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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (60 page)

BOOK: Último intento
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—Más tarde —Le digo y levanto una mano antes de que él pueda preguntarme nada—. La madre de este chico está en mi oficina —digo y señalo el cuerpo.

—Mierda —dice Fielding—. Mierda es lo único que puedo decir de este mundo de porquería.

—Ella quiere ver a su hijo. —Tomo un trapo de una bolsa que hay sobre una camilla y limpio la cara de rasgos delicadamente lindos del muchacho. Su pelo es del color del heno y, con excepción de su cara arrebatada, su piel es como leche rosada. Tiene pelusa sobre el labio superior y los primeros indicios de vello púbico; sus hormonas recién comienzan a alborotarse preparándolo para una vida adulta que no está destinado a tener. En otros sentidos, su cuerpo fuerte y joven no exhibe ninguna señal de violencia, ninguna huella de que podía haber tenido alguna razón en el mundo para no vivir. Los suicidas pueden representar un gran desafío. Al contrario de lo que la gente cree, estas personas rara vez dejan una nota. Por lo general no siempre hablan de lo que sienten en vida y, en ocasiones, tampoco sus cuerpos muertos tienen mucho que decir.

—Maldición —murmura Jack.

—¿Qué sabemos acerca de esto? —Le pregunto.

—Sólo que empezó a portarse de una manera rara en la escuela más o menos por Navidad. —Jack toma la manguera y le enjuaga la cavidad torácica hasta que brilla como el interior de un tulipán. —Su padre murió de cáncer de pulmón hace algunos años.—El agua cachetea.—Ese maldito Stanfield, por el amor de Dios. Tres malditos casos suyos en cuatro semanas de porquería. —Jack enjuaga el bloque de órganos, que brilla en distintas tonalidades intensas sobre la tabla de corte, aguardando su violación definitiva. —No hace más que aparecer por aquí como una maldita moneda falsa. —Jack toma un cuchillo quirúrgico grande del carrito. —De modo que este chico va ayer a misa, vuelve a su casa y se ahorca en los bosques.

Cuantas más palabrotas usa Jack Fielding, más trastornado está. Y ahora está muy trastornado.

—¿Qué pasa con Stanfield? —Pregunto—. Creí que iba a renunciar.

—Ojalá lo hiciera. Ese tipo es un idiota. Llama acerca de este caso y, ¿a qué no sabes qué más? Al parecer, va a la escena. El chico cuelga de un árbol y Stanfield corta la soga.

Tengo la sensación de que sé lo que viene a continuación.

—Cortó la soga a través del nudo.

No me equivocaba.

—Esperemos que primero haya tomado fotografías.

—Están allá —dice él y con la cabeza indica el mostrador del otro extremo de la sala.

Voy a ver las fotografías. Son espantosas. Al parecer, Benny ni siquiera pasó por su casa para cambiarse de ropa cuando volvió de la iglesia, sino que fue derecho a los bosques, arrojó una soga de nylon sobre la rama de un árbol, hizo un lazo en un extremo y enhebró el otro extremo por él. Después hizo otro lazo con un nudo corredizo y se lo pasó por la cabeza. En las fotografías, está vestido con un traje azul Marino y una camisa blanca. En el suelo hay una corbata a rayas rojas y azules de las que se enganchan atrás, que o bien fue desplazada por la soga o él se la quitó antes. Está de rodillas, con los brazos colgando a los costados, la cabeza inclinada hacia abajo, una posición típica de los suicidios de este tipo. No he tenido muchos casos en que la gente esté totalmente suspendida, con los pies colgando en el aire. El asunto es poner suficiente compresión en los vasos sanguíneos del cuello para que la sangre insuficientemente oxigenada llegue al cerebro. Hacen falta sólo dos kilos de presión para comprimir las venas yugulares y un poco más del doble para ocluir las carótidas. El peso de la cabeza contra el nudo corredizo es suficiente. La inconsciencia llega rápido. La muerte, en apenas minutos.

