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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Resurrección (10 page)

BOOK: Resurrección
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Fabel bajó la mirada hacia el paquete con forma humana.

—Ábranle la cara. Quiero asegurarme de que es Hauser.

Grueber apartó la cortina de ducha. Debajo, la cabeza y los hombros estaban cubiertos por plástico negro. Fabel hizo un gesto de impaciencia y Grueber cortó delicadamente la cinta de embalar y dejó al descubierto la cara y la cabeza. Hans-Joachim Hauser los miró con ojos vidriosos y el ceño fruncido. Fabel había supuesto que sufriría otro vuelco en el estómago, pero en realidad no sintió nada cuando contempló esa cosa que es taba allí. Y era eso: una cosa. Una efigie. Había algo en la forma en que le habían desfigurado la cabeza, en el hueso expuesto del cráneo del muerto, en la carne cerosa y sin sangre de la cara de Hauser, que le quitaba al cadáver toda su humanidad.

Fabel también había esperado experimentar alguna clase de reconocimiento. Hans-Joachim Hauser había estado muy implicado en el movimiento radical de los años setenta y ochenta. Había aparecido fotografiado junto a las luminarias adecuadas de la izquierda radical durante todos esos años —Daniel Cohn Bendit, Petra Kelly, Joschka Fischer, Bertholdt Müller-Voigt— pero, a pesar de todos sus esfuerzos, había permanecido suspendido entre el centro y los bordes de la atención de los medios. Fabel siempre pensaba en la forma en que la gente parecía atrapada en una época, en cómo a algunos les resultaba imposible avanzar. La imagen de Hauser que Fabel tenía archivada en su memoria era la de aquel joven delgado, casi femenino, con un pelo largo y tupido, que amonestaba al Senado de Hamburgo en la década de 1980. No había nada en la carne gris, cerosa y ligeramente hinchada de aquel rostro muerto que le diera un punto de referencia desde el que recuperar al Hans-Joachim Hauser de antes. Incluso trató de imaginar al cadáver con pelo. No sirvió de nada.

—Qué agradable —dijo Werner, como si tuviera mal sabor de boca—. Muy agradable. Una señora de la limpieza que se lleva cueros cabelludos. Supongo que no será una india americana, por casualidad.

—Arrancar el cuero cabelludo es una antigua tradición europea —dijo Fabel—. Nosotros ya nos dedicábamos a ello milenios antes que los nativos americanos. Ellos probablemente lo aprendieron de los colonos europeos.

Grueber apartó un poco más la cortina del cuerpo y dejó al descubierto el cuello de Hauser.

—Miren esto…

Había un tajo ancho y profundo que le atravesaba la garganta. Sus bordes eran limpios y regulares, casi quirúrgicos, y Fabel alcanzó a ver un estrato de gris marmolado y carne blanca debajo de la piel. No había nada de sangre en el corte; Kristina Dreyer había lavado el cuerpo y lo que Fabel veía tenía el aspecto de la muerte enjuagada que él relacionaba con los cadáveres de un depósito.

Fabel se volvió hacia Maria y Werner. Estaba a punto de de cir algo cuando se dio cuenta de que Maria contemplaba fijamente la cabeza mutilada y el cuello de Hauser. No era una mirada horrorizada, ni tampoco su habitual aspecto de una evaluación serena; era, más bien, una actitud perpleja e inexpresiva, como si lo que quedaba de Hans-Joachim Hauser la hubiera hipnotizado.

—¿Maria? —Fabel frunció el ceño en un gesto de interrogación. Maria se sobresaltó como si regresara de algún lugar lejano.

—Debe de haber sido muy afilada… —dijo débilmente—. Me refiero a la hoja. Para hacer un corte tan limpio, debe de haber sido filosa como una hoja de afeitar.

—Sí, es cierto —respondió Grueber, que seguía en cuclillas junto al cuerpo. Fabel notó que si bien la respuesta del forense tenía un tono profesional, había una insinuación de preocupación personal en su expresión cuando levantó la mirada hacia Maria—. Quizá fuera un bisturí, o incluso una navaja de afeitar.

