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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (19 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Fue un viaje indescriptible, casi tan malo como el vuelo de Nápoles a África. Por fin, nos detuvimos en un pueblo de las montañas para descansar una hora. Me arrastré fuera del autobús y, lleno de alegría, vi agua fresca. Me quité la camisa y me lavé. Las mujeres observaban escandalizadas mi falta de pudor, olvidando que, en el autobús, habían estado casi desnudas delante de mí.

Después de lavarme me sentí mejor, y nos pusimos de nuevo en marcha. Intentamos viajar en el techo del autobús, pero el guardia tenía miedo de que escapáramos. Yo le aseguré que jamás intentaríamos escapar en aquel desierto… obviamente, no había dónde ir, pero también le aseguré que, bajo ninguna circunstancia volveríamos al interior del vehículo. Por fin, trepó al techo con nosotros, y nos apretamos entre los hombres, que no parecían muy cordiales. Sabíamos cuán intensamente aquellos nativos odiaban a los franceses y, por el trato que recibían, comprendí su odio. Tan pronto como aquellos oscuros habitantes del desierto oyeron que éramos alemanes, su enemistad desapareció. Nos manifestaron su respeto por Alemania y nos dieron toda clase de comida que, por supuesto, no era muy apetitosa, pero que tuvimos que comer para no parecer desdeñosos. Además, era comida.

Tras muchas horas de viaje a través de las grandiosas pero terribles tierras del Atlas Medio, llegamos a un pueblo llamado Mildet. Allí hicimos una breve pausa, agradecidos por poder estirar las piernas.

Hacia la tarde, nos pusimos de nuevo en camino a través de los desfiladeros de la cadena del Gran Atlas. Lo que veíamos desde el techo del autobús sobrepasaba con mucho cualquier hermoso paisaje que hubiéramos contemplado antes: un camino fantástico serpenteando desde las montañas hasta el Sahara y, en lo más profundo del valle, cientos de metros más abajo, se veía un arroyo espumoso y todo un bosque de palmeras. Me recordaba la descripción que de esos lugares hace Karl May.

Nosotros dos nos agarrábamos fuertemente. Hubiéramos podido escapar tirándonos del vehículo, pero el conductor llevaba una velocidad terrible, a pocos centímetros del borde. Llegamos completamente de noche a un lugar al sur de la cadena del Atlas, la entrada al Sahara, donde estaba situado el famoso —o infame, según el lado de la valla que ocuparas— campo de Ksar-es-Souk. Allí había un millar de familias árabes y una amplia guarnición de franceses de la Legión Extranjera; también estaba el campo de prisioneros, casi todos suboficiales. De entre los campos del Norte de África, este tenía la reputación de concentrar en él a los más fanáticos nazis. Daba la impresión de que siempre me encontraría ante este desafío a mi fe; parecía que mi destino era el de estar siempre rodeado por mis más acérrimos enemigos políticos. Y recé para tener la fuerza de enfrentarme a ellos.

Capítulo 18

EL CURA DE KSAR-ES-SOUK

El campamento era un conjunto de viejos barracones de la Legión Extranjera. Las cabañas estaban construidas con ladrillos de arena y excrementos de camello y agua secados al sol. El agua bajaba de las montañas. Estábamos bajo vigilancia noche y día. Las vallas de alambre espinoso y las altas garitas con ametralladoras impedían la visión de los alrededores. Estábamos en el campo mil quinientos prisioneros apiñados en habitaciones de treinta. Dormíamos sobre el cemento, cubiertos con delgadas arpilleras; todos sentíamos las punzadas del hambre, pues la comida era absolutamente insuficiente; abundaban los bichos. Durante meses no recibimos noticias de casa y los prisioneros que de vez en cuando llegaban del frente no se atrevían a decir la verdad a los nazis.

Aún peor que las privaciones y el acoso de los franceses, era el espíritu que perduraba en el campo, la indiscutida e indiscutible lealtad a Adolfo Hitler, y la seguridad de que la victoria debía ser nuestra; nadie osaba creer lo contrario, y ¡ay del que pretendiera expresar sus dudas de algún modo!

Entre los prisioneros había una compañía llamada Rollkommando, un destacamento de quince o veinte hombres jóvenes, fuertes y dispuestos a cumplir con su deber.

Este «deber» consistía en golpear hasta dejar medio muerto a cualquiera que estuviera en desacuerdo con la disciplina o con el jefe del campo. Yo podía comprender la necesidad de mantener la disciplina, pero en semejantes condiciones el animal que hay en el hombre sale rápidamente al exterior. Cuando uno está hambriento y casi enloquecido por años de prisión, viviendo en reducidos acuartelamientos en medio del abrasador calor del Sahara, no solo carece de todo lo relacionado con la civilización, sino que lo ha olvidado. Uno está dispuesto a vender cualquier cosa, incluso su integridad, para adquirir un pedazo de pan, o de traicionar al amigo que le salvó arriesgando su propia vida. Cuando el hombre amenaza con convertirse en el enemigo de su vecino, y cuando puede matar por conseguir algo de comer, una férrea disciplina es el único medio de mantener una especie de orden. He de admitir que eran necesarias unas medidas drásticas. Yo vi a Caballeros de la Cruz de Hierro azotados en el poste por haber cometido un robo.

