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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (5 page)

BOOK: Relatos de poder
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Quise más detalles, pero él hizo un gesto brusco y me indicó proceder.

Tras luchar unos cuantos minutos por suspender mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y en­tonces, con deliberación, pensé brevemente en un ami­go mío. Mantuve los ojos cerrados durante un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que alguien me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí los ojos y me descubrí ya­ciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer me ha­bía dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado caer por tierra. Don Juan me ayudó a sentarme de nuevo. Reía. Imitó mis ronquidos y dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos, no creería que alguien pudiera dormirse tan rápido. Afir­mó que para él era un regocijo estar cerca de mí cada vez que yo debía hacer algo que mi razón no com­prendía. Hizo a un lado mi cuaderno de notas y dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio.

Seguí los pasos necesarios. El extraño barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía del chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis labios, o piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme. Sentí como un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi in­terior o venían contra mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de ser bombardeado con pesadas borlas de algodón. De pronto oí que una racha de viento abría una puerta y me hallé pensando de nue­va. Pensé haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos y estaba en mi cuarto. Los objetos sobre mi escritorio seguían como los dejé. La puerta estaba abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea de que debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo en las contraventanas que yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco. Era un ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité.

Don Juan me sacudía por los hombros. Excitada­mente, le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida que me hallaba temblando. Sentía que aca­baba de estar sentado a mi escritorio, en mi comple­ta forma corporal.

Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y dijo que yo era un genio para hacerme tonto. No parecía impresionado por lo que yo había hecho. Lo descartó de plano y me ordenó volver a empezar.

Oí entonces, nuevamente, el misterioso sonido. Me llegó, como don Juan había sugerido, bajo la guisa de una lluvia de centellas doradas. No sentí que fue­ran motas o copos pianos, como los había descrito, sino más bien burbujas esféricas. Flotaron hacia mí. Una de ellas se abrió revelándome una escena. Fue como si se hubiera detenido enfrente de mis ojos para mostrarme un objeto extraño. Parecía un hongo. Yo lo miraba, sin duda alguna, y lo que experimentaba no era un sueño. El objeto micoforme permaneció inalterable dentro de mi campo de «visión» y luego desapareció, como si hubieran apagado la luz que brillaba sobre él. Siguió una oscuridad interminable. Sentí un temblor, un sobresalto desquiciante, y abrup­tamente advertí que me sacudían. De inmediato mis sentidos empezaron a funcionar. Don Juan me agita­ba vigorosamente, y yo lo miraba. Debo haber abierto los ojos en ese momento.

Me roció agua en la cara. La frialdad del liquido era muy agradable. Tras una breve pausa, quiso saber qué había ocurrido.

Expuse cada detalle de mi visión.

—¿Pero qué vi? —pregunté.

—A tu amigo —replicó.

Reí y expliqué pacientemente que había «visto» una figura en forma de hongo. Aun careciendo de criterio para juzgar dimensiones, había tenido la sen­sación de que media unos treinta centímetros.

Don Juan recalcó que el sentir era todo lo que con­taba. Dijo que mis sensaciones eran la medida que evaluaba el estado de ser del sujeto que yo «veía».

—Por tu descripción y tus sensaciones, debo con­cluir que tu amigo ha de ser una magnífica persona —dijo.

Sus palabras me desconcertaron.

Dijo que la configuración micoforme era la forma esencial de los seres humanos cuando un brujo los «veía» desde lejos, pero cuando el brujo encaraba di­rectamente a la persona a quien estaba «viendo», la característica humana se mostraba como un conglo­merado oviforme de fibras luminosas.

—No estabas viendo cara a cara a tu amigo —di­jo—. Por eso apareció como un hongo.

—¿Por qué es así, don Juan?

—Nadie sabe. Ésa, sencillamente, es la forma en que los hombres aparecen en este tipo específico de ver.

Añadió que cada rasgo de la configuración micofor­me tenía un significado especial, pero que era imposible para un principiante interpretar con exactitud dicho significado.