Fabel se incorporó. Pensó en la mujer que tenían en custodia. En una cara que recordaba vagamente de más de una década antes.

—Esto es tan metódico… —dijo por fin. Se volvió hacia Werner—. ¿Estás segura de que a la sospechosa, Kristina Drever, la atraparon cuando estaba limpiando? Quiero decir, ¿sabemos con seguridad que ella es la que hizo todo esto?

—No hay ninguna duda —dijo Werner—. De hecho, los uniformados tuvieron que usar la fuerza. Ella se negaba a dejar de limpiar, incluso después de que ellos llegaran.

Fabel escudriñó el cuarto de baño una vez más. Relucía con la esterilidad y la frialdad de un quirófano.

—No tiene sentido —dijo por fin.

—¿Qué cosa? —preguntó Maria.

—¿Por qué tamaña mutilación? Arrancar el cuero cabelludo, un corte tan exagerado en la garganta. Todo parece tener algún significado… como si hubiera un mensaje oculto.

—Por lo general lo hay —dijo Grueber, que ya había incorporado su desgarbada contextura y estaba de pie junto a los tres detectives. Todos, reunidos en un semicírculo, dirigieron la mirada a la efigie de carne y hueso que antes había sido un ser humano. Cuando hablaron, era como si se dirigieran al cadáver, un mudo moderador a través del cual podían transmitir mejor sus pensamientos—. Y la cuestión central del rito de arrancar cueros cabelludos es llevárselos. No entiendo por qué la asesina que ustedes tienen en custodia le arrancaría el cuero cabelludo a su víctima y luego la pondría en una bolsa de residuos con la intención de tirarla a la basura.

—A eso me refería —dijo Fabel—. Todo esto apunta a al guna clase de mensaje. Alguna especie de enfermo simbolismo. Pero siempre se hace de manera que alguien pueda recibir ese mensaje. Casi nunca se hace específicamente para la víctima, quien por lo general ya está muerta antes de la mutilación.

Maria asintió.

—¿Entonces por qué la cagaría así? ¿Para qué haría todo eso y luego se tomaría tantos esfuerzos para limpiar la escena del crimen y ocultar el cuerpo? ¿Y por qué tiraría el trofeo a la basura?

—Exactamente. Quiero que volvamos al Polizeipräsidium. Necesito hablar con Kristina Dreyer. Esto no encaja.

Justo en ese momento uno de los técnicos forenses llamó a Grueber. Fabel, Maria y Werner se reunieron detrás de Grueber cuando éste volvió a ponerse en cuclillas para examinar el área señalada por el técnico, en la juntura entre la pared azulejada de la bañera y el suelo. Fuera lo que fuese, Fabel no alcanzó a verlo.

—¿Qué estamos mirando?

El técnico cogió un par de pinzas quirúrgicas, sacó algo y lo levantó. Era un pelo.

—No lo entiendo —dijo el técnico—. Ya había verificado toda esta zona y había pasado esto por alto.

—No te preocupes. Es fácil no darse cuenta —dijo Grueber—. Yo estuve aquí antes y tampoco lo vi. Lo importante es que lo has encontrado.

Fabel se esforzó para ver el pelo.

—Me sorprende que lo haya descubierto, en cualquier caso.

Grueber cogió las pinzas que tenía el técnico y sostuvo el pelo bajo la luz. Sacó una lupa de su estuche y observó el pelo como un joyero evaluando un diamante caro.

—Qué extraño…

—¿El qué? —preguntó Fabel.

—Este pelo es rojo. Rojo natural, no teñido como el del cuero cabelludo. De todas maneras, es demasiado largo como para pertenecer a la víctima. ¿La sospechosa es pelirroja?

—No —respondió Fabel, mientras Maria y Werner intercambiaban una mirada. Habían sacado a Kristina Dreyer de la escena antes de que Fabel llegara.

15.15 h, PolizeiprÄsidium, Alsterdorf, Hamburgo

Cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, la expresión de Kristina Dreyer fue casi de alivio. Estaba sentada, pequeña y desamparada, vestida con un mono blanco forense que le habían dado cuando le quitaron su propia ropa para analizarla, el cual le quedaba demasiado grande.

