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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

Studio Sex (7 page)

BOOK: Studio Sex
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La combinación entre la difícil digestión y la risa de los hombres le produjo dolor de estómago. No había adelantado nada. No conseguía localizar al drogata de la información. El portavoz de la policía era un dechado de amabilidad y paciencia, pero no sabía nada. Había hablado con él tres veces durante la tarde. No sabía quién era la mujer, cuándo o cómo murió ni cuándo tendría alguna novedad. Esto puso nerviosa a Annika y seguramente contribuyó a su cólico.

Tenía que conseguir un retrato de la mujer para la cartelera, de lo contrario no habría titular posible.

—Tranquilízate —le dijo Berit—. Ya verás cómo nos da tiempo. Si no, mañana será otro día. Si nosotras no conseguimos el nombre tampoco lo harán otros.

ElRapportde las siete y media de la tarde comenzó su retransmisión con la crisis de Oriente Próximo y la apelación del presidente de Estados Unidos a reanudar las conversaciones. El reportaje duró media eternidad y contenía preguntas de la redacción en directo al corresponsal en Washington. Largas parrafadas de sueco administrativo entreveradas con imágenes de archivo de la Intifada.

A continuación siguió el incendio forestal en Gotland, exactamente la misma noticia queEkohabía transmitido. Las imágenes aéreas eran verdaderamente imponentes. Primero entrevistaban al responsable de la operación, un jefe de bomberos de Visby. Luego salieron unas imágenes de una rueda de prensa improvisada, Annika sonrió al ver a Anne Snapphane apretujada en primera línea con su grabadora al viento. Por último, apareció un campesino preocupado, a Annika le pareció reconocer la voz delEko.

Después del incendio, el bloque de noticias decayó. Presentaron un asunto irrelevante sobre el porqué la campaña electoral arrancaba antes de tiempo. Annika creía que ya lo había hecho hacía más de medio año. El primer ministro socialdemócrata se paseaba de la mano de su nueva esposa por la plaza de su ciudad natal en Sörmland, Annika sonrió de nuevo al vislumbrar el cartel de su antiguo lugar de trabajo en segundo plano. El primer ministro comentó brevemente el artículo del anterior secretario general sobre la trama IB.

—Ésta es una cuestión con la que no queremos cargar al próximo siglo —dijo cansado—. Investigaremos hasta las últimas consecuencias. Si es necesario crear una comisión parlamentaria así se hará.

A continuación apareció el material que se había preparado con anterioridad. El corresponsal de Sveriges Television en Rusia, un muchacho increíblemente hábil, había estado en el Cáucaso y describía el largo, sangriento y duradero conflicto en una de las antiguas repúblicas soviéticas. Lo bueno de la sequía de noticias veraniega, pensó Annika, es que se pueden ver cantidad de cosas que nunca se verían en las retransmisiones de los noticieros habituales.

Entrevistaba al anciano presidente de la república caucasiana. El reportero se asombró al oírle hablar en sueco.

—Estuve vinculado a la embajada soviética en Estocolmo entre los años 1970 y 1973 —señaló con fuerte acento.

—Increíble —dijo Annika, sorprendida.

El presidente estaba muy preocupado. Los rusos abastecían a los rebeldes con armas y munición, mientras que su gobierno sufría el embargo internacional de armamento decretado por la ONU contra su país. Había sido víctima de una serie de atentados y además estaba enfermo del corazón.

—Mi país sufre —dijo en sueco y miró fijamente a la cámara—. Los niños mueren. Esto es una injusticia.

Dios mío, qué mal lo pasaba la gente, pensó Annika y se fue a buscar una taza de café. Cuando regresó había comenzado una serie de noticias cortas nacionales. Un accidente de coche en Enköping. Una joven había sido hallada muerta en Kronobergsparken en Estocolmo. Se había evitado la huelga de controladores aéreos después de que el sindicato hubiera aceptado la propuesta final de los mediadores. Los teletipos se leían de corrido, como cortos resúmenes anónimos de sumarios. Al parecer, algún cámara de TV se había acercado a Kungsholmen, ya que mostraron por unos segundos el acordonamiento de plástico azul y blanco agitándose al viento entre el mucho follaje. No había más.

Annika respiró. Esto no sería fácil.

Patricia tenía frío. Colocó los pies sobre el asiento y se abrazó a sus piernas. El aire acondicionado se esparcía por el suelo del coche y arrastraba humos y polen. Estornudó.

—¿Te estás resfriando? —preguntó el hombre del asiento delantero. Era bastante atractivo, pero llevaba una camisa de lo más vulgar. Le faltaba clase. Pero era un hombre maduro, como a ella le gustaban, no eran tan impulsivos.

—No —contestó enfadada—. Soy alérgica.

—Llegaremos dentro de poco —informó el agente.

Junto a él, en el asiento del conductor, había una auténticabitch,una de esas mujeres policía que tienen que ser mucho más agresivas que los hombres para que las respeten. Había saludado fríamente a Patricia y luego la había ignorado por completo.

