Read Siempre en capilla Online

Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (12 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—¡Sin un éxito asegurado! —exclamó, enfurecido—. ¡Si al menos tuviera usted apoyo de algún instituto médico, o de alguna escuela de bacteriología! ¿Qué opina, doctor McHath?

El doctor McHath acabó por no opinar. Jasper también se quedó mudo. La madre del enfermo, una francesa terca y orgullosa, descendiente de los Bonaparte, no admitía lo apremiante de la situación.

—Aguardemos a mañana, William. No podemos precipitarnos; nuestro Gibbie es fuerte y está debidamente asistido.

Se refería sin duda a las dos enfermeras y al lujo de la habitación.

Jasper plegó el estetoscopio. Yo me levanté. En el barrio de Spick nos aguardaban montones de enfermos.

Sir William se había retirado a su aposento, preocupado por su hijo y por la baja de las acciones de la
Aluminium Limited Company
. La rígida señora se quedó a los pies de la cama aguardando el momento de ordenar al Cielo que salvara al muchacho. El atento doctor McHath no se atrevió a abandonar la cabecera. Salimos presurosos de la suntuosa alcoba, rodeados del mayor silencio y olvido. En otras circunstancias, el requerimiento de nuestra presencia en la casa más opulenta de la ciudad nos habría llenado de emoción. Ahora sentíamos una depresión infinita, un apremiante deseo de alejarnos de allí, de volver a las buhardillas y a las barracas.

Nos acompañó a la puerta un criado. Cruzamos el corredor encerado, bajamos la escalera de mármol, atravesamos el salón estilo Imperio y, por fin, en el esplendoroso ropero del vestíbulo hallamos nuestros raídos abrigos.

¡
Aguarde un momento, doctor!

Volvimos la cabeza y vimos la alta y delgada silueta de una joven que avanzaba hacia nosotros arrastrando un cúmulo de pliegues de terciopelo verde. Al tenernos ante sí, se detuvo sorprendida.

—Perdón —murmuró—, creí que era el doctor McHath.

Con su presencia, el vestíbulo se había llenado de una sutil fragancia a «Extrait de Nard». Jasper no soportaba a las personas perfumadas y las aletas de su nariz temblaron de desagrado.

—El doctor McHath sigue arriba, señorita —dijo con una brusca reverencia de despedida.

No sabía ser amable con las mujeres.

—¿Cómo sigue Gibbie? —preguntó la joven con gran inquietud—. Es decir, supongo que son ustedes colegas del doctor McHath… ¿Cómo sigue mi hermano? ¡Papá está tan intranquilo! ¡Es absurdo que no me dejen subir! No soy ninguna niña y sé muy bien las precauciones que debería tomar. Díganme ustedes francamente si Gibbie… ¡Oh, Dios mío! En realidad, ¿quién puede tener una certeza de lo que ocurrirá?

Y sin dejarnos decir nada siguió hablando enérgicamente moviendo de aquí para allá un pañuelo de encajes. El «Extrait de Nard» nos envolvía por completo. Jasper se contenía por puro milagro.

La joven reflejaba el mismo orgullo de su madre, pero tenía a su favor un extraño rostro que inducía a perdonarle los defectos: pómulos prominentes, mejillas hundidas, hermosos dientes y grandes ojos oscuros. El pelo, anudado bruscamente sobre la base del cráneo, no dejaba escapar un solo rizo, mostrando la blancura del cuello, de la nuca y de las orejas. Tal vez las líneas de su cuerpo eran excesivamente finas, dándole un aspecto quebradizo que contrastaba mucho con su pesado vestido de terciopelo y su arrogancia. Parecía una reina de cristal.

Su tono expresaba desdén hacia el doctor McHath, que ponía misterios en todas partes sin hablar nunca claro. De súbito se le quebró la voz y creí equivocadamente que rompía en llanto; se limitó a toser llevándose el fino pañuelo a los labios. Jasper le preguntó rápidamente si estaba acatarrada. La joven afirmó con la cabeza.

—Anteayer —explicó— vine en calesín desde Conway. El doctor McHath me impone vahos de eucalipto, pero es una verdadera tontería.

