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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Roma Invicta (8 page)

BOOK: Roma Invicta
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Tras poner en fuga a los zapadores que cavaban las trincheras, los lusitanos cargaron contra las legiones de Serviliano y las derrotaron. Los romanos se retiraron a toda prisa y quedaron encerrados en un valle rodeado de barrancos: unas nuevas Horcas Caudinas, pero en Hispania.

Para salvar a su ejército, a Serviliano no le quedó más remedio que rendirse. Por suerte para él, las condiciones que le impuso Viriato eran sumamente moderadas. Sin tener que pasar bajo el yugo, los romanos debían retirarse de Lusitania, reconocer a Viriato como amigo y aliado del pueblo romano y permitir que los lusitanos conservaran sus tierras.
[3]

Lo más sorprendente es que la asamblea aprobó este pacto, cuando los romanos no tenían por costumbre reconocer la derrota ni aceptar las condiciones del enemigo. Pero la situación en Roma era complicada y casi nadie quería servir en esta fatigosa guerra que tan pocos frutos estaba rindiendo.

Aquel podría haber sido el final del conflicto, al menos por unos años. Pero el nuevo gobernador de Hispania Ulterior, Quinto Servilio Cepión, no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Observemos la curiosa secuencia de generales que lidiaron contra Viriato: primero Máximo Emiliano, hijo biológico de Paulo Emilio y adoptado por los Fabios. Después, Máximo Serviliano, hijo biológico de Cneo Servilio Cepión, también adoptado por los Fabios y por tanto hermano legal de Máximo Emiliano, pero sin ningún parentesco de sangre. Y por último, Quinto Servilio Cepión, que se había quedado tranquilamente en su familia y era hermano biológico de Máximo Serviliano. ¡Organizar una fiesta familiar entre la élite romana era harto complicado!

Para continuar con la guerra, Servilio Cepión necesitaba un
casus belli
, así que escribió al senado para quejarse de que el tratado de su hermano natural era indigno del pueblo romano. El senado le autorizó a provocar a Viriato siempre que lo mantuviera en secreto. Es de suponer que se obró así para que no se enterase la asamblea y ningún tribuno de la plebe soliviantara al pueblo, ya que últimamente los tribunos, que durante mucho tiempo habían estado casi domesticados por el senado, actuaban con bastante independencia (véase en el siguiente apartado lo que ocurrió con Lúculo).

Este Servilio Cepión no era hombre que gozara de buena reputación ni siquiera entre sus hombres. Se portaba de forma grosera y antipática con todos, pero en particular con los soldados de caballería. Estos, por las noches, hacían chistes a su costa junto a las hogueras y los propalaban por el campamento, y cuanto peor le sentaban a Cepión más se burlaban de él.

El general quería cortar por lo sano con aquellas bromas. Como no podía señalar a ningún culpable concreto, decidió castigar a todo el cuerpo. Para ello envió a sus seiscientos jinetes a recoger leña al mismo monte donde se levantaba el campamento de Viriato. Los tribunos de Cepión le pidieron que revocase su orden. Corrían el riesgo de quedarse sin caballería, algo que era una auténtica temeridad, pero él se mostró intransigente.

Los jinetes no estaban dispuestos a rebajarse a pedir disculpas, así que salieron del campamento acompañados por más tropas de caballería aliada y algunos voluntarios. Tras cortar la leña, regresaron sanos y salvos, la amontonaron alrededor de la tienda de Cepión y le prendieron fuego. El general solo se salvó porque salió corriendo a tiempo de no perecer abrasado.

Finalmente, a fuerza de provocaciones, Cepión consiguió que se declarara la guerra abiertamente en el año 140. Una vez rotas las hostilidades, expulsó a Viriato de la ciudad de Arsa, lo persiguió por la Carpetania con un ejército muy superior al suyo y lo acabó expulsando del territorio de la provincia Ulterior.

En la campaña siguiente, Viriato intentó entablar negociaciones con Cepión, a quien le habían prorrogado el mando como procónsul. Para las conversaciones, el lusitano envió a tres hombres que creía de su máxima confianza y que, para su desgracia, resultaron no serlo. Los tres individuos, llamados Audax, Ditalco y Minuro, aceptaron el soborno de Cepión para asesinar a su caudillo.

Al regresar a su campamento, entraron en la tienda de Viriato aprovechando que como amigos tenían acceso a él a todas horas. El jefe lusitano, que dormía solo a saltos, estaba dando una cabezada con la armadura puesta. Los conjurados le clavaron un puñal en el cuello, uno de los pocos puntos vitales que no protegía su blindaje, y huyeron a toda prisa antes de ser descubiertos.

Cuando llegaron ante Cepión y le pidieron el resto de la recompensa, el procónsul contestó con el mayor cinismo que se contentaran con lo que tenían y que si querían más viajaran a Roma a pedírselo al senado. La frase «Roma no paga a traidores» parece ser una invención posterior.