—Hola, Kristina —dijo Fabel, y acercó una silla a Werner y Maria. Al mismo tiempo, le entregó un expediente a Werner.

—Hola, Herr Fabel. —Las lágrimas se acumularon en los apagados ojos azules de Kristina y una escapó a través de la rugosa superficie del pómulo. Había una tensa vibración en su voz—. Esperaba que fuera usted. He vuelto a estropearlo todo, Herr Fabel. Todo se ha vuelto… desquiciado… otra vez.

—¿Por qué lo hizo, Kristina? —preguntó Fabel.

—Tenía que hacerlo. Tenía que aclararlo todo. No podía permitir que volviera a ganar.

—¿Permitir que volviera a ganar qué cosa? —preguntó Maria.

—La locura. El desorden… toda esa sangre.

Werner, que había estado hojeando el expediente, lo cerró y se reclinó en la silla con una expresión que daba a entender que todas las piezas habían caído en su sitio.

—Lo lamento, Kristina —dijo—. No había reconocido su nombre. Ya hemos estado aquí antes, ¿verdad?

Kristina miró a Fabel con ojos de horror y de súplica. Fabel notó que al mismo tiempo ella comenzaba a temblar, y que su respiración se tornaba difícil y agitada. Fabel había visto sospe chosos asustados antes, pero había algo pavoroso en el terror que pareció sobrecoger de pronto a Kristina, y una alarma sonó en la mente de Fabel.

—¿Se encuentra bien, Kristina? —preguntó. Ella asintió con un gesto.

—Esto no es lo mismo. Esto no es lo mismo de ninguna manera… —le dijo ella a Werner—. La última vez…

Su voz vaciló y Fabel se dio cuenta de que el temblor se había convertido en un pronunciado estremecimiento.

—¿Está segura de que se siente bien? —volvió a preguntar.

Todo ocurrió tan rápido que Fabel no tuvo tiempo de reaccionar. La respiración de Kristina adoptó un enfático y acuciante estridor; su cara se ruborizó con un tono rojo subido y acuciante y luego perdió todo color. Se levantó a medias de la silla y se aferró a los bordes de la mesa con una presión tal que los nudillos, enrojecidos por el detergente, se le pusieron blancos y amarillentos. Cada inhalación se convertía en un prolongado espasmo que le sacudía todo el cuerpo; sin embargo, las exhalaciones parecían cortas y superficiales. Semejaba una persona atrapada en un vacío, absorbiendo desesperadamente aire para llenar unos pulmones que lo pedían a gritos. Se tambaleó hacia delante, plegándose sobre la cintura, su cabeza cayó con fuerza contra la mesa y luego, como si tirara de ella una cuerda invisible, se sacudió hacia la derecha y se desplomó de costado. Fabel se abalanzó sobre ella para atraparla.

Maria se movió tan rápido que Fabel ni se dio cuenta de que ella había empujado su propia silla contra el suelo. De manera intempestiva, hizo a un lado a Fabel con el hombro, agarró a Kristina con fuerza de los antebrazos y la ayudó a sentarse en el suelo. Luego abrió la cremallera del mono de Kristina a la al tura del cuello.

—Una bolsa… —les ladró Maria a Fabel y Werner, quienes la miraron sin entender—. Traedme una bolsa. Una bolsa de papel, de plástico… cualquier cosa.

Werner salió corriendo de la sala. Fabel se arrodilló junto a Maria, quien cogió la cara de Kristina entre las manos y la miró a los ojos.

—Escúcheme, Kristina, va a ponerse bien. Está sufriendo un ataque de pánico. Trate de controlar la respiración. —Maria se volvió hacia Fabel—. Está en un estado de pánico extremo y manda demasiado oxígeno al torrente sanguíneo… Llama a un médico.