Tuve entonces un recuerdo de gran interés. Algunos años antes, en un estado de realidad no ordinaria producido por la ingestión de plantas psicotrópicas, había experimentado o percibido, mientras miraba una corriente acuática, que un racimo de burbujas flotaba hacia mí, envolviéndome. Las burbujas doradas que acababa de contemplar flotaban y me envol­vían de la misma manera exacta. De hecho, yo podía decir que ambos conglomerados habían tenido la mis­ma estructura y la misma pauta.

Don Juan escuchó con indiferencia mis comen­tarios.

—No gastes tu poder en babosadas —dijo—. Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera.

Señaló hacia el chaparral con un movimiento de la mano.

Convertir en razonable esa cosa magnifica que está allá afuera no te sirve de nada. Aquí, alrededor de nosotros, está la eternidad misma. Esforzarse a re­ducirla a una tontería manejable es un acto despre­ciable y definitivamente desastroso.

Luego insistió en que yo tratara de «ver» a otra persona de mi gama de conocidos. Añadió que, una vez terminada la visión, debía procurar abrir los ojos por mí mismo y resurgir a la conciencia plena de mi entorno inmediato.

Logré fijar la visión de otra figura micoforme, pero mientras la primera había sido amarillenta y peque­ña, la segunda fue blancuzca, de mayor tamaño y con­trahecha.

Cuando hubimos terminado de hablar sobre las dos formas que yo había «visto», me había olvidado de la «polilla en el matorral», tan abrumadora un rato antes. Dije a don Juan que me asombraba tener tal facilidad para descartar algo tan verdaderamente ul­traterreno. Parecía que yo no fuese la misma persona que solfa ser.

—No veo por qué haces tanta alharaca —dijo don Juan—. Cada vez que el diálogo cesa, el mundo se desploma y salen a la superficie facetas extraordina­rias de nosotros mismos, como si nuestras palabras las hubieran tenido bajo guardia. Eres como eres por­que te dices a ti mismo que eres así.

Tras un corto descanso, don Juan me instó a se­guir «llamando» amigos. Dijo que el ejercicio consis­tía en tratar de «ver» todas las veces posibles, con el fin de establecer una gula o una pauta de diversos sentimientos.

Llamé treinta y dos personas en sucesión. Después de cada intento, don Juan exigía una versión cuida­dosa y detallada de todo lo percibido en mi visión. Sin embargo, cambió de procedimientos conforme adquirí mayor proficiencia en mi desempeño; profi­ciencia juzgada por el hecho de que detenía el diálogo interno en cuestión de segundos, de que podía abrir los ojos por mí mismo al finalizar cada experiencia, y de que reanudaba sin transición alguna actividades ordinarias. Noté ese cambio de procedimiento mien­tras discutíamos la coloración de las configuraciones.

Micoformes. Ya él había señalado que lo que yo lla­maba coloración no era un tinte sino un brillo de diferentes intensidades. Me hallaba a punto de referirme a un resplandor amarillento recién percibido cuando él me interrumpió para dar una descripción exacta de lo que yo había «visto». A partir de entonces, discutió el contenido de cada visión, no sólo como si comprendiese lo que yo decía, sino como si lo hubiera «visto» él mismo. Al pedirle yo un comentario al respecto, rehusó de plano hablar de ello.

Cuando terminé de llamar a las treinta y dos personas, había «visto» una variedad de figuras micoformes, y resplandores, y había experimentado hacia ellas una variedad de sentimientos, desde el suave de­leite hasta la repugnancia pura.

Don Juan explicó que la gente estaba llena de con­figuraciones que podían ser deseos, problemas, pesa­res, preocupaciones, o cosas por el estilo. Aseveró que sólo un brujo profundamente poderoso podía deva­nar el sentido de dichas configuraciones, y que yo debía contentarme con observar tan sólo la forma ge­neral de las personas.

Me hallaba muy cansado. Había algo sumamente fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho sentir atrapado y sin esperanza.

Don Juan me ordenó escribir para dispersar de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo inter­valo silencioso, durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él mismo escogería.