—Yo creo que ninguna tontería sobrepasa la de su excursión en coche descubierto, señorita.

La joven enrojeció.

—¡Fue por causa de Gibbie! ¡Tuve que traerle inmediatamente! ¡Papá no venía a buscarnos! ¡Allí no había otro carruaje!

—¿Le duele la garganta cuando grita así?

Las facciones de la joven se contrajeron. Quedóse muda, mirando fijamente a Jasper. Sus pupilas fueron dilatándose. Lentamente y en voz muy baja, dijo casi para sí:

—Gibbie se recostaba en mi hombro… nos tapábamos con la capa… respirábamos uno junto a otro…

Jasper la cogió por el brazo y, sin que ella ofreciera la menor resistencia, la condujo al salón. Les seguí maquinalmente. El criado se quedó junto a la puerta, petrificado, con la mano en el tirador y los ojos agrandados por el terror.

L
a señorita Greene se había repuesto de la primera impresión. Volvía a ser muy dueña de sí; sentada en el sofá frente al balcón que inundaba de luz su delgada figura, obedecía serenamente a Jasper. Éste exploraba con atención su garganta; luego me pidió que lo hiciera yo. En la amígdala vi la diminuta telilla blanquecina que había de adquirir la solidez de las falsas membranas.

Llamamos al doctor McHath y a Sir William. El primero se espantó; el segundo se enojó. No sabemos con quién. En cuanto le notificamos que su hija se había contagiado, se marchó dando un portazo que hizo temblar un retrato de Luciano Bonaparte. Recordé que precisamente la difteria había arrebatado un hijo a este notable antepasado de la dama. Posiblemente tal circunstancia daría un tono más distinguido a la horrible
angina gangrenosa
que inmolaba a tantas víctimas plebeyas.

Cuando dejamos la casa oímos la desesperada voz del ricacho. Parecía hablar solo, pero la maciza puerta de su despacho particular estaba entreabierta y le vimos gesticulando ante el aparato telefónico:

—¡No, señor mío! ¡Se trata de obligaciones y acciones emitidas en 1859!

Dediqué la mayor parte del día a visitar a los enfermos cuya gravedad impedía que fueran trasladados.

Al anochecer hallé a Jasper discutiendo con el viejo empresario de pompas fúnebres. Estaban parados en medio del bulevar, frente a la mansión de Sir William Greene. Alfie era simpático fuera de su oficio; dentro, tenía momentos tétricos; por ejemplo, en aquella ocasión recordaba los buitres que rondan a los señalados por la muerte.

Se quejaba de la escasez de ataúdes y del dinero que perdía en el arrabal de Spick. A él le interesaban entierros de primera clase, principalmente en aquella época del año, cuando nadie podía escandalizarse del precio de las flores de invernadero. Aguardaba algún acontecimiento sin poder disimular su inquietud. Le dejamos contratando a Ptolemy Dean, el danés del acordeón. Le faltaban empleados y recogía a cuantos se le ponían al paso.

Pregunté a Jasper cómo seguían los hermanos Greene. El estado del muchacho se había hecho crítico con rapidez y el acobardado doctor McHath había rogado a Jasper que no le dejase. Sir William Greene también insistió en ello. Deseaba que su hijo fuera atendido por McHath, por Jasper, por mí, por cuantos médicos fueran necesarios. Pero no podía oír hablar de operación. Que le abrieran la garganta a Gibbie en carne viva era algo que no podía permitir. Bastante tenía ya con soportar el cataclismo de la
Aluminium Limited Company
.

En cuanto a la señorita Greene, Jasper confesó que era la paciente más estoica que había conocido. No se negaba a hacer nada de cuanto le ordenaba, pero parecía serle absolutamente indiferente todo. O estaba muy segura de vivir, o muy segura de morir.

—Ha impregnado las sábanas con ese perfume. No me es posible auscultarla. El estetoscopio huele a nardo, el termómetro huele a nardo, todo cuanto la roza huele a nardo. Le he dicho que en adelante respire aire puro. Démonos prisa, Len; va a llover.

