Read Tiranosaurio Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (2 page)

BOOK: Tiranosaurio
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Weathers sacó un paquete de Bull Durham de un bolsillo mugriento de su chaqueta y lió un cigarrillo con sus manos nudosas, negras de polvo, de uñas amarillas y agrietadas. Después encendió una cerilla de madera en los pantalones, la acercó a la punta del pitillo y chupó con fuerza. Tras dos semanas racionándose el tabaco, por fin podía darse el gusto.

Toda su vida había sido el prólogo de aquella semana llena de emociones.

Su vida iba a sufrir un vuelco radical. Lo primero era hacer las paces con su hija Robbie. La traería al Laberinto y le enseñaría su descubrimiento; así ella le perdonaría sus obsesiones, su falta de estabilidad vital y sus eternas ausencias. El descubrimiento lo redimiría como padre. Nunca había podido darle a Robbie lo que los otros padres prodigaban a sus hijas: dinero para la universidad, un coche, una ayudita para el alquiler… Suerte que ahora, gracias a él, ya no tendría que seguir trabajando de camarera en Red Lobster. Ahora podría pagarle su sueño: un taller de arte y una galería.

Entrecerró los ojos para mirar el sol. Dos horas para la puesta. Como no espabilase, llegaría de noche al río Chama. Su burro, el viejo Salt, no había bebido nada desde la mañana, y él no quería animales muertos. Lo vio dormitar en la sombra con las orejas pegadas al cuello y los labios temblorosos, sumido en alguna pesadilla; casi sintió cariño por el animal.

Apagó el cigarrillo y se guardó lo que quedaba en el bolsillo. Luego bebió un trago de agua de la cantimplora, mojó un poco el pañuelo y se refrescó la cara y el cuello. Cuando volvió a tener la cantimplora en el hombro, desató el burro y lo dirigió hacia el este, hacia la mesa yerma de arenisca. A medio kilómetro, la sima vertiginosa de Joaquin Canyon cortaba la Mesa de los Viejos, y su espectacular barranco se prolongaba hasta el río Chama, formando una red de cañones conocida como el Laberinto.

Miró hacia abajo. El fondo del cañón estaba inmerso en una sombra azul, con cierto aspecto submarino. Al fijarse en el punto en que el cañón giraba hacia el oeste (con Orphan Mesa en un lado y Dog Mesa en el otro), vio la boca del Laberinto, una abertura muy ancha que quedaba a menos de tres kilómetros. Justo en ese momento, el sol iluminaba las agujas torcidas y las extrañas formaciones rocosas de la entrada.

Una mirada atenta al borde le permitió encontrar el camino que descendía casi imperceptiblemente hacia el fondo. Era una bajada traicionera, sembrada de desprendimientos que obligaban al viajero a bordear despeñaderos de trescientos metros, pero no existía ninguna otra manera de adentrarse en la zona de altiplanos del este desde el río Chama. Solo se atrevían los muy valientes.

«Menos mal», pensó Weathers.

Bajó con precaución, vigilando sus pasos y los del burro. Llegar al cauce seco fue un alivio. Si seguía por Joaquín Wash, podría llegar al Laberinto, y por este al río Chama. En Chama Bend había un meandro muy cerrado que no solo era perfecto para acampar, sino que gracias a una lengua de arena permitía nadar. Nadar… ¡Qué gusto! El día siguiente por la tarde ya estaría en Abiquiú. Lo primero que haría sería llamar por teléfono a Harry Dearborn, ni que fuera para avisarlo. (Ya hacía días que se le había acabado la batería del móvil.) La idea de darle a alguien la noticia le llenó de emoción.

Al llegar al fondo, donde terminaba el camino, miró hacia arriba. La pared del cañón estaba oscura, pero los últimos resplandores del sol encendían el borde rocoso. Se quedó de piedra. Trescientos metros más arriba, una silueta se asomaba a observarlo.

