Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (23 page)

BOOK: Seven
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Podía ser un maldito sabelotodo, pero no tenía a Tracy.

Sólo él, David Mills, tenía a Tracy…

Mills no tardó en quedarse dormido, abrazado con fuerza a su mujer.

El primer timbrazo del teléfono lo golpeó como un martillo gigantesco. Mills se incorporó con el corazón desbocado.

Desde los pies de la cama, Mojo ladró y Lucky gruñó.

Tracy tenía las uñas clavadas en el antebrazo de Mills.

—¡David! ¿Qué pasa?

Mills alargó el brazo y descolgó el auricular antes de que volviera a sonar.

—¿Diga?

—Lo he vuelto a hacer.

La sangre se le heló en las venas.

Se sentía sucio por el mero hecho de sostener el auricular junto al oído. Conocía aquella voz estridente. Pertenecía a John Doe. tDe dónde coño había sacado su número?

Mills se volvió hacia Tracy. El corazón seguía latiéndole con violencia.

—¿Doe? ¡Doe! ¿Sigue ahí? ¡Hábleme!

—No, no soy Doe, soy yo —dijo Somerset desde el otro extremo de la línea—. Era una grabación.

—Pero ¿qué cojones le pasa, Somerset? —gritó Mills enfurecido antes de mirar el despertador que se hallaba sobre la mesita de Tracy: las 4:38.

—Hace unos veinte minutos he recibido una llamada del agente que está de guardia en el piso de Doe. Doe ha llamado a su propio teléfono y ha dejado ese mensaje. Habíamos intervenido su teléfono por si acaso.

Mills retiró las sábanas y se sujetó la cabeza. Estaba hecho una piltrafa; demasiada cerveza y demasiadas pocas horas de sueño.

—¿Es lo único que ha dicho?

—Sí. Y además hemos encontrado otro cadáver. Orgullo.

—Oh, mierda…

Tracy se había incorporado sobre los codos. Parecía inquieta y angustiada.

—Mire, Mills, usted quiere librar la batalla, así que voy a librarla con usted. Muévase y venga de inmediato.

—Eh, oiga, no hace falta que me haga ningún favor, Som…

—Basin Avenue, mil setecientos, apartamento 5G.

—Un momento…

Pero Somerset ya había colgado.

—David —dijo Tracy—, ¿qué es lo que pasa?

Su voz tenía un matiz aterrado.

Mills se dirigió cojeando al cuarto de baño.

—Ojalá lo supiera —masculló—. Ojalá lo supiera.

Cuando Mills llegó al apartamento 5G, de Basin Avenue,1.700, los de la oficina del forense ya habían puesto manos a la obra y se encontró con un hombre que caminaba a gatas sobre la moqueta azul turquesa que cubría todo el salón en busca de cabellos y fibras.

Una especialista se hallaba en el cuarto de baño e inspeccionaba el contenido del botiquín. Mills advirtió que en la bañera había unos cinco centímetros de agua de un matiz rosado, seguramente debido a la sangre.

La encantadora Smudge estaba en la cocina y buscaba huellas en el soporte de los cuchillos.

—Buenos días —la saludó Mills.

—Que le den por culo —replicó la mujer sin levantar la vista.

—¿Dónde está Somerset?

—Que le den…

—No importa. Ya lo encontraré.

Una forma genial de empezar el día, pensó.

Recorrió un pasillo corto y encontró a Somerset en el dormitorio. El doctor O'Neill, el médico forense, se encontraba con él. La estancia estaba decorada como un corazón de San Valentín, todo en rosa y rojo, rematado con encajes.

Lo primero que vio Mills fueron las palabras garabateadas con lápiz de labios escarlata sobre la pared de color rosa intenso contra la que se apoyaba la cama: ORGULLO… y debajo, en letra más pequeña, Yo no la he matado. Ha sido su propia elección.

El cadáver aparecía sentado en la cama, con un cobertor estampado de flores doblado justo debajo de sus pechos.

Vestía una bata blanca de encaje. El rostro estaba vendado de cualquier manera con gasa y esparadrapo, y unos orificios mal cortados dejaban al descubierto los ojos y la boca.

En el centro del rostro se apreciaban manchas de sangre. La cama estaba cubierta por docenas de animales de peluche.

La mujer sostenía un unicornio blanco sobre el regazo.

Mills lo cogió y lo inspeccionó antes de volver a dejarlo en su lugar.

Los brazos de la víctima sobresalían del cobertor. En la mano derecha sostenía un teléfono inalámbrico; en la izquierda, un frasco de medicamentos de plástico marrón.

Dos píldoras rojas habían caído sobre el cobertor.

—Somníferos —explicó Somerset—. Tiene el frasco pegado a la mano. Y el teléfono también. Por lo visto, ha utilizado Super Glue.

El doctor O'Neill se inclinó sobre el cadáver provisto de un par de tijeras quirúrgicas y empezó a cortar con cuidado los vendajes que envolvían la cabeza. Mills se quedó mirando fijamente la cara enmascarada. El corazón le latió con fuerza; temía lo que iba a ver.

