente desorientados y optaron por esperar la llegada del Gran Juggah. Él sabría qué hacer.

Mientras tanto, los enanos caminaban en dirección a Puertociudad. Llevaban con ellos herramientas, víveres y también algunas monedas que sabían que les harían falta para desenvolverse en el mundo de los humanos. La mayor parte de sus pertenencias se quedaron en La Cantera pero no iban a echarlas de menos. Lo que sí empezaban a notar en falta era el cobijo que durante trescientos años les había ofrecido aquella montaña. Pensaban en sus trabajos por terminar y todos los buenos momentos pasados en su persistente empeño de convertir Risco Abierto en un gran reino enano donde sus hijos y nietos pudiesen vivir en paz hasta el fin de sus días. Pero no por ello se encontraban decaídos o desanimados. Ahora les esperaba un nuevo reto en quien sabía que nuevo lugar y aquello era todo un estímulo; saldrían adelante con la perseverancia que los caracterizaba.

—¿Qué es aquello, Capataz? —Uno de los niños señalaba hacia el norte.

Brani miró en la dirección que apuntaba el pequeño y lo que vio le heló la sangre. Tragando saliva volvió la vista al frente y la imagen en el horizonte no hizo sino corroborar sus temores.

—Deteneos —ordenó.

La comitiva se detuvo y por instinto empezaron a agruparse unos al lado de otros formando un círculo. El Capataz se adelantó unos pasos saltando sobre su muleta y con voz grave habló a su pueblo por última vez.

—Amigos, durante trescientos años hemos vivido en paz en esta montaña. Nos fue otorgada como premio a los servicios que algunos de vosotros prestasteis en aquella guerra infausta que asoló El Continente. Hay documentos firmados, palabras dadas y compromisos contraídos al respecto. Hoy podemos constatar lo que realmente significa todo eso para los humanos. Los documentos se cubren de polvo en un rincón, las palabras dejan de oírse en cuanto dejan de pronunciarse y los compromisos dejan de ser tales cuando una de las partes los traiciona. Hermanos, hoy la casta de Hánderni el Viajero y de los colonizadores de Risco Abierto llega a su fin. El pueblo de La Cantera, tras vivir con honor y nobleza, no tiene otra alternativa que morir del mismo modo.

El Capataz señaló a los miles de soldados de las guarniciones de Terth, Hiristia y Darnavel que se aproximaban en silencio a través del campo abierto. Portaban lanzas y escudos y marchaban en formación de ataque. Encaramados en la ladera de la montaña, centenares de arqueros esperaban órdenes y una nube de polvo que se acercaba por el noroeste precedía a la caballería. Les estaban esperando.

—Enanos y enanas de La Cantera, nos disponemos a pagar el precio de nuestra ingenuidad. Os repetiré las palabras que me dijo un buen amigo cuya muerte debió abrirme los ojos. En este mundo sucio, donde el acero acecha oculto entre las sombras, la debilidad es igual a la justicia, el honor y la dignidad. En este momento me siento débil, amigos míos, y eso me enfurece. Ya que os he arrastrado a compartir mi debilidad… ¡Hermanos, os invito también a que compartáis mi furia!

Con los ojos llenos de lágrimas y bufando como un animal rabioso, Brani Hándernierk levantó su hacha y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Por Gorontherk! ¡Por La Cantera! —Y cojeando se lanzó contra las huestes enemigas para desaparecer en un mar de escudos y lanzas.

—¡Por Gorontherk! ¡Por La Cantera! —gritaron al unísono los seiscientos enanos, que armados con hachas, mazas, picos, palas, cuchillos y todo objeto contundente que estuviera a su alcance, corrieron tras su Capataz a través de la lluvia de flechas.

Escondidos entre los bultos del equipaje, los niños observaban en silencio la escena. Los más mayores, de apenas once o doce años, cogieron algunas herramientas y se distribuyeron en círculo protegiendo al grupo de los más pequeños. Todos estaban aterrorizados pero ninguno lloraba.

Esa noche se vertería mucha sangre. Sangre enana y sangre humana. Nadie podría distinguirlas una vez retirados los miles de cadáveres del campo de batalla.

