Read Tengo ganas de ti Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (10 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Adiós, Pa, nos vemos.

—Dichoso tú, que estás así.

—¿Qué quiere decir?

Paolo se levanta y empieza a ordenarlo todo.

—Pues eso, que estás así, libre, que te diviertes, que haces lo que te apetece. Has estado fuera, aún estás dudoso, sin definir.

—Sí, soy afortunado.

Me marcho. Tendría que decirle demasiadas cosas. Tendría que explicarle de manera amable que ha dicho una innoble, grande y terrible gilipollez. Que uno busca la libertad sólo cuando se siente prisionero. Pero estoy cansado. Ahora no me apetece, no me apetece nada. Entro en la habitación, miro el despertador en la mesilla de noche y me quedo parado.

—¡Joder, me has despertado y sólo son las nueve!

—Sí, dentro de poco tengo que estar en la oficina.

—¡Pero yo no!

—Sí, lo sé, pero como tienes que ir a casa de papá… —Me mira perplejo—. ¿No te lo había dicho?

—No, no me lo habías dicho.

Sigue manteniendo una cierta seguridad. Después me mira con la duda de haberlo hecho o no. O está realmente seguro de habérmelo dicho o es un gran actor.

—Bueno, sea como sea, te espera a las diez. He hecho bien despertándote, ¿no?

—Pues claro, cómo no. Gracias, Paolo.

—De nada.

Nada. Ironía cero. Sigue metiendo las tazas y la cafetera ordenadamente en el seno derecho del fregadero, como siempre, sólo en el derecho.

Después vuelve sobre el tema.

—Oye, ¿no me preguntas por qué papá quiere verte a las diez? ¿No sientes curiosidad?

—Bueno, si quiere verme, imagino que después me lo dirá.

—Claro, claro.

Veo que se ha quedado un poco mal.

—De acuerdo… ¿Por qué quiere verme?

Paolo deja de lavar las tazas y se vuelve hacia mí secándose las manos con un trapo. Está entusiasmado.

—No tendría que decírtelo porque es una sorpresa.

Se da cuenta de que me estoy cabreando.

—Pero te lo digo porque me apetece. ¡Creo que te ha encontrado un trabajo! ¿Eres feliz?

—Muchísimo.

Creo que he mejorado. Consigo disimular incluso delante de una pregunta como ésa.

—Entonces, ¿qué dices?

—Que si sigo hablando contigo llegaré tarde.

Voy a arreglarme.

¿Eres feliz? La pregunta más difícil. «Para ser feliz —según Karen Blixen—, hace falta coraje.» ¿Eres feliz?… Una pregunta así sólo podría hacerla mi hermano.

Trece

Diez menos un minuto. Miro mi apellido escrito en el timbre. Es la casa de mi padre. Está escrito a bolígrafo de un modo irregular, sin fantasía, sin valor, y de alegría ni hablar. En Estados Unidos no habría pasado. Pero ¿qué importa? Estamos en Roma, en una pequeña plaza en corso Trieste, cerca de una tienda que vende ropa de imitación. La pila del escaparate, a 29,90 euros. Como si un imbécil cualquiera no entendiera que pagar por esa ropa de mierda equivale a treinta euros. Espíritu de comerciantes, falsos listillos y una sonrisa obligada. Llamo.

—¿Quién es?

—Hola, papá, soy yo.

—Eres puntual. Estados Unidos te ha cambiado —se ríe.

Querría volver a casa, pero ahora ya estoy aquí.

—¿En qué piso vives?

—En el segundo.

Segundo piso. Entro y cierro el portal a mis espaldas. Qué raro, el segundo piso nunca me ha gustado. Siempre lo he considerado una medianía entre el ático y el jardín, un lugar oscuro para quien sobrevive. Pulso el dos. Y lo mismo para el ascensor. Un trayecto demasiado corto. Inútil para quien quiere hacer un poco de deporte, incómodo de todos modos para quien no lo consigue. Papá está en la puerta, esperándome:

—Hola.