Susurró una palabrota. Era el mismo hombre que lo había seguido hacía dos semanas desde Santa Fe hasta el desierto del Chama. La gente de su estofa conocía el talento especial de Weathers, pero eran demasiado perezosos o demasiado tontos para hacer prospecciones por su cuenta, y pretendían birlarle lo que era suyo. Se acordó del personaje: un tío con pinta de duro que iba en una Harley, un motero de pega que le había seguido el rastro por Española, Abiquiú y Ghost Ranch, siempre a una distancia de doscientos metros, sin esforzarse por disimular. Era el mismo tipejo a quien había visto al principio del viaje por el páramo; el mismo que lo había seguido a pie entre Joaquín Wash y el río Chama, sin quitarse de la cabeza el pañuelo de motero, y a quien había despistado en el Laberinto, de donde había tardado más en salir que Weathers en llegar a la cima de la Mesa de los Viejos.

Dos semanas y aún lo tenía encima. ¡No era tozudo ni nada, el cabroncete!

Stem Weathers examinó las curvas perezosas de Joaquin Wash. Luego se fijó en las agujas pétreas que señalaban la boca del Laberinto. Volvería a despistarlo por el Laberinto. Y esta vez, con un poco de suerte, el muy hijo de puta se quedaría dentro.

Continuó cañón abajo, volviendo a ratos la cabeza, pero ya no lo seguía nadie. El motero había desaparecido. Quizá conociera un camino de bajada más corto.

Weathers sonrió. Le constaba que no había ningún otro.

Una hora de descenso por Joaquin Wash bastó para aplacar su enfado y su nerviosismo. Aquel tío era un aficionado. No era la primera vez que un tonto lo seguía al desierto y acababa perdiéndose. Weathers, con toda una vida de dedicación a sus espaldas, tenía un sexto sentido, algo inexplicable que no había aprendido en un manual ni en un postgrado; algo que, de hecho, no podían aprender ni los doctores, con todos sus mapas geológicos y sus estudios con radares de apertura sintética de banda C. Lo que ellos no lograban, lo conseguía él con un burro y un georradar casero montado en un viejo IBM 286. Así las cosas, era normal que lo despreciaran.

Se volvió a entusiasmar. A él no le estropeaba ningún cabrón la mejor semana de su vida. El burro se plantó. Weathers paró a echar un poco de agua en su sombrero, dejó beber al animal y lo azuzó otra vez a palabrota limpia. El Laberinto estaba justo delante. En sus entrañas, cerca de Two Rocks, había algo tan escaso en esos pagos como el agua: un saliente rocoso cubierto de culantrillo del que caían gotas de agua en una pila prehistórica labrada en la arenisca por los indios. Weathers decidió acampar ahí, no en Chama Bend, donde sería blanco fácil. Hombre prevenido vale por dos.

Rodeó la columna de piedra que identificaba el acceso. Las paredes de arenisca eólica que se cernían sobre él por ambos lados tenían más de trescientos metros de altura. Se trataba de la majestuosa Formación Entrada, los restos compactados de un desierto jurásico. Dentro del cañón reinaba un silencio como el de las catedrales góticas. Respiró a fondo el aroma a tamarisco. Arriba, la luz que bañaba las rocas había pasado del ámbar al dorado, señal de que el sol se aproximaba al horizonte.

Se internó en el dédalo de cañones hacia donde confluían Hanging Canyon y Mexican Canyon, formando una de tantas ramificaciones. Dentro del Laberinto no servían de nada los mapas. Por otro lado, su gran profundidad inutilizaba cualquier GPS o teléfono móvil.

La primera bala lo alcanzó en el hombro por detrás. La sensación se parecía más a un puñetazo que a un balazo. Weathers cayó a cuatro patas en el suelo, la sorpresa le impidió pensar. Comprendió que le habían pegado un tiro cuando el eco de la detonación se propagó por los cañones. De momento no sentía dolor, solo un hormigueo sordo; sin embargo, vio un trozo de hueso sobresaliendo por un agujero de la camisa y un chorro de sangre que salpicaba la arena.

