El Marrón
ni siquiera abría la boca. Ella temblaba.
Saberse bajo la popa de un monstruo de acero más largo que un estadio, de noche y sin saber nadar, no es plato de gusto, puede creerme, y por un instante estuve a punto de renunciar ahí mismo y pedirle al flaco que diera media vuelta.
Pero no me dejó mucho tiempo para hacerlo, pues de improviso se encaramó al enorme timón y trepó como un mono para desaparecer en una oscura cavidad que se encontraba encima.
Sólo entonces encendió una linterna e iluminó aquella especie de bóveda que se alzaba a poco más de dos metros sobre el nivel del mar, y cuya parte más alta estaría a unos siete.
Tres vigas de hierro lo cruzaban casi arriba del todo, y sentándose en ellas nos lanzó una cuerda con la que fue izando las maletas y todo cuando llevábamos.
¡No podíamos creérnoslo! Aquél era nuestro «Medio de Transporte», ¿se imagina? Subimos tras él tratando de convencerle de que era la mayor locura de que nadie tuviera memoria, pero se limitó a responder que él únicamente cumplía órdenes.
Afirmé que no iríamos.
—Tú verás —señaló—. Pero el que vuelva a tierra puede darse por muerto. Esos «coño-e-madre» no juegan.
El rostro de Román, más blanco que la mismísima «coca» me obligó a comprender que aquel negro pendejo tenía razón, y que habíamos sobrepasado el punto de retorno.
—Llévatela por lo menos a ella —supliqué.
—Por mí no hay problema —replicó con una calma que me puso aún más nervioso—. Pero no me hago responsable. Conoce el truco y el barco, y no creo que les guste.
No hacía falta ser muy listo para admitir que hablaba en serio. Si un grupo de «narcos» habían descubierto un sistema aún no detectado de exportar su «mercancía», no parecía lógico que estuvieran dispuestos a permitir que alguien que lo conocía sin estar implicado andará suelto.
Son asesinos, señor, puede creerme. Tipos como los que a mí me pagaban por dar de baja a alguien por menos de la centésima parte de la plata que se movía en aquel negocio.
En caso de regresar a tierra, probablemente al día siguiente un camión hubiese pasado por encima de María Luna, y su humilde puestecillo convirtiéndola en «macedonia» de frutas.
Cartagena es una ciudad tranquila hasta que llegan esos «narcos» que conocen la forma de corromperlo todo.
El guía, del que nunca supe el nombre, puede creerme, señaló poco después que si nos instalábamos bien haríamos un cómodo viaje en el que de lo único que tendríamos que preocuparnos era de permanecer atados y salir sin que nos vieran.
Para ello contábamos con una balsa neumática que se hinchaba por medio de una bomba, y que estaba provista de una larga cuerda y un par de remos. Una vez en Norteamérica bastaría con esperar la noche, cargar en la balsa la cocaína y bogar hasta tierra.
—¡No hay problema! —concluyó enseñando unos enormes dientes muy blancos—. ¡Ningún problema! ¡Hijo de puta! Para él no había problema porque media hora después estaría trajinándose una botella de ron y una mulata, mientras nosotros teníamos que encaramarnos a las vigas como monos de feria o gallinas asustadas.
Insistí para que se llevara a Luna sin decírselo a nadie, pero se negó en redondo alegando que se jugaba el pescuezo, pues ocultarle algo a los «patrones» era como tratar de ocultárselo a un dios omnipotente.
Le juro que si hubiese tenido la pistola a mano le hubiese pegado un tiro, pero la había guardado en el fondo del macuto, y no creo que me hubiera dado ocasión de rebuscar en él hasta encontrarla.
Y al fin y al cabo, debía reconocer que en cierto modo se estaba comportando honradamente.
Luna no había dicho una palabra. Su hermoso color de piel, entre de negra y «china» tendía ahora al aceitunado, y sus vivaces ojos parecían muchísimo más grandes, pero se diría que aceptaba que era ella quien había insistido en meterse en la trampa, y tenía demasiados cojones como para ponerse a llorar o dar gritos histéricos.
Los mulatos suelen ser fatalistas, señor. Tienen que serlo a juro, o dejar de ser mulatos.
Román Morales era blanco y serrano y no parecía aceptarlo con idéntica parsimonia.
Le había observado tantas veces mientras perdía hasta su último céntimo en la ruleta con el aire de un gran señor que no presta atención a las monedas que le sobran, que su actitud de aquellos momentos me preocupó, puesto que daba la impresión de estar a punto de sufrir un nuevo ataque.
Él siempre bromeaba diciendo que el corazón le falló por el hecho de no haberle fallado definitivamente en el momento oportuno, pero créame si le digo, señor, que en aquellos instantes parecía a punto de saltarle en pedazos.
En ello estaba, inquieto tanto por Luna y su silencio como por mi amigo y su actitud, cuando de pronto advertí cómo el negro se mandaba mudar sin despedirse, pues tras saltar a la parte alta del timón, brincó a la lancha y se perdió en la noche.