Está emocionado y me abraza con fuerza. Demasiado rato, demasiado. Se me hace un pequeño nudo en la garganta pero lo expulso a patadas. No quiero pensar. Me golpea suavemente en el hombro:

—Entonces…, ¿cómo va?

—Estupendamente.

Las patadas me han servido. Hablo con normalidad:

—¿Y tú? ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Qué te parece este pisito? Hace seis meses que me trasladé y me encuentro a gusto aquí, lo decoré yo mismo.

Querría decirle «Se nota», pero lo olvido. No me importa.

—Además es cómodo. No es demasiado grande, tendrá unos ochenta metros cuadrados, pero para mí está bien, casi siempre estoy solo.

Me mira. Cree y espera que ese «casi siempre» lleve a algún sitio. Pero no. Si es por mí… Se queda allí, atascado. Sonríe inútilmente y después toma de nuevo la palabra:

—Encontré esta oportunidad y la aproveché. Además, ¿sabes una cosa? Siempre pensé que no me gustaban los segundos, en cambio, es mejor, es más… recoleto.

Espero que no me pregunte qué significa. Lo habré oído un montón de veces. Es una de esas palabras que odio.

—Además es más cómodo, más tranquilo.

Demasiados adjetivos son casi siempre para justificar una elección equivocada.

Me recuerda una frase de Sacha Guitry: «Hay personas que hablan, hablan…, hasta que encuentran algo que decir.»

—Sí, estoy de acuerdo contigo.

Quizá habría estado de acuerdo sobre la frase, pero no puede: sólo la he pensado, no la diré en voz alta.

Me sonríe.

—¿Y ahora qué?

Lo miro desalentado. ¿Y ahora qué? ¿Qué significa «Y ahora qué»? Recuerdo a un compañero del instituto, Ciro Monini, que se sentaba en el primer banco y siempre decía: «¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?» E Innamorato, el de detrás de él, siempre contestaba: «¿Y ahora qué? ¡Café!» Y se reía. Pero lo peor es que el otro también se reía. Y lo repetían casi a diario. No sé si aún se ven. Me temo que quizá hagan el mismo juego con algún otro… ¿Y bien? Yo quiero a mi padre. Joder, estoy incómodo en esta butaca. Pero me esfuerzo.

—No sabes lo bien que he estado en Nueva York, de maravilla.

—¿Había gente? —Lo miro—. Quiero decir, italianos…

Por un instante me había preocupado.

—Sí, muchos, pero todos distintos de los que estamos acostumbrados a tratar aquí.

—¿En qué sentido?

—Pues no lo sé. Más inteligentes, más atentos… Dicen menos tonterías. Pasean, hablan sin problemas, se cuentan cosas…

—¿Qué quiere decir «se cuentan cosas»?

Si al menos estuviéramos cenando… En la mesa perdonaría a cualquiera, incluso a mis padres. ¿Quién lo dijo? Estaba en el instituto y me hizo reír. Quizá fue Oscar Wilde. No creo que lo consiga, pero lo intento.

—Que no se esconden. Afrontan su vida, y además…, admiten sus dificultades. Claro que no es casual que casi todos tengan psicoanalista.

Me mira preocupado:

—¿Por qué?, ¿tú fuiste a uno?

Mi padre siempre con la pregunta equivocada en el momento adecuado.

Lo tranquilizo.

—No, papá, no fui a ninguno.

Me gustaría añadir «Aunque quizá debería haberlo hecho. Quizá un psicoanalista norteamericano hubiera entendido mis problemas italianos.» O quizá no. Querría decírselo, pero me olvido. No sé cuánto duraremos. Trato de simplificar.

—Yo no soy norteamericano. Y nosotros, los italianos, somos demasiado orgullosos para admitir que necesitamos ayuda.

Permanece en silencio. Se preocupa; lo siento. Entonces intento ayudarlo, no dejarle que piense que él tiene alguna culpa.

—Además, ¿para qué?, ¿para tirar el dinero? Si vas a un psicoanalista y no entiendes lo que te dice porque te habla en inglés… ¡entonces sí que tienes problemas mentales! —Se ríe—. Preferí gastarlo en un curso de lengua. Lo tiro de todos modos, ¡pero no tenía esperanzas de mejorar!