Virgen santísima…

Se incorporó justo cuando la segunda bala mordía la arena a sus pies. Los disparos procedían del borde, a la derecha. Tenía que volver al cañón, que estaba a menos de doscientos metros. El pilar de piedra. Era el único refugio. Corrió con todas sus fuerzas.

El tercer disparo levantó la arena delante de sus botas. Viendo que aún tema alguna posibilidad, Weathers corrió. El tirador le había tendido una emboscada desde el borde del precipicio. Tardaría varias horas en bajar. Si Weathers conseguía llegar al pilar, no todo estaría perdido. Hasta podía sobrevivir. Corrió en zigzag con los pulmones doloridos. Cincuenta metros, treinta…

Oyó el disparo después de sentir el impacto de la bala en la base de la espalda y de ver que sus vísceras se derramaban por la arena, mientras la inercia lo hacía caer de bruces. Intentó levantarse entre gemidos, arañando el suelo. Le daba tanta rabia que le robaran su descubrimiento que se giró bruscamente, aferrando su cuaderno de bolsillo, y quiso tirarlo con un grito, destruirlo para que no cayera en manos del asesino. Por desgracia, no había donde esconderlo. Luego fue como un sueño. No podía pensar, no podía moverse…

2

Tom Broadbent tiró de las riendas de su caballo. El eco de cuatro disparos acababa de sobrevolar Joaquin Wash desde los grandes cañones del este del río. Se preguntó cuál podía ser la causa. No era temporada de caza, y para practicar el tiro al blanco en los cañones había que estar como una chota.

Miró su reloj. Las ocho. Acababa de ponerse el sol. El eco parecía proceder de las extrañas formaciones rocosas que había en la boca del Laberinto. Como mucho un cuarto de hora a caballo. Tenía tiempo para dar un rodeo rápido. Pronto saldría la luna llena. Además Sally, su mujer, no lo esperaba antes de medianoche.

Dio media vuelta a su caballo, Knock, y trotó por el lecho hacia la entrada del cañón, siguiendo huellas frescas de un hombre y un burro. Al otro lado de un recodo se le apareció una forma oscura pegada al suelo. Un hombre tumbado boca abajo.

Se acercó, desmontó y se arrodilló con el corazón en un puño. El hombre tenía balazos en la espalda y el hombro, y su sangre aún corría por la arena. Le palpó la carótida. Nada. Lo puso boca arriba, y sus vísceras se derramaron en la arena.

Le limpió la arena de los labios sin perder ni un segundo y le hizo el boca a boca. Luego se inclinó para practicarle un masaje cardíaco: dos bruscos empujones en la caja torácica que estuvieron a punto de romperle las costillas, y luego otra vez el boca a boca. Salieron burbujas de aire por los labios. Tom administró a la víctima un poco de reanimación cardiopulmonar y le tomó el pulso.

Por increíble que pareciera, el corazón volvía a latir.

De repente la víctima abrió los ojos, unos ojos muy azules que miraron fijamente a Tom desde una cara sucia de polvo y quemada por el sol. Una respiración entrecortada hizo vibrar el aire en su garganta. Sus labios se separaron.

—No… cabrón…

Sus ojos se abrieron como platos. Tenía los labios manchados de sangre.

—¡Eh, oiga —dijo Tom—, que no soy el que le ha disparado!

La mirada de los ojos se hizo escrutadora, mientras el miedo se convertía en otra cosa: esperanza. La mirada bajó hacia la mano, como si quisiera llamar la atención sobre algo.

Al seguirla, Tom vio que el moribundo se aferraba a un cuadernito con tapas de cuero.

—Coja… —le oyó decir en un resuello.

—No intente hablar.

—¡Que lo… coja!

Tom cogió el cuaderno. La tapa estaba pegajosa de sangre.

—Es para Robbie —dijo el hombre con el poco aliento que tenía, contrayendo los labios por el esfuerzo—. Mi hija… Prométame que se lo dará… Ella sabrá encontrarlo…

—¿El qué?