Me imaginé a la joven recostada en las almohadas como en un trono. Parecía imposible que la horrorosa enfermedad se atreviera a agarrotar su finísima garganta.

El nubarrón dejó gruesas gotas y se refrescaron mis pensamientos. Apretamos el paso. Cuando llegamos a Saint-Constantine, llovía a cántaros. Jasper se enjugó el rostro con el pañuelo y repentinamente asoció aquel movimiento a un revoloteo incesante de otro pañuelo que esparcía «Extrait de Nard». Y esta extraña paloma de encaje me persiguió durante el resto de la noche sin que la pudiera borrar ya ni el chorro de agua que una canal me vertió sobre la cabeza.

A
las cuatro de la madrugada nos sacó de la cama una brusca llamada. Ante nuestra casa se había parado el coche de Sir William Greene; el mismo ricacho en persona nos condujo a su domicilio, suplicándonos que operásemos a su hijo.

Entramos en la espléndida casa. A media luz, el salón estilo Imperio parecía un palacio desierto. Subimos la escalinata y nuestras pisadas resonaron en el inmenso vacío. Arriba asomaba un criado que sostenía un candelabro en alto; el rostro del hombre era apergaminado y lívido. Parecía la misma Muerte disfrazada.

Se abrieron las puertas del dormitorio del hijo de Sir William, y antes de que pudiéramos entrar salió una anciana alta y delgada como todas las mujeres de la familia; su barbilla temblaba conteniendo el llanto y sin pronunciar una sola palabra se abrazó a Sir William. Éste palideció. Ante aquel terrible mensaje mudo acababa de comprender que el hombre nunca sería lo bastante rico. Se acercó a la regia cama de su hijo y no vio más que una figura de cera alargada, transparente. No reflejaba ni vanidad ni orgullo. Estaba investida con la solemne sencillez de la muerte.

Sin que nadie se diera cuenta, entró de puntillas una enfermera, se me acercó y me indicó que la siguiera. Lo mismo hizo con Jasper. Una vez en el corredor bisbiseó:

—La señorita Greene ha despertado y preguntado por su hermano, pero no me he atrevido a decirle la verdad. Para tranquilizarla le he comunicado que acababan de llegar ustedes. Entonces se ha incorporado excitadísima. Desea hablarles inmediatamente.

Los dos nos dirigimos a su alcoba presurosos.

Al entrar notamos el aroma de nardo. La joven nos aguardaba apoyada en un codo, con los negros y largos cabellos echados atrás obstinadamente, pero revueltos y enredados como si su cabeza hubiera rodado por la almohada infinidad de veces. Sus facciones habían perdido la vivacidad; sólo mantenía la entereza.

—Gibbie ha muerto, ¿verdad? —dijo al vernos.

Su voz era afónica, casi imperceptible.

Jasper afirmó con la cabeza. Ella no quería ceder, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Tuvo que cubrirse el rostro con la mano. Se sobrepuso rápidamente, me miró con fijeza y luego a Jasper.

—Yo no quiero morir —Se irguió, respiró profundamente y de un modo autoritario, brusco, inesperado, exclamó—. Deme su suero, doctor Sidney.

El silencio se hizo tan profundo que el tictac de un péndulo atronó la estancia.

Jasper, el hombre de hierro, quedó aturdido. Una contracción nerviosa le movía las comisuras de los labios y miraba incrédulo a la joven. Era un momento culminante para él: el primer paso de la fe hacia su trabajo. De súbito, recalcando las palabras, exclamó:

—Yo no puedo asegurarle el éxito.

—En todo caso —repuso la joven—, ésta habrá sido mi última voluntad.

Jasper quedóse perplejo, incapaz de concebir que una simple mujer impregnada de nardo tomara aquella resolución.

—Conforme —dijo, casi con frialdad—; volveré hacia el mediodía.

Saludó maquinalmente, dio media vuelta y salió del dormitorio con precipitación.

—Ha esperado demasiado este momento —murmuré excusándole.

Hice una reverencia cortés y salí en pos de él, aprisa, desazonado, nervioso.