—Hagamos lo siguiente —Le digo a Jack cuando vuelvo junto a él—. Cubrámoslo. Le pondremos encima sábanas plastificadas para que la sangre no se filtre por la tela. Y dejemos que la madre lo vea antes de que hagas nada más con el cuerpo.

Él hace una inspiración profunda y arroja el escalpelo de nuevo en el carrito.

—Iré a hablar con ella y veré qué más puedo averiguar —digo y me alejo—. Avísale a Rose cuando estés listo. Gracias, Jack. —Hago una pausa para mirarlo a los ojos. —¿Hablaremos más tarde? Nunca tomamos ese café juntos. Nunca ni siquiera nos deseamos mutuamente Feliz Navidad.

Encuentro a la señora White en mi sala de reuniones. Ha dejado de llorar y está deprimida, la mirada fija en la nada, sin pestañear y sin vida. Apenas se enfoca en mí cuando entro y cierro la puerta. Le digo que acabo de ver a Benny y le daré a ella oportunidad de verlo dentro de unos minutos. Los ojos se le llenan de lágrimas de nuevo y quiere saber si su hijo sufrió. Le digo que debe de haber quedado inconsciente bastante rápido. Ella quiere saber si murió porque no podía respirar. Le contesto que todavía no tenemos todas las respuestas, pero que es poco probable que sus vías respiratorias estuviera obstruidas.

Benny puede haber muerto por daño cerebral hipóxico, pero me inclino más a sospechar que la compresión de los vasos sanguíneos produjo una respuesta vasovagal. En otras palabras, el ritmo de su corazón disminuyó y él murió. Cuando le menciono que su hijo estaba arrodillado, ella sugiere que tal vez le estaba pidiendo al Señor que se lo llevara.

—Puede ser —respondo—. Es posible que haya estado orando.

Consuelo a la señora White lo mejor que puedo. Ella me informa que un cazador buscaba un ciervo al que le había disparado más temprano y encontró el cuerpo de Benny, que no podía haber muerto hacía mucho porque desapareció en cuanto salió de la iglesia, a eso de las dos y media, y la policía apareció en su casa a eso de las cinco. Ellos le dijeron que el cazador encontró a Benny más o menos a las dos. De modo que, al menos, él no estuvo allá solo mucho tiempo, dice la mujer sin cesar. Y que fue una suerte que tuviera su Nuevo Testamento en el bolsillo del saco, porque tenía su nombre y dirección en él. Fue así cómo la policía lo identificó y localizó a la familia.

—Señora White —Le digo—, ¿últimamente notó que a Benny le pasaba algo? ¿Por ejemplo, en la iglesia, ayer por la mañana? ¿Le sucedió algo que usted sepa?

—Bueno, ha estado muy irritable. —Ahora está más tranquila. Habla de Benny como si su hijo estuviera esperándola en el sector de recepción.—El mes que viene cumplirá doce años, y ya sabe usted cómo son los chicos a esa edad.

—¿Qué quiere decir con eso de «irritable»?

—Que solía encerrarse en su cuarto, cerrar la puerta con llave y escuchar música con los auriculares puestos. Y cada tanto se pone insolente conmigo, y no solía ser así. Confieso que me preocupaba. —La voz se le quiebra. Parpadea, como si de pronto recordara dónde está y por qué razón. —No entiendo por qué tenía que hacer algo así. —Las lágrimas le brotan a borbotones de los ojos. —Sé que, en la iglesia, algunos chicos le han hecho pasar muy malos ratos. Se burlan mucho él y lo llaman «lindo».

—¿Alguno se burló de él ayer? —Pregunto.

—Podría muy bien ser. Todos van juntos a la Escuela Dominical. Y ha habido muchos rumores, ya sabe, acerca de esos asesinatos en la zona. —Hace una nueva pausa. No quiere seguir avanzando por un camino que la lleva a un tema que le resulta desconocido y aberrante.

—¿Los dos hombres asesinados justo antes de Navidad?

