Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (7 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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Pero, Marcos, ¿cómo vamos a conocer a la gente que nos rodea si no sabemos cómo son realmente, si no conocemos sus jadeos, sus deseos sexuales, la forma en que muestran su pasión más extrema…? ¿Cómo puede ser que no conozcamos todo eso? Cuando seríamos mucho más felices si nuestro yo sexual controlara nuestra vida y nuestro rostro mostrara la felicidad de la pasión.

El ensayo general comenzó en Essen y ella se olvidó de mí a partir de ese instante.

Recuerdo cada una de sus palabras. Jamás me he atrevido a aplicar nada de lo que me dijo, pero sé que no hablaba de orgías ni de hacer lo que deseáramos en cualquier instante de la vida.

Hablaba de que la felicidad que sentimos en la alcoba debía trasladarse a la oficina, a un día triste de invierno mientras paseamos por la calle o esperamos el autobús.

Cuando mi jefe cogía el arco creo que su yo sexual aparecía. El sonido que emitía era como minijadeos de pasión. Y todo él resplandecía como nunca lo había visto. Ese día pensé que mi madre tenía razón y la comprendí un poco más.

—Haré lo que pueda —respondí a mi jefe mientras entrábamos en las oficinas.

Quizá ésa hubiera sido una buena respuesta también al discurso de mi madre en Essen.

Pero no le dije nada. Con mi madre muchas conversaciones quedaban inconclusas. Ella no creía en finalizar ni discusiones, ni charlas ni espectáculos de danza.

Decía que los puntos finales facilitan la vida a la gente. Los puntos aparte y los suspensivos incrementan la inteligencia.

Cómo la echaba de menos; me dolía su pérdida hasta un extremo que jamás hubiera imaginado. Deseaba llorar, pero no conseguí hacerlo. Tan sólo había soltado una solitaria lágrima en una terraza. Y eso no llega a lloro. Lloro son como mínimo dos o tres lágrimas; una sólo es pena.

Nos dirigimos al sótano. Era lógico que retuvieran allí al extraño. Las caras de todos aquellos con los que nos tropezábamos me miraban con esperanza. Todos sabían de mi don y de lo que yo podía hacer.

Mi don… Es difícil explicarlo. Cómo aprendí a utilizarlo es todavía mucho más extraño de relatar. Cómo acabé trabajando para ellos, pues creo que tampoco es nada sencillo de explicar.

Pero deseo contároslo. Hay cosas, pequeños detalles, que forman parte de uno mismo y te hacen ser como eres. Y el don era algo que me definía.

Aunque lo utilizaba muy poco. No me gustaba usarlo en la vida normal, así que lo tenía casi siempre desconectado. Hacía que me sintiera más vivo. Si hubiera tenido conectado el don cuando vi a la chica del Español quizá no habría sentido lo mismo por ella.

Lo que sentí fue primario, fue muy auténtico. Enamorarme de una espera. Volví a pensar en ella, aún estaría en el teatro, disfrutando, sonriendo y gozando de aquella obra del viajante.

¿Cómo podía añorarla tanto sin conocerla? El ser humano es mágico e indescriptible. Sentía algo especial al volver a recordarla.

La primera vez que me encontré con el don fue también en un teatro. Yo tenía diecisiete años. Dicen que ésa es la edad en la que aparecen los dones. Ese día conocí en los camerinos a una bailarina nueva. Mi madre confiaba mucho en ella para dar un nuevo estilo a su coreografía.

Me tropecé con la danzarina en aquellos vestuarios profundos de Colonia y, de repente, sin entender por qué, en apenas un par de segundos, tan sólo mirándola, conocí toda su vida.

Sus sueños, sus deseos, sus mentiras llegaron a mí. Todo lo que eran sentimientos y pasiones realizadas me fueron transmitidas de manera clara, como si las recibiera a través de infrarrojos.

Percibí el dolor por la muerte de su hermano pequeño. Un dolor tan grande que me di cuenta de que provenía de la culpabilidad que ella sentía por haberlo dejado solo en casa. También sentí la tristeza que la invadía cada vez que tenía sexo con desconocidos. No le gustaba, la violaron con quince años y el sexo para ella jamás era agradable, tan sólo formaba parte de algo que sentía que debía hacer aunque no fuera placentero.

Y como esos dos sentimientos tan profundos, me llegaron más de una docena. Era como escarbar en su vida sin ni tan siquiera desearlo. Mi rostro se llenó con sus emociones, hasta tal punto que tuve que marcharme, alejarme de ella. No sabía qué había pasado, pero había visto su vida, sus puntos débiles y también lo que hacía que se sintiera cómoda y orgullosa.