Somerset le propinó una palmadita en el hombro.

—He encontrado esto en su bolso.

Mostró a Mills el carné de conducir de la mujer. La fotografía era impresionante: cabello negro y largo, preciosos ojos de color zafiro. Se llamaba Linda Abernathy, de veintiocho años. Tenía aspecto de modelo.

El médico estaba retirando la gasa. Mills hizo una mueca incluso antes de mirar. Se le revolvió el estómago. La nariz de la mujer había desaparecido; trozos de hueso sobresalían por entre el tejido amputado. Mills tuvo que apartar la vista.

—La ha mutilado y luego ha cubierto las heridas —comentó Somerset antes de levantar la mano con el teléfono pegado a ella—. Llama para pedir ayuda y sobrevivirás, debió de decirle. Pero quedarás desfigurada. —Señaló la mano que sostenía el frasco de píldoras—. O si no tienes la opción de acabar con todo.

El doctor O'Neill le levantó la cabeza y retiró el resto de la gasa.

—Le ha cortado la nariz…

—Para destrozarle la cara —terminó Somerset.

—Y no hace mucho que lo ha hecho —agregó el médico—. La sangre de la herida no parece demasiado coagulada.

Mills volvió a mirar aquel rostro, lo cual fue un error.

Los ojos de la mujer parecían estar vivos. Abandonó la habitación a toda prisa, atravesó el salón y salió al rellano.

Necesitaba un poco de aire fresco.

Veinte minutos más tarde, Mills y Somerset volvían a la comisaría en el coche de Mills. El tráfico en el centro era densísimo. Hora punta. Mills estaba nervioso, pero no sólo a causa del tráfico. Había visto cientos de cadáveres a lo largo de su carrera, pero jamás se había mareado, ni siquiera cuando no era más que un novato. Sin embargo, aquel cadáver había sido demasiado para él. Y lo peor era que le había sucedido en presencia de Somerset.

Miró al teniente, que estaba inmerso en sus pensamientos y fumaba un cigarrillo mientras miraba por la ventanilla. Por lo visto, el rostro de Linda Abernathy no le había afectado.

Por supuesto, Somerset era un tipo que había aprendido a que las cosas no le afectaran, pensó Mills. Era el tipo duro que vivía en la ciudad. Nada le afectaba, porque él no lo permitía.

Mills golpeteó el volante con ademán impaciente. El semáforo acababa de ponerse otra vez en rojo. Ya era la tercera vez, y apenas habían avanzado. El coche que le seguía estaba apretando el acelerador. Mills miró por el retrovisor exterior. Era un taxista que hacía el gilipollas. Volvió a mirar a Somerset, que seguía fumando con toda tranquilidad como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—¿Es que lo que hemos visto no le ha afectado? —no se resistió a preguntarle.

Somerset se limitó a asentir con un gesto sin dejar de mirar por la ventanilla.

—¿Qué está haciendo? ¿Meditar? ¡Por el amor de Dios diga algo! Yo no sé usted, pero yo estoy muy cabreado.

Esto tiene que acabar. Voy a atrapar a Doe. No me importa de qué modo, pero lo cogeré.

Somerset dio otra larga calada al cigarrillo. No parecía estar escuchando.

—He decidido quedarme hasta que esto termine. Hasta que termine o hasta que sea evidente que nunca va a acabar.

—Ah, pues muy bien —replicó Mills lanzándole una mirada asesina—. ¿Lo hace por mí? ¿Cree que no puedo arreglármelas solo?

Somerset lo miró de soslayo.

—Una de dos: o cogemos a John Doe, o bien completa su serie de siete y el caso sigue abierto durante años.

—¿Y eso qué tiene que ver con usted y su jubilación?

¿Cree que me hace un gran favor quedándose? Ya le dije anoche que no es así.

El semáforo volvió a ponerse en rojo. A lo sumo habían avanzado el espacio de un coche, y la comisaría se hallaba a la vuelta de la esquina. Mills miró por el retrovisor. Tenía el taxi amarillo pegado al culo, con el motor revolucionado como si eso fuera a arreglar las cosas.

—Le estoy pidiendo que me deje seguir siendo su compañero durante unos días más —dijo Somerset—. Sería usted quien me haría un favor.

Mills se echó a reír, a pesar suyo.

—¿Y qué voy a decirle? ¿Que no?

—Podría hacerlo.

—Ya, claro.

Mills estaba harto del tráfico. Introdujo la mano debajo del asiento, sacó la luz policial y la colocó sobre el salpicadero. Activó la sirena y encendió la luz antes de acercarse más al coche que iba delante.

—En cuanto esto acabe me voy —prosiguió Somerset.

—Qué sorpresa. No ve el momento de largarse de una puta vez. ¿Por qué no lo hace ya?

—No puedo dejar esto a medias… No puedo dejar cabos sueltos.

—Ya, claro.