Se ríe otra vez, aunque me parece que se esfuerza. Quién sabe qué querría que le dijera.

—No obstante, a veces no somos siquiera capaces de contarnos nuestros problemas a nosotros mismos.

Se pone serio.

—Eso es cierto.

—Es la misma razón por la que he leído que cada vez son menos los que se confiesan en la iglesia.

—Ya…

No parece convencido.

—¿Dónde lo has leído?

Como sospechaba.

—No me acuerdo.

—Entonces volvamos a nosotros.

¿Por qué? Volvamos a nosotros… Qué manera de hablar. Estoy mal. Estoy incómodo. Mi padre… Me estoy poniendo nervioso.

—¿Te ha dicho algo Paolo?

—¿De qué?

Mentirle a un padre… Yo no tengo nada que ver con eso de la confesión. No voy a la iglesia. Ya no.

—No, no me ha dicho nada.

—Bien… —Me sonríe entusiasmado—. Te he encontrado un trabajo.

Intento fingir lo mejor que puedo:

—Gracias.

Sonrío. Debería ser actor.

—¿Podría saber de qué se trata?

—Claro que sí, qué tonto. Pues he pensado que, como has estado en Nueva York y has hecho un curso de diseño por ordenador y de fotografía…, ¿no?

Vamos bien. Ni siquiera él está seguro de qué ha hecho su hijo en Nueva York. Y pensar que precisamente él pagaba la escuela todos los meses…

—Sí, exacto.

—Eso, lo ideal era que te encontrara algo que tuviera que ver con lo que has estudiado. ¡Y así ha sido! ¡Te han aceptado en un programa de televisión como adjunto en el grafismo por ordenador y en las imágenes!

Lo dice con un tono que parece la traducción italiana del Oscar estadounidense:
And the winner is…
El ganador es…, ¿soy yo?

—Bueno, naturalmente serás el ayudante, es decir, la persona que asiste a quien hace los diseños gráficos y se ocupa de las diversas imágenes, creo.

O sea, que no soy el ganador. Sólo un segundo clasificado.

—Gracias, papá, me parece una buena idea.

—O algo parecido, la verdad, no sé explicarte.

Aproximativo como siempre. Impreciso. Cerca de la verdad o algo parecido. Mi padre. ¿Entendió realmente alguna vez lo que sucedió con mamá? Creo que no. A veces me pregunto qué hay de él en mí. Imagino el polvo que me engendró. Lo miro, él encima de mamá. Me da la risa. Si supiera qué estoy pensando… Suena el interfono.

—Ah, debe de ser para mí. —Se levanta apresurado, ligeramente apurado. Pues claro, ¿para quién iba a ser? Yo ya no vivo aquí, como Alicia. Papá regresa pero no se sienta. Permanece de pie y mueve las manos de una manera nerviosa—. ¿Sabes?, no sé cómo decírtelo, pero hay una persona que me gustaría que conocieras. Es extraño contarle esto a un hijo, pero digamos que estamos entre hombres, ¿no? Es una mujer.

Se ríe para desdramatizar. No quiero ponérselo difícil.

—Claro, papá, no hay ningún problema…, estamos entre hombres.

Guardo silencio. Él se queda allí de pie, mirándome. No sé qué decir. Veo que evita mi mirada. Llaman a la puerta y va a abrir.

—Mira, ésta es Monica.

Es guapa. No demasiado alta, maquillada en exceso. Lleva un perfume fuerte, un vestido más o menos elegante, el pelo demasiado crespado y demasiado carmín en los labios. Sonríe y sus dientes no son gran cosa. No resulta tan guapa. Me levanto como me ha enseñado mi madre y nos damos la mano.

—Encantado.

—Tu padre me ha hablado mucho de tí. Has vuelto hace poco, ¿verdad?

—Ayer.

—¿Qué tal te ha ido fuera?

—Bien, muy bien.