Emergió una nueva serie de figuras. No eran mico­formes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como el pie de las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas y apa­cibles. Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente de felicidad. Rebotaban, en oposición a la pesadez lastrada que el grupo anterior había exhibi­do. De algún modo, el mero hecho de que estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga.

Entre las personas elegidas por don Juan estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de Eligio, recibí una sacudida que me sacó de mi estado visio­nario. Eligio tenía una forma blanca y larga que res­pingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó que Eligio era un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado que alguien lo estaba «viendo».

Otra de las elecciones fue Pablito, aprendiz de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me produjo fue incluso mayor que en el caso de Eligio.

Don Juan rió tan fuerte que las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Por qué tiene esa gente formas distintas? —pre­gunté.

—Tienen más poder personal —repuso—. Como habrás notado, no están pegados al suelo.

—¿Qué les ha dado esa ligereza? ¿Nacieron así?

—Todos nacemos así de ligeros y livianos, pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta forma porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que tiene valor es que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y siete personas, y sólo falta una más para completar las cuarenta y ocho originales.

Recordé en ese momento que años antes me había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación, que el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca había explicado el motivo.

—¿Por qué cuarenta y ocho? —le pregunté de nuevo.

—Cuarenta y ocho es nuestro número —dijo—. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué. No malgastes tu poder en preguntas tontas.

Se puso en pie y estiró brazos y piernas. Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el cielo, hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando la boca a mi oído.

—La última persona que vas a llamar es Genaro, el verdadero chingón —susurró.

Sentí un empellón de curiosidad excitada. Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño sonido desde el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una de ellas, vi a don Ge­naro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano. Son­reía. Abrí apresuradamente los ojos y estaba a punto de hablarle a don Juan, pero antes de que pudiera pronunciar palabra mi cuerpo se puso rígido como una tabla; mi cabello se irguió y durante un largo momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Ge­naro estaba allí parado frente a mí. ¡En persona!

Me volví hacia don Juan; sonreía. Luego, ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír tam­bién. No podía. Me puse en pie.

Don Juan me dio una taza de agua. La bebí auto­máticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello, volvió a llenar mi taza.

Don Genaro se rascó la cabeza y ocultó una sonrisa.

—¿No vas a saludar a Genaro? —preguntó don Juan.

Requerí un enorme esfuerzo para organizar mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo. Don Genaro hizo una reverencia.

—Me llamaste, ¿verdad? —preguntó, sonriendo.

Murmurando, expresé mi asombro por haberlo hallado allí.

—Sí te llamó —interpuso don Juan.

—Bueno, pues aquí estoy —me dijo don Genaro— ¿en qué te puedo servir?

Poco a poco, mi mente pareció organizarse y final­mente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hi­cieron claras como el cristal y «supe» lo que en verdad había ocurrido. Deduje que don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír acercarse mi coche, se metió en el matorral y permaneció escondido hasta caer la noche. La evidénciate me parecía convincente. Don Juan, que sin duda había planeado todo el asun­to, me dio pistas de tiempo en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado, don Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos a la casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar mi temor. Luego esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido cada vez que don Juan se lo indicaba. La seña final de abandonar el refugio de las matas debió darse cuando mis ojos estaban cerrados, después de que don Juan me pidió «llamar» a don Genaro. Entonces don Ge­naro debió llegarse hasta la ramada para esperar que yo abriera los ojos y darme un susto final.

Las únicas incongruencias en mi esquema de ex­plicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas, que el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que al visualizar a don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen en una burbuja dorada. En mi visión llevaba exactamente las mismas ropas que en persona. Como yo no tenía ninguna manera lógica de explicar dichas incongruencias, asumí, como siempre he hecho en circunstancias similares, que la tensión emocional debía haber jugado un papel importante en determinar lo que yo «creí ver».

Eché a reír, en forma totalmente involuntaria, ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis deducciones. Ellos rieron a mandíbula batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa los delataba.

—Estaba usted escondido en las matas, ¿verdad? —pregunté a don Genaro.

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