Mills giró a la derecha con brusquedad y se situó detrás de un autobús que aguardaba en una parada. Activó el aullido urgente de la sirena para azuzar al autobús y lograr que atravesara el cruce en cuanto el semáforo se pusiera en verde. Si el autobús conseguía pasar, Mills podría seguirle de cerca y doblar la esquina. Mantuvo la sirena activada, y el conductor del autobús siguió su indicación y cruzó justo antes de que el semáforo cambiara. Las bocinas sonaron con furia cuando el vehículo bloqueó el tráfico, pero a Mills le quedó espacio suficiente para doblar la esquina. El taxista pelmazo siguió pegado a él y también dobló la esquina.

Habia varios coches patrulla aparcados en semibatería en la calle delante de la comisaría. Mills encontró un hueco y aparcó. El taxista siguió hasta la puerta principal del edificio y se detuvo. Del coche se apeó un tipejo insignificante con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Los enojados conductores de los coches que seguían al taxi tocaron el claxon y profirieron insultos, pero Mills no les prestó atención.

Somerset y Mills salieron del coche y subieron la escalinata que conducía a la entrada principal de la comisaría. Mills empujó la puerta y entró en primer lugar. El lugar estaba repleto de agentes uniformados y de paisano que iniciaban el turno de día. Mills se acercó de inmediato al sargento de guardia que se encontraba de pie junto a la mesa grande y destartalada que había junto a la puerta.

—Mills y Somerset entran en la comisaría —le anunció al sargento.

—Pues qué bien —masculló éste.

California estaba detrás de la mesa, junto al sargento, y clasificaba un puñado de mensajes. Separó unos cuantos y se los entregó a Mills.

—Acaba de llamar su mujer —dijo—. A ver si nos hace un favor y se instala un contestador de una vez, Mills.

Capullo, pensó Mills mientras cogía los mensajes. Sin embargo, se mordió la lengua y se dedicó a hojear los mensajes antes de guardárselos en el bolsillo e ir en busca de Somerset, que ya subía la escalera.

—Perdone, detective.

Mills no se detuvo.

—¿Detective?

La insistencia de la voz hizo que Mills se parara en seco.

Giró sobre sus talones y a punto estuvo de desplomarse.

Era John Doe. El era el enano repugnante que acababa de apearse del taxi. ¡Mierda!

Doe le dedicó una sonrisa tímida, se encogió de hombros y levantó las manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: Aquí estoy. Llevaba la camisa y los pantalones empapados en sangre.

—Dios mío…

Aquello era surrealista. Mills no podía dar crédito a sus ojos.

—¡Es él! —gritó de repente California desde detrás de la mesa de guardia al mismo tiempo que sacaba el arma y saltaba por encima del tablero—. ¡Es Doe! —Corrió hacia Doe y le metió el cañón del revólver en la oreja—. ¡Al suelo, cabrón! ¡Extiende los brazos! ¡Muévete!

Entretanto, Mills y algunos otros policías habían sacado sus armas y apuntaban a John Doe, que estaba hincado de rodillas y miraba a Mills con expresión suplicante.

—¡Al suelo! —ordenó Mills—. ¡Tiéndete boca abajo!

California empujó a Doe con el arma.

—¡Ya lo has oído, hijo de puta! ¡Al suelo!

—¡Con cuidado! —gritó Somerset mientras bajaba la escalera.

Doe permaneció tendido de bruces, tal como le habían ordenado, pero Mills no estaba dispuesto a correr ningún riesgo y se situó a horcajadas sobre aquel hijo de puta, apuntándole al centro de la nuca.

—¡Separa las piernas y pon las manos en la nuca!

Doe obedeció sin titubear.

—¡Y ahora no te muevas! —gritó Mills—. ¡No te muevas ni un puto milímetro!

Varios policías rodearon el cuerpo tumbado de Doe.

Uno de ellos lo esposó. Otros dos empezaron a cachearlo.

Somerset se abrió paso entre los agentes y se agachó, apoyándose sobre una rodilla.

—No puedo creerlo —murmuró.

Observó las manos esposadas de Doe, entrelazadas en la parte baja de la espalda.

Todos los dedos ensangrentados estaban envueltos en varias capas de tiritas.

John Doe volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa a Somerset.

—Hola.

—¡Cierra el pico! —gritó California.

Se apoyó en el revólver y aplastó la cara de Doe contra el suelo, torciéndole las gafas.

—Levántenlo y léanle sus derechos —ordenó Somerset.

Dos policías uniformados alzaron a Doe por las axilas, y California empezó a leerle sus derechos en voz alta y clara, a pocos centímetros de su rostro.

—Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a…

—Pero ¿qué es esto? No lo entiendo —susurró Mills a Somerset.

Somerset se limitó a menear la cabeza.

Cuando California terminó de leerle sus derechos, John Doe volvió a mirar a Mills.

—Quiero hablar con mi abogado —dijo.

Capítulo 22

Tres cuartos de hora más tarde, Somerset miraba fijamente una de las salas de interrogatorios de la comisaría a través del espejo de una cara. Dentro, John Doe estaba esposado a una mesa fija en el suelo y recorría la estancia con una mirada tranquila, sentado como si esperara el autobús.

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