Werner irrumpió en la sala con una bolsa marrón de papel. Maria la colocó sobre la nariz y la boca de Kristina y la apretó con fuerza. Cada jadeo hacía que la bolsa se arrugara sobre sí misma. Por fin, la respiración de Kristina retomó algo parecido a un ritmo normal. Dos enfermeros entraron en la sala de interro gatorios. Maria se puso de pie y se apartó para dejarlos trabajar.

—Va a recuperarse —dijo—. Pero creo que será mejor que la doctora Eckhardt lleve a cabo su evaluación antes de que vol vamos a interrogarla.

—Muy impresionante —dijo Werner—. ¿Cómo supiste lo que había que hacer?

Maria se encogió de hombros, sin sonreír.

—Primeros auxilios básicos.

Pero, por segunda vez en el día, había algo en el lenguaje corporal de Maria que le dio a Fabel una vaga sensación de intranquilidad.

Fabel, Maria y Werner estaban sentados en la cafetería del Präsidium, tomando café en una mesa cerca del amplio ventanal desde el que podían ver las Bereitschaftpolizeikaserne, las barracas de la brigada antidisturbios que se encontraban al otro lado del aparcamiento.

—¿De modo que había sido un caso tuyo? —preguntó Werner.

—Uno de los primeros que tuve en la Mordkommission —dijo Fabel—. El caso de Ernst Rauhe. Era un sádico sexual muy peligroso… un violador y asesino en serie que se cargó a seis víctimas en los años ochenta antes de que lo atraparan. Se sentenció que era un psicópata y lo internaron en el pabellón de alta seguridad del hospital Krankenhaus Ochsenzoll. Él llevaba allí varios años cuando yo entré en la brigada.

—¿Se escapó? —preguntó Maria.

—Desde luego… —fue Werner quien contestó—. Yo llevaba uniforme en aquella época y participé en la cacería… Una dura caminata en zona pantanosa en busca de un lunático. El tipo recibió ayuda del interior.

—¿Kristina?

—Sí. —Fabel contempló su café y trazó un remolino en su superficie con una cuchara, como si estuviera revolviendo sus propios recuerdos en la taza—. Era enfermera en el hospital. Ernst Rauhe no era particularmente inteligente pero sí un manipulador consumado. Y como habréis notado, Kristina no posee la más resistente de las personalidades. Rauhe la convenció de que ella era el amor de su vida, su salvación. La conquistó totalmente y le hizo creer más allá de toda duda que él era inocente de todas las acusaciones que le habían hecho, pero, desde luego, debido a que lo habían internado en un hospital psiquiátrico, jamás lo tomarían en serio si intentaba probarlo. O, al menos, eso fue lo que le dijo. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de café—. Más tarde se averiguó que Kristina había querido hacer una campaña para que lo dejaran en libertad, pero él la había convencido de que sería inútil y que ella debía ocultar al mundo su apoyo, hasta que pudieran usarlo de una manera más ventajosa.

—Es decir, para ayudarlo a escapar —dijo Werner—. Por lo que recuerdo, no sólo lo ayudó a escapar sino que lo ocultó en su propio apartamento.

—Oh, Dios… —dijo Maria—. ¡Ya me acuerdo!

Fabel asintió.

—Como dijo Werner, casi todas las divisiones de policías uniformados y detectives de Hamburgo y cercanías, Niedersachen y Schleswig-Holstein, participaron de la búsqueda. Nadie consideró que podría haber tenido ayuda de dentro ni que había salido en coche, con toda comodidad, del pabellón de alta seguridad. Durante casi dos años revisaron meticulosamente cada granero, cada edificación anexa y cada albergue de vagabundos. Pasó más de un mes hasta que el hospital se comunicó con la policía. Estaban muy preocupados por una de sus enfermeras, que había perdido peso y que se presentaba a trabajar llena de magulladuras. Más tarde se había ausentado durante varios días sin dar ningún tipo de aviso o contacto. Fue entonces cuando en el hospital averiguaron que, aunque limitado, ella había tenido algún contacto con Rauhe. Además de la pérdida de peso y los golpes, sus colegas informaron de que el comportamiento de aquella enfermera se había vuelto cada vez más extraño y reservado en las semanas anteriores a su desaparición.

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