También me llegó su odio hacia mi madre. Era un odio tan fuerte y terrible que llegué a pensar que incluso podía matarla.

Pero no le dije nada a mi madre, porque no pensé que nada de aquello fuera cierto.

Dos meses más tarde, aquella bailarina le clavó a mi madre unas tijeras en el corazón. No fue grave, pero tan sólo dos centímetros más hacia la izquierda y mi madre hubiera muerto.

En la UCI le conté lo que había sentido cuando conocí a su atacante. Ella me miró, se tomó su tiempo y me dijo:

—Tienes un don, Marcos. Aprende a utilizarlo y no dejes jamás que él te utilice a ti.

Nunca más volvimos a hablar de mi don. Su corazón se recuperó. A ella nunca le importó, porque su desprecio hacia ese órgano que consideraba sobrevalorado era máximo. Yo creo que era su esófago el que controlaba sus emociones más importantes.

—¿Quieres entrar solo a ver al extraño? —preguntó mi jefe.

Asentí.

—¿Cuánto hace que lo tenéis retenido? —pregunté antes de entrar.

—Tres meses —contestó.

—¿Hace tres meses que lo tenéis encerrado? —me indigné.

—Hemos probado todo tipo de métodos, pero no hemos logrado saber si es o no es un extraño. A ver qué dice tu don.

Si habían recurrido a mí era porque yo era su última opción. Antes que yo, seguramente habían cruzado esta puerta militares, psicólogos, médicos e incluso hasta torturadores de élite. Todos ellos debían de haber fracasado porque en las altas esferas mi don no era muy popular.

—¿Cómo se ha enterado la prensa? —indagué.

El jefe se estaba poniendo cada vez más nervioso. Creo que no quería que le hiciera preguntas sino que le diese respuestas.

—Filtraciones, supongo —musitó sin ningún interés.

—Pues, por lo que he visto en televisión, en pocas horas los medios querrán conocerle.

—Por eso estás aquí —sentenció, deseoso de que entrase.

—Tenéis que apagar todas las cámaras, si no habrá interferencias.

Su rostro cambió radicalmente; no pretendía perder la comunicación con aquella sala.

—¿Por esta vez no puedes intentar poner tu don en marcha con las cámaras en funcionamiento?

—El don no funcionará —le recordé—. Las interferencias electromagnéticas no me dejarán distinguir lo que es real de lo que es falso. Lo imaginado de lo acontecido.

Mi jefe se frotó el rostro; no le agradaba en absoluto. Imaginé lo que le costaría trasladar mi petición a sus superiores. No les haría ninguna gracia perder ese momento curioso con el extraño.

—Está bien, lo apagaremos todo —aceptó—. Tú haz lo que debas para obtener la información.

Se fue y me quedé solo ante aquella puerta.

Antes de entrar y de girar el pomo comencé a dejar que el don penetrara en mí. No era algo doloroso, era una mezcla de extrañeza y placer.

No os he hablado mucho del don, pero cuando dejo que me invada me siento muy poderoso.

El don me hace presentir… Bueno, no me gusta esa palabra… Digamos que me «da» de inicio el recuerdo más terrible y también el más placentero de la persona a quien estoy mirando a los ojos fijamente.

He visto crímenes horribles, deseos consumados, dolor insoportable, terror psicológico y seguidamente amor sin límites, pasión desenfrenada y felicidad extrema.

En ese instante inicial en el que observo a la persona obtengo esa dualidad de sentimientos. Es como ver un tráiler de ambos sentimientos. Me llegan, veo la secuencia de sus dos grandes instantes y seguidamente recibo doce momentos extra. Son como una sucesión que va de lo horrible a lo placentero. Como si fueran números complementarios de la lotería principal.

Ésos ya no los veo como tráilers de dos minutos sino como
teasers
de catorce segundos.

Y, a veces, en esos doce momentos está la clave de la persona que examino. A menudo, los extremos están tan alejados que no me sirven para comprender a la persona. Los extremos no nos definen.

Recuerdo el primer día que colaboré con la policía. Mi panadero de Santa Ana me vendió una baguette. Yo tenía el don encendido aquel día y de repente vi con todo detalle cómo asesinaba a su mujer y seguidamente sentí su amor por los caballos. La equitación era su pasión. Esa veneración por los animales se solapaba con la muerte dolorosa de un ser humano entre sus manos.

Fui a la policía. Aún no comprendo por qué aquel inspector me creyó. Justamente es el mismo al que ahora llamo jefe. Han pasado años y ambos hemos cambiado en lo físico, pero poco en lo esencial.