Me desprecia, pensó Patricia. Se cree mejor que yo.

Labitchhabía conducido bajando por Karlbergsvägen y había cruzado Norra Stationsgatan. En realidad sólo los autobuses y los taxis podían hacer eso, pero al parecer a labitchno le importaba. Siguieron por debajo de Essingeleden y llegaron a la zona del instituto Karolinska por la parte trasera. Los edificios de ladrillo rojo de diferentes épocas se sucedían unos a otros, una tranquila ciudad dentro de la ciudad. No se veía ni un alma, era sábado por la noche. Pasaron el laboratorio Scheele a la derecha, la escuela de Tomteboda se elevaba a la izquierda como un palacio ambarino. Labitchgiró a la derecha y detuvo el coche en un pequeño aparcamiento. El hombre de la camisa chillona descendió y abrió la puerta del lado de ella.

—Es a prueba de ladrones —anunció él.

Patricia no se podía mover. Estaba sentada con las piernas sobre el asiento, la barbilla apoyada en las rodillas, le rechinaban los dientes.

No puede ser verdad, pensó ella. Una mala señal tras otra. Pensamientos positivos, pensamientos positivos...

El aire se había vuelto tan espeso que no podía penetrar en sus pulmones. Se detenía en algún lugar debajo de su garganta, crecía, se espesaba, la ahogaba.

—No voy a poder hacerlo —dijo—. ¿Y si no es ella?

—Pronto lo sabremos —respondió el hombre—. Comprendo que todo esto te resulte difícil. Vamos, deja que te ayude a salir del coche. ¿Quieres beber algo?

Negó con la cabeza pero sujetó la mano que él le tendía. Se paró sobre el asfalto con piernas temblorosas. Labitchhabía comenzado a caminar por el sendero, el suelo crujía bajo sus gruesos zapatos.

—Me siento mal —dijo Patricia.

—Toma, coge un chicle —ofreció el hombre.

Sin responder alargó la mano y cogió uno del paquete de Stimorol.

—Es por aquí abajo —indicó él.

Pasaron un letrero con una flecha roja y el texto «95:7 Instituto Anatómico Forense, depósito de cadáveres».

Patricia mascaba con fuerza. Pasaron entre unos árboles, un tilo y un arce. Un ligero viento susurraba entre las hojas, quizá por fin aflojaría el calor.

Lo primero que percibió fue la larga marquesina, que sobresalía de un edificio parecido a un bunker con una visera de grandes dimensiones. El material consistía en el eterno ladrillo rojo; la puerta, de hierro gris oscuro, era compacta y pesada.

Depósito de cadáveres de Estocolmo leyó en versales doradas bajo la marquesina, y más abajo: «Entrada para familiares. Indicar capilla mortuoria».

El intercomunicador de la entrada tenía los bordes de plástico. El agente pulsó un botón cromado, respondió un hilo de voz y el hombre dijo algo. Patricia dio la espalda a la puerta y miró hacia el estacionamiento. Sentía que el suelo se movía ligeramente, una marejada en un mar inmenso. El sol había desaparecido detrás de la escuela de Tomteboda, bajo la marquesina el día casi había finalizado. Enfrente estaba la Escuela Superior de Salud, ladrillo rojo, años 60. El aire se volvió pesado, el chicle creció en su boca. Un pájaro cantó en algún arbusto y el sonido le llegó como a través de un filtro. Oyó masticar a sus propias mandíbulas.

—Bienvenidos.

El hombre posó la mano en su brazo y ella se vio forzada a darse la vuelta. La puerta se había abierto. En la entrada había otro hombre que le sonrió discretamente.

—Por aquí, pasen —dijo.

La bola en la garganta le subió hasta la parte posterior de la lengua, tragó con fuerza.

—Tengo que tirar el chicle —anunció ella.

—Aquí hay un cuarto de baño —informó él.

Labitchy el policía de la camisa la esperaron y dejaron que entrara primero. La habitación era pequeña. Recordaba a la sala de espera de los dentistas estatales: pequeño sofá gris a la izquierda, mesa baja de abedul, cuatro sillas de cromo tapizadas con una tela azul rayada y en la pared un cuadro abstracto con tres franjas: gris, marrón y azul. Un espejo a la derecha. Al fondo, el guardarropa, un cuarto de baño. Se dirigió hacia allí con la desagradable sensación de no tocar el suelo.

¿Estás aquí, Josefin?

¿Puedes sentir mi espíritu?

Una vez dentro del cuarto de baño cerró la puerta y tiró el chicle a la papelera. El cesto de mimbre estaba vacío, el chicle se pegó en el plástico justo debajo del borde. Intentó empujarlo un poco hacia abajo, se pringó el dedo. No había vasitos de plástico así que tuvo que beber directamente del grifo. Esto es un depósito de cadáveres, seguro que cuidan la higiene, pensó.

Respiró hondo por la nariz unas cuantas veces y salió. La esperaban. Estaban junto a otra puerta, entre el espejo y la salida.