Le alcancé en la escalera. Ambos dejamos la casa sin habernos despedido de la familia. Sin duda la familia se había olvidado de nosotros.

En la puerta de la calle nos cruzamos con Alfie, de las pompas fúnebres. Sombrero de copa, rostro grave y postura condolida. Nos saludó con voz de panteón.

Jasper anduvo calle abajo con tal ímpetu que por poco me deja atrás. Tomó por la avenida y le pregunté si se dirigía a Saint-Constantine. No me respondió. El viento agitaba su abrigo desabrochado; en la primera bocacalle le voló el sombrero. Tuve que recogérselo yo. Se lo alargué. No lo tomó. Le sujeté por el brazo y le obligué a detenerse.

—¿Qué es lo que te ocurre?

—¡Vete a casa, Len!

—Me parece que merezco otra contestación.

Apretó los labios y se pasó el envés de la mano por la frente. En un tono sordo, exclamó:

—¡Quiere la vida! ¿No lo has oído? ¡Me pide que le dé la vida! ¿Podré hacerlo?

—No admito que hayas perdido la seguridad.

—¡Pues así es, Len!

—¡No lo admito! ¡Es un pretexto que buscas para que no quede anulado el trabajo que te diste buscando un conejillo de Indias humano!

Se encaró conmigo furiosamente.

—Óyeme bien, Leonard: es muy probable que hoy todos deseen ya el suero. Evitaré proponerlo. No quiero inoculárselo a nadie más que a Martino. En la calle de Crookstone, de seis niños contagiados se ha salvado uno con la traqueotomía. Ignoro los que vivirían de haberles sometido a mi experimento. Quizá los seis… Pero podía ocurrir que matara al único que ha sobrevivido.

—Estás convenciéndote de que es un peligro…

—Por eso sólo puedo ensayarlo en un condenado.

—¡Todos los pacientes de Saint-Constantine están condenados!

—¡Pero ellos son inocentes! No tengo derecho a arriesgar una mínima posibilidad que tengan de salvación.

—En este caso destruye el suero y sigue colocando cánulas a ver si salvas dos enfermos más.

Me dio un empujón y siguió calle abajo dejándome plantado.

Pasé la mañana en Spick. De los enfermos cuya gravedad no había permitido que fueran trasladados, apenas alentaban ya la mitad. Durante la noche habían dejado de latir infinidad de corazones en busca de la más segura y definitiva paz. Ada también había muerto. ¿Recuerdas a Ada, lector? La pecosa criatura que habitaba el piso de los paraguas viejos. Encontré su cadáver por pura casualidad, sin haber sabido siquiera de su enfermedad. A media mañana habían venido a buscarme para que socorriera a una borracha que acababa de beberse un sorbo de ácido sulfúrico creyendo que era aguardiente. Vivía en la misma casa que Ada y reconocí en ella a Daisy, la dueña del pekinés. Le presté los primeros auxilios en el comedor, en medio de los ladridos del perro y de los chillidos de un inválido que me amenazaba con su bastón desde una butaca. Me ayudó una mujer que al parecer acababa de levantarse. Parecía dormida aún. No había peligro de que se emocionara. Iba envuelta en una bata de lana encarnada que no se daba mucho trabajo en ceñirse: más de una vez me mostró el final de sus polacas con sus correspondientes rodillas. Le pedí que me indicara un dormitorio, cargué con el enorme peso de la señora Daisy y la trasladé para librarme del concierto que daban el pekinés y el paralítico. Pedí agua tibia en abundancia, dando gritos para despabilar a la de las polacas, y empecé a trabajar rápidamente en favor de la desdichada. Hice cuanto pude; permanecí con ella mientras fue necesario, a pesar de que en todas partes me aguardaban; la dejé cuando llegó su marido, a quien habían ido a buscar a las minas de hulla del Este. Salí del piso llevando al perro colgado de los cordones del borceguí. Traté de arrojarlo escaleras abajo, pero me hizo cambiar de táctica el miedo a precederle en la caída. Le encerré en su casa de un puntapié. Confío que ya habrá reventado de rabia.

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