—Aja. Los que dicen que estaban malditos, porque no es así como se crearon los Estados Unidos, ya sabe. Con gente que hacía esas cosas.

—¿Malditos? ¿Quién dice que estaban malditos?

—Eso dicen los rumores. Se habla mucho —Continúa y respira hondo—. Con Jamestown tan cerca. Siempre hubo relatos de gente que veía los fantasmas de John Smith y Pocahontas y todo el resto. De pronto estos hombres son asesinados cerca de allí, cerca de la isla Jamestown, y se empieza a hablar de que ellos eran, bueno, ya sabe, «anormales», que es la razón por la que alguien los mató, supongo. O, al menos, eso fue lo que oí decir.

—¿Usted y Benny hablaron de esto? —El corazón me pesa cada vez más.

—Sí, algo. Quiero decir, todo el mundo habla de esos hombres que fueron torturados, asesinados y quemados. Desde entonces, la gente cierra más que antes las puertas de su casa con llave. Debo reconocer que asusta. De modo que Benny y yo hemos hablado del tema, sí. Si quiere que le diga la verdad, él se puso más irritable desde que eso pasó. Así que quizás eso fue lo que lo afectó. —Silencio. Mira fijamente la superficie de la mesa. No puede decidir qué tiempo de verbo usar cuando habla de su hijo muerto.—Eso y que los otros chicos lo llamen «lindo». Benny detestaba eso, y no lo culpo. Yo siempre le digo: «Espera a crecer y ser más apuesto que los demás. Entonces las chicas harán cola para estar contigo. Eso les enseñará a los chicos a respetarte». —Sonríe un poco y se echa a llorar de nuevo. —Él es muy sensible con eso. Y ya sabe lo crueles que pueden ser los chicos con sus bromas.

—¿Será posible que ayer los chicos se hayan burlado mucho de él en la iglesia? —La voy guiando. —¿Le parece que tal vez los chicos hicieron algún comentario sobre los así llamados «crímenes por odio», acerca de los gays y, quizá, dado a entender que…?

—Bueno —Suelta ella—. Bueno, sí. Acerca de las maldiciones contra las personas que son «anormales» y malas. La Biblia lo dice con toda claridad: «Dios los entregó a su propia lujuria» —Cita ella.

—¿Existe alguna posibilidad de que Benny haya estado preocupado por su sexualidad, señora White? —Se lo pregunto con dulzura, pero también con firmeza.—Es algo bastante normal cuando los chicos entran en la adolescencia. Tienen gran confusión con respecto a su identidad sexual y esa clase de cosas. En especial en la actualidad. El mundo es un lugar complicado, mucho más complicado de lo que solía ser. —Suena la campanilla del teléfono. —Discúlpeme un instante.

Es Jack y me dice que Benny está listo para que su madre lo vea.

—Y Marino está aquí y la busca. Dice que tiene información importante para usted.

—Dile dónde estoy —Y corto la comunicación.

—Benny me preguntó si a esos hombres les hicieron esas cosas tan espantosas porque eran… Utilizó la palabra «raros» —dice la señora White—. Yo le contesté que muy bien podría haber sido un castigo de Dios.

—¿Cómo reaccionó él? —Le pregunto.

—No recuerdo que dijera nada.

—¿Cuándo sucedió esto?

—Hace alrededor de tres semanas. Justo después de que hallaron el segundo cuerpo y en todos los periódicos se decía que eran crímenes por odio.

Me pregunto si Stanfield tiene alguna idea del gran daño que ha causado filtrándole a su maldito cuñado detalles de la investigación. La señora White sigue parloteando nerviosamente mientras el espanto crece en ella con cada paso que damos por el corredor. La acompaño hasta el frente de la oficina y transponemos una puerta que nos conduce al pequeño cuarto de observación. En su interior hay un sofá y una mesa. De las paredes cuelga un cuadro con un paisaje sereno de la campiña inglesa. Frente al sector con asientos hay una pared de vidrio que está cubierta por una cortina. Del otro lado se encuentra la cámara refrigeradora.