¡Qué repeluz, carajo! Era como si pudiera alargar la mano y hundir los dedos en el espeso miedo que llenaba de pronto aquella bóveda de hierro, pues con la desaparición del flaco nos quedamos como clavados en lo alto de las vigas, aterrados y negándonos a aceptar lo que ocurría.
Nos observamos a la luz de la linterna que el negro había colgado de tal forma que quedaba por debajo de nosotros, y le aseguro que parecíamos murciélagos encaramados en la parte más oscura de una caverna, aunque incapaces de echar a volar o de hacer tan siquiera un movimiento.
Mi primer impulso fue hinchar aquella jodida balsa y largarnos de allí. Por mucho miedo que impusieran los «narcos» aquella especie de panteón de hierro lo superaba, y por Dios que no estaba dispuesto a atravesar el mar colgando de una viga.
Prefería enfrentarme a diez «sicarios» en tierra firme, que quedarme un minuto más entre el mar y el hierro; sin apenas espacio para que entrara libremente el aire, y sin saber qué demonios iba a ocurrir cuando aquel monstruo comenzara a ponerse en movimiento.
Pero no era cosa fácil, téngalo por seguro.
Inflar una lancha neumática de tres metros de largo sin más ayuda que una jodida bomba que continuamente se soltaba, haciendo equilibrios sobre una viga y casi en tinieblas, es el trabajo más hijo de puta al que me haya enfrentado nunca, y aunque tanto Luna como Román intentaron echarme una mano a riesgo de caerse, al cabo de una hora tuvimos que renunciar confiando en que, con la luz del nuevo día, las cosas fueran más fáciles.
Colgamos las hamacas casi en el vacío, y agotados por el esfuerzo y la tensión, tratamos de descansar un par de horas.
¿Se ha despertado alguna vez con la impresión de que un inmenso animal le devoraba? Confío por su bien en que no sea así, porque la sensación es algo más que angustiosa.
Imagínese lo que puede ocurrir si en el momento de despertar sudando frío, descubre con amargura que el sueño se ha convertido en realidad.
Eso fue lo que pasó.
Ya era de día y una luz verdosa le daba a todo un aspecto harto curioso, pero cuando miré hacia abajo por Dios que casi me caigo de la hamaca.
¡El agua había subido! ¡Cielo Santo! El agua había subido más de dos metros y ya no había salida! Estábamos completamente atrapados y ni siquiera la balsa servía para escapar de allí, porque ahora la bóveda se había transformado en una trampa herméticamente cerrada.
¡No diga tonterías! ¿Cómo iba a ser la marea? Si sube la marea, el barco sube con ella.
Fue el aterrorizado Román quien encontró la respuesta cuando al cabo de casi diez minutos consiguió balbucear unas palabras. No era el agua la que había subido; era el petrolero, el que había bajado.
Durante aquellas horas los inmensos tanques se habían ido llenando, y al cargarse, la línea de flotación había ido descendiendo más y más, hasta alcanzar la entrada de la «cueva».
Sin duda el negro lo sabía. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir y por eso nos llevó allí con el barco vacío para desaparecer en un santiamén al empezar la carga.
¿Pero cuánto podía cargar aquel maldito barco? ¿Cuánto, señor, tiene usted alguna idea? Cuando María Luna se despertó, comenzó a gritar histérica, y si no la agarro por el cuello amenazando con estrangularla si no se calmaba, ahí mismo se hubiera lanzado al agua.
No era para menos, señor, téngalo por seguro. Yo mismo estaba deseando hacerlo. Me hubiera hundido como un plomo, pero cualquier cosa se me antojaba mejor que continuar allá arriba, a la espera de que el nivel del agua continuara ascendiendo hasta cubrirnos.
Y Román Morales también, supongo.
Y usted si hubiera estado allí.
¿Sabe nadar? ¿E incluso «margullar» para salir por debajo del agua? ¡Tipo listo, oiga, pero allí me hubiera gustado verle! Me hubiera gustado ver cómo se las arreglaba para lanzarse al agua, bucear bajo el casco, salir a una bahía en que dicen que suele haber tiburones, y nadar yo qué sé cuánto hasta la costa.
Si lo hubiera conseguido es que es usted primo de Rambo.
Yo soy de Bogotá, como Román Morales, y en el río en que me bañaba el agua apenas me mojaba la tripa.
Luna había nacido en Cartagena y se pasaba el día en la playa, pero aunque sabía nadar, en cuanto el agua le llegaba a la nariz salía echando leches.
Aquel mar me parecía por tanto más infranqueable que las propias planchas de hierro de la bóveda.
Me resulta difícil hablar de cuanto ocurrió aquel día, créame.
Necesitaría ser más listo para expresar el terror que sentíamos.
Y saber más palabras.
Saberlas o inventarlas y que usted consiguiera entenderlas, porque le juro, amigo, ¿puedo llamarle amigo?, que no se han inventado palabras que sirvan para describir cuanto allí sucedió.