La muerte de Viriato lo convirtió en una leyenda. Pero dicha leyenda no sirvió para fortalecer la causa lusitana. Sin un líder tan carismático como él, fueron derrotados por Cepión en una batalla junto al Guadalquivir. Su nuevo jefe, Tántalo, llegó a un acuerdo con el procónsul y se rindió a cambio de que Roma les proporcionara tierras. Poco a poco, Lusitania cayó en poder de los romanos, que se atrevieron a internarse incluso más allá: en el año 138, Décimo Junio Bruto cruzó el Duero con sus legiones y se internó por primera vez en tierras gallegas, lo que le valió el sobrenombre de Galaico.

Numancia

E
l otro conflicto de aquellos años estalló en el 153, en la zona de Celtiberia. Mientras que los lusitanos eran más atrasados y seminómadas, los celtíberos se estaban desarrollando económica y socialmente y vivían en ciudades cada vez más grandes. Una de sus tribus, la de los belos, decidió ampliar el perímetro de Segeda, su ciudad principal, para alojar dentro al pueblo vecino de los titios (no está muy claro si por las buenas o por las malas). Unir varias aldeas para crear una entidad política mayor era una práctica que en el pasado había dado lugar a ciudades estado como Esparta o la misma Roma, y que en griego recibía el nombre de
synoikismós
o sinecismo: una muestra de que los celtíberos empezaban a recorrer el mismo sendero que ya habían transitado griegos y romanos.

Pero los acuerdos firmados entre las tribus celtíberas y Graco prohibían expresamente formar grandes alianzas o crear nuevas ciudades que pudieran convertirse en una amenaza para las provincias romanas. Al menos, eso dijo el senado, que ordenó a los belos que cesaran las obras. Cuando se negaron, Roma les declaró la guerra.

El senado se tomó tan en serio al rival que en lugar de un pretor se mandó a uno de los cónsules del año, Fulvio Nobilior, con un poderoso ejército de unos treinta mil hombres. Aquella guerra tuvo una primera consecuencia cuyo alcance quizá no sospechaban ni los propios romanos, pues no podían imaginar todavía que algún día su calendario llegaría a ser universal.

Hasta entonces, los cónsules tomaban posesión de su cargo el 15 de marzo. A continuación, reclutaban a sus legiones, las equipaban, las adiestraban y las enviaban allí donde eran necesarias. El problema era que cada vez combatían en escenarios más alejados. Cuando las tropas querían llegar a su destino prácticamente se les acababa el verano; y hay que tener en cuenta que los inviernos de la Meseta, sobre todo en su parte norte, no eran los de Grecia.

La solución fue adelantar el inicio del curso oficial al 1 de enero, mes dedicado al dios Jano, que desde entonces pasó a ser el primero del año. Sin embargo, los romanos, tan tradicionalistas como siempre, mantuvieron los nombres de septiembre, octubre, noviembre y diciembre, aunque ahora se habían convertido en los meses noveno, décimo, undécimo y duodécimo.

Aquella anticipación sorprendió a los propios segedanos, que, sin haber terminado las murallas, vieron cómo un ejército consular marchaba contra ellos. Los belos abandonaron su ciudad y se dirigieron al territorio de otra tribu celtibérica, los arévacos, cuya capital era Numancia.

El cónsul Nobilior, persiguiendo a los segedanos, invadió las tierras de los arévacos. Pero numantinos y segedanos unidos le tendieron una emboscada en la que dieron muerte a seis mil de sus hombres. Solo le salvó del desastre que los celtíberos se lanzaron en su persecución de una manera tan imprudente que, cuando intentaron saquear el convoy de la impedimenta, la caballería cayó sobre ellos y les infligió numerosas bajas.

Nobilior no se arredró por la derrota y plantó su campamento a unos cuatro kilómetros de Numancia. Allí recibió trescientos jinetes y diez elefantes que le mandó el rey númida Masinisa. (Hablando de Viriato he mencionado al hijo del monarca africano, Micipsa: cuando mandó refuerzos a Serviliano para su lucha contra los lusitanos, en el año 142, su padre ya había muerto y él era rey).

Precisamente esos elefantes fueron su perdición. Nobilior lanzó un asalto contra las murallas, y en plena batalla una enorme piedra cayó sobre la cabeza de uno de sus paquidermos. El animal enloqueció de dolor y empezó a aplastar a todo el mundo a su paso, amigos y enemigos por igual. Contagiados por sus atronadores barritos, los demás elefantes corrieron en estampida y sembraron el caos entre las filas romanas. Los romanos se dieron a la fuga y los numantinos aprovecharon para hacer una impetuosa salida en la que dieron muerte a cuatro mil hombres y tres paquidermos. (Apiano aprovecha esta ocasión para comentar que hay quienes llaman a los elefantes «el enemigo común» por su comportamiento imprevisible).