—… el tesoro…

—Ahora no piense en eso. Vamos a salir de aquí. Usted resista y…

El hombre se asió a la camisa de Tom con una mano temblorosa.

—Es para ella… Robbie… Para nadie más… La policía no, por favor… Tiene… que prometérmelo.

Su mano retorció la camisa con una fuerza impresionante, el último espasmo de fuerza en la agonía.

—Se lo prometo.

—Dígale a Robbie… que la… quie…

Sus ojos se desenfocaron. La mano se relajó y se deslizó hacia abajo. Tom se dio cuenta de que ya no respiraba.

No sirvió de nada repetir la reanimación. Después de diez minutos sin resultado, Tom desató despacio el pañuelo de la cabeza del muerto y le tapó la cara.

De repente tuvo una idea: «El asesino aún debe de estar cerca». Miró atentamente el borde del cañón y las rocas caídas. El silencio era tan profundo que las propias piedras parecían estar vigilándolo. «¿Dónde está el asesino?» Por ahí no había ninguna huella aparte de las del cazador de tesoros y su burro. El animal estaba a unos cien metros, durmiendo a cuatro patas con todo el equipaje. El asesino tenía una escopeta, y la ventaja de la altura. No había que descartar que en ese mismo instante Broadbent estuviera en su punto de mira. Y Tom solo tenía un cuchillo.

«Vete ahora mismo.» Se levantó, cogió las riendas de su caballo y montó, clavando las espuelas. El caballo empezó a galopar por el cañón, hasta rodear la entrada del Laberinto. Tom solo le dejó pasar del galope al trote después de haber cruzado medio Joaquín Wash. Al este se había levantado una luna grande como de mantequilla que iluminaba el lecho de arena.

Si le sacaba el máximo partido a su caballo, en dos horas estaría en Abiquiú.

3

Jimson
Weed
Maddox iba por el fondo del cañón silbando «Fiebre del sábado noche». Se sentía en la gloria. El AR15 calibre.223 ya estaba desmontado, limpio y bien escondidito en una grieta tapada con piedras.

El cañón desértico cambió dos veces de sentido. El cabrón de Weathers había intentado despistarlo por el Laberinto, usando dos veces la misma estratagema, pero a Jimson A. Maddox se le podía engañar una vez, no dos.

Entre que daba zancadas, y que tenía las piernas largas, corría que daba gusto. Tener un mapa y un GPS no lo había salvado de pasarse casi toda una semana vagando por el Laberinto, pero no había sido una pérdida de tiempo; ahora no solo conocía el Laberinto, sino que se hacía una idea bastante exacta de la zona de altiplanos que había pasado este. Y la emboscada a Weathers, con tanto tiempo para prepararla, le había salido de perlas.

Respiró el aire del cañón, algo perfumado. El paisaje no se diferenciaba demasiado del de Irak, donde había estado de sargento de artillería durante la operación
Tormenta del Desierto.
Era lo menos parecido a la cárcel: ahí no te agobiaba nadie, ni había maricones, hispanos o negros que turbaran la paz. Todo seco, vacío, silencioso.

Rodeó la columna de arenisca de la entrada del Laberinto. La víctima de sus disparos estaba en el suelo, como una forma oscura en el crepúsculo.

Se paró. Había huellas frescas de caballo que se acercaban al cadáver por la arena y volvían a alejarse. Corrió hacia el muerto.

Estaba de espaldas, con los brazos extendidos y el pañuelo en la cara. Alguien había estado allí. Hasta era posible que ese alguien lo hubiera visto todo. Iba a caballo, y avisaría enseguida a la policía.

BOOK: Tiranosaurio
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Star Garden by Nancy E. Turner
New Sight by Jo Schneider
Black Widow by Chris Brookmyre
Twisted Pursuits by Morrison, Krystal
Free Pass (Free Will Book 1) by Kincheloe, Allie