—¿Por qué no toma asiento y se pone cómoda? —Le digo a la señora White y le toco el hombro.

Ella está tensa, asustada, la vista fija en la cortina azul. Se sienta en el borde del sofá, las manos entrelazadas con fuerza sobre la falda. Abro la cortina y Benny está envuelto en azul, una sábana azul sujeta debajo de su barbilla para ocultar la marca de la soga. Su pelo mojado está peinado hacia atrás y tiene los ojos cerrados. Su madre está inmóvil en el borde del sofá. Ni siquiera parece respirar. Mira fijo a su hijo, sin entender. Frunce el entrecejo.

—¿Por qué tiene la cara tan colorada? —Pregunta, y su tono es casi acusador.

—La soga impidió que la sangre volviera a su corazón —Le explico—. Por eso tiene la cara congestionada.

Ella se pone de pie y se acerca a la ventana.

—Oh, mi bebé —Susurra—. Mi dulce hijito. Ahora estás en el cielo. En los brazos de Jesús en el Paraíso. Mire, tiene el pelo todo mojado, como si acabaran de bautizarlo. Ustedes deben de haberlo bañado. Lo único que quiero es saber que no sufrió.

Yo no puedo decirle eso. Lo imagino cuando se ajustó el nudo corredizo alrededor del cuello; la terrible presión que sintió en la cabeza debe de haberlo asustado mucho. Él acababa de iniciar el proceso de terminar con su vida, y estaba despierto y lo suficientemente alerta como para saber lo que sucedería. Sí, sufrió.

—No durante mucho tiempo —es lo que digo—. No sufrió mucho tiempo, señora White.

Ella se cubre la cara con las manos y llora. Yo corro la cortina y la acompaño afuera.

—¿Qué le harán ahora? —me pregunta mientras, muy tiesa, me sigue.

—Terminaremos de observarlo y haremos algunos estudios, sólo para averiguar si hay algo más que debemos saber.

Ella asiente.

—¿No quiere sentarse un momento? ¿Puedo ofrecerle algo?

—No, no. Seguiré mi camino.

—Lamento mucho lo de su hijo, señora White. No sabe cuánto lo lamento. Si tiene alguna pregunta, no vacile en llamarme. Si yo no estoy disponible en ese momento, alguien de aquí la ayudará. Las cosas no le resultarán fáciles, y le esperan momentos difíciles. Así que, por favor, llame si podemos hacer algo por usted.

Ella se detiene en el pasillo y me toma la mano. Me mira con intensidad a los ojos.

—¿Está segura de que alguien no le hizo esto? ¿Cómo sabemos fehacientemente que él mismo se lo hizo?

—Por el momento, nada nos hace pensar que esto es obra de otra persona —Le aseguro—. Pero investigaremos todas las posibilidades. Todavía no hemos terminado con él. Algunos de esos estudios llevarán semanas.

—¡Pero ustedes no lo mantendrán aquí varias semanas!

—No. Dentro de algunas horas estará listo para que se lo lleven. La funeraria puede venir a buscarlo.

Estamos en la oficina del frente y yo traspongo la puerta con la señora White hacia el lobby. Ella vacila, como si no estuviera segura de qué hacer a continuación.

—Gracias —dice—. Ha sido usted muy bondadosa.

No es nada frecuente que me agradezcan. Mis pensamientos me pesan mucho cuando vuelvo a mi oficina y casi tropiezo con Marino antes de notar su presencia. Él me aguarda junto a la puerta, tiene varios papeles en la mano y su cara irradia entusiasmo.

—No vas a creer esto —dice.

—En este momento, me parece que puedo creer cualquier cosa —Le contesto y casi me desplomo en el gran sillón de cuero que hay del otro lado de mi escritorio abarrotado de cosas. Suspiro. Supongo que Marino ha venido a decirme que Jaime Berger es la acusadora especial.

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