16. Ingenuos y ambiciosos

Puertoimperio, Tierras Imperiales

El niño corría calle arriba, sorteando viandantes, carretas y bultos sin aminorar un ápice la carrera.

El Muerto y los suyos debían estar en
Las cuatro paredes del amor
. Siempre terminaban allí la jornada; algunos incluso vivían en el prostíbulo. Trudy Panderos les había alquilado la planta de arriba y desde hacía un par de semanas las mejores de sus chicas apenas pisaban el recibidor. Los mercenarios tampoco solían dejarse ver demasiado, sobre todo Dainar el Muerto. Comían, bebían, dormían y gastaban monedas y más monedas en Las Cuatro, a la espera de noticias como las que en ese momento les traía el muchacho.

Confiaba en que no se le hubiesen adelantado. La mayor parte de los zagales que callejeaban por Puertoimperio estaban en esos momentos en los aledaños del Gran Círculo de la ciudad portuaria, moscardoneando alrededor de los miles de ciudadanos que asistían a los combates de cierre. Él en cambio estaba en los muelles; en el sitio correcto a la hora justa, por primera vez en su corta vida.

A lo lejos apareció el rótulo obsceno de Las Cuatro y el chico corrió como nunca lo había hecho. Sus sandalias apenas rozaban el suelo adoquinado y trató de correr aún más de prisa cuando creyó ver la silueta del Muerto a través de uno de los ventanales de la planta baja. En el instante en el que apareció el bastón con el que se enredaron sus canillas estaba sólo a unos pasos del burdel.

Cayó de bruces, interponiendo antebrazos y codos entre su rostro y la piedra de la calzada. A fuerza de costumbre la caída se zanjó con el enésimo despelleje, varios arañazos y algún moretón que no tardaría en asomar. Nada nuevo. Lo peor era el momento que habían elegido el bastón y su propietario para aparecer.

—No corras tanto, pichón —graznó Greebels—. Tengo trabajo para ti.

El chico se incorporó a toda velocidad y trató de huir pero el trozo de madera volvió a colársele entre las piernas y lo hizo caer de nuevo.

—Por El Grande que ya pensaba que todos los pájaros habían emigrado al Gran Círculo. —Greebels encorvó su decrépita figura y sujetó al chico por el antebrazo.

Pese a sus muchos años, la mano era firme como un cepo. Sus falanges huesudas se clavaban en la muñeca del pequeño, apretando y retorciéndola con fuerza.

—¡Ay! … no… Greebels…ahora… ¡ay!…tengo…

—Bababá, bababú… No protestes tanto y ven conmigo —se burló el viejo mientras arrastraba al niño hacia un callejón repleto de cajones apilados—. ¿No quieres una moneda, maldita sea? Sin mí la mitad de vosotros no comeríais en semanas, por todos los demonios.

Greebels se internó en la callejuela tirando del chico al tiempo que le retorcía el brazo. El pequeño trataba de zafarse entre gemidos de dolor pero el maldito viejo tenía una fuerza increíble en las manos. Cuando encontró un rincón a su gusto lo lanzó con violencia sobre unos sacos.

—Estoy empezando a enfadarme, pichón. Vas a tener que hacerlo muy bien si quieres que te pague —murmuró mientras desanudaba el deshilachado cordel que utilizaba como cinturón.

—Greebels, dame un momento, por favor. Ha llegado un barco. Gigantes. He de avisar a…

El viejo le propinó una bofetada monumental y la cabeza del niño se estrelló contra el desvencijado saco de nueces.

—¡Por las pelotas del Grande! Te has quedado sin tu moneda —refunfuñó sacando una navaja oxidada de su bolsillo mientras terminaba de bajarse los pantalones.

El niño se frotaba el rostro y miraba suplicante la desagradable figura del viejo, que lo amenazaba con la navaja al tiempo que se llevaba la otra mano a sus calzones andrajosos. A lo lejos podía escuchar las voces de Bind el Sabandija que en ese instante corría desaforado hacia Las Cuatro Paredes del Amor.

—¡Señor Dainar! ¡Señor Dainar! ¡Gigantes en el muelle, señor! ¡Gigantes!

Desde el fondo del callejón el muchacho pudo escuchar el crujido inconfundible del portón del prostíbulo y el murmullo de las voces graves de los mercenarios.

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