Sin haber conseguido nada positivo, el cónsul le entregó el mando a Claudio Marcelo, nieto del general que había conseguido los
spolia opima
por matar al caudillo galo Viridomaro poco antes de la Segunda Guerra Púnica. En lugar de atacar directamente Numancia, Marcelo tomó otras poblaciones menores para obligar a los belos y a los arévacos a negociar. Cuando les ofreció unas condiciones moderadas —no sin antes arrancarles una indemnización de seiscientos talentos—, en el senado se le acusó de blando, pues era una época en que la dureza se había convertido en la norma en política exterior.

A Marcelo no le quedó más remedio que proseguir la campaña, de modo que se dirigió a Numancia y cercó a sus habitantes. Los numantinos, junto con otras tribus, se vieron obligados a mandar una legación a Roma para discutir la paz. Aunque las cláusulas se estaban discutiendo, el senado decidió en cualquier caso que uno de los nuevos cónsules del año 151, Lucio Licinio Lúculo, viajara a Hispania con su ejército.

Pero su empresa se vio rodeada de dificultades diversas. Fulvio Nobilior y sus allegados habían vuelto a Roma explicando cosas sobre aquella guerra que sembraban el miedo en los posibles voluntarios: los celtíberos eran guerreros muy feroces, allí se combatía constantemente —nada de librar una o dos batallas decisivas en una campaña, como se hacía en Grecia— y los legionarios caían como moscas.

Cuando llegó el día del alistamiento, se presentaron muy pocos ciudadanos en el Campo de Marte. Lúculo y el otro cónsul, Postumio Albino, se empeñaron en reclutar a todos los hombres disponibles sin admitir exenciones para nadie. Muchos protestaron y pidieron
auxilium
a los tribunos de la plebe.

Estos magistrados habían aparecido precisamente para proteger a los plebeyos de los abusos de los poderosos. Con el tiempo, la distinción entre plebeyos y patricios se había difuminado, superada por la aparición de una nueva élite, la
nobilitas
, que dominaba el senado. Esta élite había absorbido prácticamente a los tribunos, convirtiendo su cargo en un escalón más del
cursus honorum
, otra manera distinta de ascender en la política. Por eso, para evitar enfrentamientos contra la clase a la que ellos mismos pertenecían, los tribunos habían suavizado mucho su agresividad contra las actuaciones del senado y de los magistrados superiores.

Ahora, sin embargo, la guerra de Hispania estaba provocando tal tensión entre los ciudadanos que debían acudir a filas que varios tribunos actuaron y ordenaron a los cónsules que, en lugar de reclutar a la fuerza, lo hicieran por sorteo. (Al parecer, en los últimos años a muchos ciudadanos les tocaba servir una y otra vez en las legiones, ya que los generales preferían a quienes ya tenían experiencia de combate). Cuando tanto Lúculo como Postumio se negaron, los tribunos los hicieron arrestar y los tuvieron encarcelados hasta que finalmente accedieron a sus demandas.

Lúculo sufrió problemas asimismo para encontrar tribunos militares y legados. Era la primera vez que sucedía algo así: siempre había más voluntarios que vacantes disponibles. Para espolear a otros senadores con su ejemplo, Escipión Emiliano, que entonces tenía treinta y tres años, declaró que, aunque se reclamaba su presencia en Macedonia, un lugar mucho más seguro, estaba dispuesto a arrostrar cualquier peligro por la patria y a acompañar a Lúculo en el puesto que este quisiera. Aquello animó a los demás y por fin las vacantes se cubrieron. La anécdota la transmite Polibio (35.4), siempre dispuesto a ensalzar a su amigo Escipión, pero revela el pavor que despertaba la campaña de Hispania.

Cuando Lúculo llegó al territorio celtíbero con su ejército, se encontró con que los numantinos habían firmado la paz con Marcelo. Después de haber viajado hasta allí, Lúculo no se iba a resignar a acantonar sin más a sus tropas, máxime cuando para alcanzar el cargo de cónsul había contraído grandes deudas que solo podía pagar obteniendo botín. Olvidándose de Numancia, decidió atacar a los vacceos, vecinos de los arévacos, sin que se hubiera declarado ninguna guerra contra ellos. En primer lugar, se dirigió contra Cauca (Coca, en Segovia). Cuando los lugareños se rindieron, el cónsul hizo entrar a sus tropas en la ciudad y les ordenó saquearla y matar a todos los varones en edad de combatir, algo que no contribuyó precisamente al buen crédito de Roma en la zona.

A continuación, atacó Intercacia, que algunos autores sitúan en las inmediaciones de Villalpando, en Zamora. En aquel asedio lo más destacado fue la actuación personal de Escipión Emiliano. En una pausa entre combates, un guerrero celtíbero de aspecto formidable cabalgó hacia las líneas romanas retando a batirse en duelo singular a quien quisiera. Escipión, pese a no ser hombre de gran estatura, se ofreció a luchar contra él. Estuvo a punto de perder la vida cuando el celtíbero hirió a su caballo, pero consiguió caer de pie, continuó la lucha y acabó derrotando a su adversario. En ese mismo asedio, fue el primero en escalar al asalto de la muralla, otra acción igualmente arriesgada.

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