Recuerdo cuando le conté todo lo que había sentido sobre el panadero. Él descolgó el teléfono y sin dudarlo envió una patrulla, que encontró el cadáver de la esposa a punto de ser horneado y convertido en alimento para yeguas y caballos.

Me sentí tan inútil cuando me lo contó, cuando me enseñó las imágenes del cadáver troceado… No había conseguido salvar la vida de esa mujer. Ella estaba muerta, porque ese don no me daba más que imágenes consumadas.

Jamás me mostraba el futuro, ni asesinatos planeados pero no realizados, ni sueños turbios y horrendos pero que no habían sido ejecutados.

Nunca había deseos sino realidades. En el caso de la bailarina de mi madre vi odio, pero jamás pensé que ese odio se convertiría en intento de asesinato.

Fui al sepelio de la mujer de mi panadero.

Me sentí fatal, pensaba que era cómplice de ese asesinato por haber, de alguna manera, sido testigo de ese instante.

Aunque con retraso, había presenciado su muerte como un convidado de piedra. Era duro de soportar. Yo era como un vídeo, tenía la secuencia grabada pero no había estado en el directo. Un observador macabro del diferido.

El jefe también estaba en el entierro. Me observó sin decir nada. A la salida me invitó a un café helado. Y en aquel horrible bar de cementerio fue directo al grano.

—¿Te gustaría trabajar conmigo?

—¿Con la policía? —indagué.

—Sí —respondió—. Aunque me gustaría que tan sólo tuvieras contacto conmigo para evitar…

—¿Burlas? —pregunté.

Él escogió bien la palabra; me gustó, es lo que habría hecho mi madre en aquella situación.

—Malentendidos —precisó.

Le dije que debía pensarlo.

Tenía el don desde hacía más de seis años y jamás había pensado que pudiera servir para nada más que para descubrir qué rara es la gente, ya que observaba simultáneamente su maldad y su extrema bondad.

—¿Puedo pedirte algo? —dijo en cuanto me levanté sin haber bebido un sorbo de mi café helado.

Supe lo que iba a pedirme. Cuando hablo a la gente de mi don todos desean que lo use en ellos. Que les revele esos dos estados extremos que conviven dentro de ellos y sus doce sentimientos colindantes.

—¿Quiere conocer sus extremos? —pregunté sin rodeos, facilitándole el mal trago.

Él afirmó acabando su café helado con pasión. Instalé el don en mí y le miré.

—Mató a un detenido, no fue algo premeditado ni hecho a propósito —dije al ver aquella secuencia nítida en mi mente—. Usted no fue el causante de aquella desgracia, sino un policía con barba que rondaba los cincuenta años, pero usted se siente culpable por ese asesinato. Nunca lo ha olvidado.

Su cara palideció, supongo que no debía de ser agradable encontrarte con un desconocido en un bar de cementerio y que desvelase tu gran secreto.

—Tiene una amante —continué—. Una chica portuguesa. Ella es su gran alegría, el otro extremo. Los viernes por la tarde se ven en la casa que ella tiene cerca de un río. Usted se siente muy joven cuando está con ella. Esas horas que pasan juntos son su felicidad extrema.

No dijo nada. Además me di cuenta de que era viernes y de que seguramente la ropa elegante y el olor a colonia no eran una muestra de respeto hacia la mujer del panadero sino hacia la chica portuguesa que rondaba los cuarenta.

Él no dijo nada, y yo me marché del bar.

Ya en la calle dudé si aceptar su oferta. Mientras veía aquel centenar de tumbas decidí que aquello no era para mí.

Tardé dos años más en aceptar su oferta. Aunque durante aquel tiempo nos hicimos amigos. Conocí a la chica portuguesa y visité la tumba del hombre que asesinó a aquel detenido. Aquel policía con barba era su padre. Él nunca tuvo coraje de denunciar lo que hizo pero hablarme de ello hacía que se sintiera mejor.

¿Por qué acepté trabajar con él? Pues creo que fue para dar un sentido a mi don. Lo necesitaba. Todos deseamos que nuestros actos tengan un sentido.

Delante de aquella puerta, a punto de girar el pomo y conocer al extraño más famoso del mundo, sentía que el don cobraba su verdadero sentido.

Si el extraño era quien decía la televisión, la imagen que obtendría de él serviría para saber cuál era su historia, su origen y hasta sus intenciones en este planeta.

La bondad y la maldad son como los puntos cardinales de uno mismo. Como ese juego en el que hay que unir catorce puntos para obtener una imagen.

Los catorce puntos estaban en mi mano.

Cogí aire, puse el don al máximo y abrí la puerta.

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