Se sienta tranquila y cruza las piernas. Piernas largas, muy bonitas, zapatos un poco gastados, un poco demasiado. Por los zapatos, he leído, se conoce la verdadera elegancia de una persona. Leo un montón de cosas pero nunca recuerdo dónde. Ah, sí, era en Class, en el avión, en una entrevista a un portero de discoteca. Decía que por los zapatos decide siempre si deja entrar a una persona en su local o no. Ella se habría quedado fuera.

—¿Cuánto tiempo has estado en Nueva York?

—Dos años.

—Mucho —sonríe mirando a mi padre.

—Pero han pasado muy rápido, sin problemas.

Espero que no haga más preguntas. Quizá lo entiende. Y se detiene. Saca del bolso un paquete de cigarrillos. Diana azul. El portero hubiera dudado al respecto. Después enciende uno con un Bic de colores y, tras haber dado la primera calada, mira a su alrededor. Sólo finge hacerlo, pues en realidad no busca nada.

—Toma, Monica —mí padre se precipita junto a ella con un cenicero cogido al vuelo de un velador situado detrás.

—Gracias. —Intenta que la ceniza caiga en el cenicero, pero aún es demasiado pronto. En el cigarrillo está grabada media boca suya con pintalabios rojo, con todas sus granulaciones.

Odio el carmín en un cigarrillo.

—Bueno, yo ya me marcho, adiós.

—Adiós, Stefano, me ha gustado conocerte —sonríe un poco demasiado, y me sigue con la mirada mientras me alejo.

—Espera, te acompaño.

Voy con mi padre hacia la puerta.

—Hace algunos meses que nos conocemos. ¿Sabes?, en realidad hacía cuatro años que no salía con una mujer.

Se ríe. Cada vez que debe decir algo que le parece difícil, se ríe. Pero ¿por qué coño se reirá? Además, se justifica demasiado. Parece que siempre esté intentando convencerse a sí mismo de las elecciones que hace. De todos modos, no me importa nada. No veo la hora de marcharme.

—¿Sabes?, es simpática…

Me cuenta algo de ella, pero no lo escucho. Veo que habla, habla y habla, pero yo pienso en otra cosa. Me acuerdo de que era pequeño y que mi madre bromeaba con él en el comedor. Después empezó a correr y él detrás por el pasillo, persiguiéndola hasta la puerta del dormitorio. Yo corría detrás de papá y gritaba: «¡Sí, cojámosla, atrapémosla!» Después lucharon un poco en la puerta. Mamá se reía y quería encerrarse dentro y él, en cambio, intentaba entrar. Al final mamá soltó la puerta y corrió hacia el baño. Pero él la alcanzó y la arrojó sobre la cama. Papá se reía porque ella había empezado a hacerle cosquillas. Ese día yo también me reía. Después llegó Paolo, y mamá y papá nos hicieron salir de la habitación. Dijeron que tenían que hablar, pero se reían mientras lo decían. Entonces Paolo y yo nos fuimos a nuestra habitación a jugar. Después, algo más tarde, los dos vinieron a vernos. Pero hablaban despacio, lentamente, tenían las caras como suavizadas. Los recuerdo con una luz distinta, como si fueran luminosos. Incluso en el pelo, en los ojos, en la sonrisa. Y se pusieron a jugar con nosotros y mamá me abrazaba y se reía y me peinaba siempre el pelo. Me lo echaba hacia atrás con fuerza, para despejarme la cara. Me molestaba, pero yo la dejaba hacer. Porque le gustaba. Y porque era mi madre.

—Perdona, papá, pero tengo que marcharme…

Interrumpo quién sabe qué conversación.

—Pero ¿me has oído? ¿Lo has entendido? A las dos en Vanni. Te espera el señor Romani para el programa.

BOOK: Tengo ganas de ti
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Scarlet Letterman by Cara Lockwood
Loving Lucy by Lynne Connolly
The Convenient Bride by Winchester, Catherine
A Christmas Carol by Charles Dickens
Star Hunter by Andre Norton
Demon Night by Meljean Brook
Metallica: This Monster Lives by Joe Berlinger, Greg Milner