—Te quiero prevenir de que esto puede resultar difícil —dijo el hombre—. No se ha lavado a la chica, está tal como la encontraron, hasta en la misma posición.

Patricia tragó saliva de nuevo.

—¿Cómo murió? —indagó.

—Esta chica fue estrangulada. La encontramos hoy en Kronobergsparken en Kungsholmen, justo después del almuerzo.

Patricia se llevó la mano a la boca, sus ojos se abrieron de par en par y se le llenaron de lágrimas.

—Nosotras solemos atajar por el parque cuando regresamos a casa después de trabajar —murmuró ella.

—No es seguro que sea tu amiga —dijo el hombre—. Quiero que te tranquilices y la mires detenidamente. No se encuentra en mal estado.

—¿Tiene... sangre?

—No, en absoluto. Está enterita. El cuerpo ha comenzado a secarse, por eso el rostro puede parecer algo chupado. La piel y los labios están descoloridos, pero no está mal. No es muy desagradable.

La voz del hombre era queda y tranquila. La cogió de la mano.

—¿Estás preparada?

Patricia asintió. Labitchabrió la puerta. Un soplo de aire frío salió de dentro de la habitación. Ella aspiró su humedad y esperó el hedor a cadáver y a muerte. No le llegó ninguno. El aire era saludable y limpio. Caminó con pasos metódicos por el suelo de piedra, brillante, marrón oscuro. Las paredes eran blancas como la tiza, de piedra irregular. Al fondo, los dos radiadores eléctricos estaban encendidos. Levantó la vista, en el techo había una cúpula. Doce bombillas propalaban un brillo sordo por la habitación, que recordaba una capilla. Aunque los dos altos ciriales de madera no estaban encendidos, Patricia pudo percibir el olor a cera. En medio estaba la camilla del depósito.

—No quiero —dijo ella.

—No tienes por qué hacerlo —apuntó el hombre—. Podemos traer a sus padres, o a su novio. El problema es que perderemos tiempo, la ventaja que nos lleva el asesino aumenta. Quien haya hecho esto no se saldrá con la suya.

Ella tragó saliva. Detrás de la camilla colgaba un gran cuadro de tela azul, que cubría toda la puerta trasera. Miró fijamente el azul, intentó vislumbrar una esperanza.

—Entonces, lo haré —dijo ella.

El hombre, que todavía la sujetaba de la mano, tiró de ella lentamente hacia la camilla. El cadáver yacía debajo de la sábana. Tenía las manos por encima de la cabeza.

—Ahora Anja destapará su cara. Yo me quedaré a tu lado.

Anja era labitch.

Vio de refilón cómo retiraba la tela blanca, sintió una ligera corriente. Apartó la vista de lo azul y la posó sobre la camilla.

Es cierto, pensó. Está bien. Está muerta, pero no es desagradable. Parece sorprendida, como si no comprendiera del todo qué pasaba.

—Jossie —murmuró Patricia.

—¿Es tu amiga? —preguntó el hombre.

Asintió. Los ojos arrasados en lágrimas, no hizo nada por contenerlas. Alargó la mano para acariciar el cabello de Josefin pero se contuvo.

—Jossie, ¿qué te han hecho?

—¿Estás completamente segura?

Cerró los ojos y asintió.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella.

Se llevó la mano a la boca y apretó aún más los ojos.

—¿Entonces estás ciento por ciento segura de que ésta es Josefin Liljeberg, tu compañera de piso?

Patricia lo confirmó y se dio la vuelta, lejos de Jossie, lejos de la muerte, lejos de lo azul que levitaba tras la camilla.

—Quiero irme de aquí —dijo con un hilo de voz—. Sácame de aquí.

El policía le pasó el brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y le acarició el cabello. Ella lloraba desconsoladamente, le mojó la camisa tropical.

—Nos gustaría registrar detenidamente vuestro piso —dijo—. Sería mejor si tú estuvieras presente.

Patricia se secó los mocos con el dorso de la mano e hizo un gesto negativo.

—Tengo que trabajar —anunció—. Cuando Jossie no está tengo que trabajar el doble. Seguro que ya me echan de menos.

El policía la miró detenidamente.

—¿Seguro que puedes?

Ella asintió.

—Okey—dijo él—. Entonces nos vamos.

El comunicado salió del fax a las 21.12. Pero como el departamento de prensa de la policía de Estocolmo siempre enviaba sus comunicados a la secretaria de redacción Eva-Britt Qvist, que no trabajaba los fines de semana, nadie lo vio. Berit se percató de la información a las 21.45, cuando TT envió un escueto teletipo.

—Conferencia de prensa en la comisaría central a las 22:00 —le gritó a Annika y se apresuró hacia la sala de fotógrafos.

Annika metió el cuaderno y el bolígrafo en su bolso y se encaminó hacia la salida. La excitación bullía en su estómago, ahora lo sabría. La inseguridad la hizo sentirse nerviosa, nunca antes había estado en una conferencia de prensa con la policía de Estocolmo.

—Tenemos que cambiar el fax de la oficina de Eva-Britt —dijo Berit en el ascensor.

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