El agua seguía subiendo.
Y estaba claro que aquel lugar era absolutamente hermético.
Comprendí que si no nos ahogábamos, moriríamos asfixiados en cuanto se nos agotara el aire.
¿Qué le parece? Déjeme pensar. Déjeme cerrar un rato los ojos y volver a aquel día, aunque le juro que malditas las ganas que tengo de recordarlo.
¡Me viene tantas veces a la cabeza cuando duermo! ¡Lo vivo tanto en sueños, que incluso hablar de ello me hace daño! ¡Espere! Luna dejó de gritar y Morales lloraba.
Luna empezó a llorar también, y si yo lo hice o no, no lo recuerdo, pero si alguien afirma que lo hice, estoy dispuesto a creerlo.
Ya le conté que jamás lloré de niño, ¿no es cierto? Pues puede que fuera allí donde dejara escapar mi primera lágrima, y no por miedo a morir, morir es fácil, sino porque al contemplar el rostro de la mujer que amaba, tomé conciencia que había perdido su risa para siempre.
Y la risa de María Luna valía más que una vida.
Más que la mía desde luego.
¡Amigo! Me suena bien llamarle amigo. Más que señor, que empezaba a fastidiarme, y si después de oír con tantísima paciencia todo lo que le cuento no es aún mi amigo, no sé quién coño podría serlo ya en este mundo.
Tal vez lloré aquel día, en aquel momento o quizás un poco más tarde, no lo tengo muy claro, pero lo que sí sé es que garganta abajo me corría un reguero de lágrimas tan ácidas que se me enronqueció la voz para los restos.
¡Qué luz había, tan verde y tan helada! Bajo nosotros brillaba una esmeralda más grande que esta estancia, que subía y subía como un monstruo de cine buscando devorarnos.
El miedo se hizo pánico.
Luego aparecieron de pronto unos pececillos, quizá de este tamaño, diminutos, pero créame si le digo que su sola presencia me calmó de inmediato, pues me hicieron llegar a la conclusión que aquella mancha verde no era un monstruo, sino tan sólo el mar, que no podía continuar subiendo.
Comprendí entonces que quien nos metió allí sabía lo que hacía, y al encerrarnos en semejante gruta de hierro, no obraba a ciegas, puesto que encerró también cincuenta kilos de «coca» y estará de acuerdo conmigo en que eso es algo que nadie está dispuesto a perder alegremente.
Por lo que el negro comentó, deduje que no debía ser la primera vez que alguien hacía aquel viaje, lo cual quería decir que el sistema funcionaba.
Y si otros habían logrado sobrevivir, yo también lo conseguiría, porque al fin y al cabo era un «gamín» que había pasado dos años en las cloacas, veinte en las calles de Bogotá, y seis meses en el penal de Lurigancho.
Créame si le digo que aquellos peces me salvaron.
Me devolvieron a la realidad, y la realidad, por muy dura que fuera, era algo a lo que estaba acostumbrado a hacerle frente.
Recuperé la calma.
El agua se estabilizó a poco más de dos cuartas por encima del borde, y me esforcé por tranquilizar a los otros obligándoles a entender, que estábamos seguros. Lo único que teníamos que hacer era seguir las instrucciones del negro y afianzarlo todo, atándonos de modo que no pudiéramos caer al mar. El resto era cuestión de tiempo.
Teníamos agua, comida, mantas, hamacas y dos botellas de ron. Nuestro único problema era vencer el miedo.
Parecieron aceptarlo. María Luna dejó de llorar y Morales de temblar como si tuviera las fiebres y durante más de media hora llegué a imaginar que habíamos superado la crisis.
Luego empezó lo malo.
¡No se asombre! ¡Lo «malo»!, y si llega a escribir esto, más vale que lo escriba con mayúscula.
Primero se escuchó un rumor lejano, como si el vientre de aquella inmensa ballena de metal comenzara a moverse, luego un chirriar de cadenas al rozar contra el casco, y por fin el infierno.
Un ruido ensordecedor, como si un millón de herreros locos te martillaran la cabeza, y, de improviso, justo bajo nosotros, la enorme hélice comenzó
a
girar cada vez más aprisa, y al hacerlo agitaba con tanta violencia el agua que iba a rebotar contra las paredes de la gran cavidad lanzándola hacia arriba y salpicándonos.
Entendí entonces que aquel extraño lugar debía estar pensado precisamente para eso; al no quedar la hélice en la parte de atrás, sino un poco por debajo del casco, el agua debía necesitar un espacio libre hacia el que escapar, y ahí era donde nos habían escondido.
Si tiene una explicación mejor, me gustaría saberla. De barcos no entiendo, y le aseguro que aquélla fue la primera y la última vez que puse el pie en uno de ellos.
Cuando a los diez minutos le hélice cogió velocidad, me oriné en los pantalones.
Creo que usted se hubiera cagado.