Sin embargo, una cosa es aplicar la necesaria disciplina cuando los hombres se comportan como bestias, y otra completamente distinta insistir en mantener un sistema ideológico en medio de tanta dureza. Allí, el sistema era el nazismo. Y era tan fuerte que incluso los franceses, nuestros captores y guardianes, temían mezclarse en ello.

Todas las mañanas, después de hacer el recuento de los presos, el jefe del campo, un marino llamado Dönitz, nos saludaba con un sonoro «
Hail Hitler!
», a lo que teníamos que responder: «Saludamos a la patria y al Fürher.
Sieg heil!
» y gritábamos tres veces esa tontería. No podíamos hablar privadamente, pues el líder contaba con una red de espionaje por todo el campo. Ignorábamos quiénes pertenecían a ella, y, a través de este sistema todo salía a la luz, incluso cosas que nunca se habían hecho públicas. Posteriormente yo sufrí esa experiencia en alguna ocasión. Los que de algún modo se oponían al pensamiento nazi sufrían tales palizas —solíamos oír los gritos de los que las recibían— que tenían que pasar varias semanas en la enfermería. El resultado era que nadie se atrevía a expresarse. En el lugar reinaba un ambiente de desconfianza, una especie de parálisis. Gracias a Dios, todo cambió después de unos meses… y yo tuve algo que ver en ello.

Las cosas iban muy mal. Yo estaba encerrado con otros hombres en una habitación y podía palpar su desconfianza. Algunos de ellos iniciaban una conversación, pero muy pronto me di cuenta de que se trataba de un ingenioso ardid: preguntaban sobre una serie de cosas sin aparente relación. Finalmente, el pisotón de un camarada desconocido me avisó, pero yo ya había hablado de más. A la mañana siguiente, me condujeron al despacho del jefe. Allí me encontré con un grupo que había conocido en mis tiempos de las SS. Eran siete, algunos suboficiales y un líder de la llamada escuela de la filosofía universal nazi (
Weltanschauung
). El ambiente era demasiado cordial. En medio de un fingido compañerismo, hablaban del espíritu que reinaba en el campo y de cómo tenían que procurar mantener, en aquel «suelo alemán» como llamaban al campo, un espíritu exclusivamente alemán. Yo era un soldado alemán y era un gran placer recibir a un sargento mayor que se había distinguido en el campo de batalla. Por mi parte, yo pretendía explicar al jefe el modo en que podría cooperar con él para mejorar el ambiente.

Pregunté: «¿Qué posibilidades tengo de trabajar con ustedes?». Me dijo que existía un grupo distinguido de actores, una notable orquesta con instrumentos cedidos por la Cruz Roja y una escuela de estudios superiores donde, si los hombres lo deseaban, podían preparar sus exámenes para después de la guerra. Cuando supe que necesitaban profesores de filosofía, pensé que estaba capacitado para ello. Me dijeron que, por supuesto, solo se enseñaría un tipo de filosofía…, la filosofía alemana basada en el nazismo.

Al pedirles los nombres de los filósofos nazis, oí los nombres de Kolbenheyer y Nietzsche, Rosenberg y Baldor von Schirach. No pude reprimir una sonrisa y repliqué que aquellos nombres no estaban incluidos en mi escuela filosófica.

«¿A cuál pertenece?», me preguntaron.

De repente, me sentí harto de tanta duplicidad y, bruscamente, dije: «Entre los visionarios y los espiritualmente enfermos».

Aquello fue, por cierto, demasiado para ellos. El jefe perdió la paciencia y me preguntó por qué había ido allí y cuáles eran mis propósitos.

Yo repuse: «He venido voluntariamente a trabajar para los católicos y para los que quieran hacerse católicos».

Respondió: «Aquí no hay católicos ni protestantes… solamente alemanes… y no necesitamos una religión que es ajena al arte ¡y que fue fundada por un judío!».

A lo que repliqué: «Alemania era un complejo de diferentes razas antes de que llegara la religión y lo que ha llegado a ser Alemania desde 1200 lo debe al cristianismo. ¿Se atrevería usted a calificar de ajena al arte y de judía a la cultura cristiana germana de la Edad Media?».

Siguió un silencio, y como en realidad no sabían qué decir, cambiaron de tema. Preguntaron: «¿Qué pretendes hacer aquí, en el campo?».

Yo contesté: «Pretendo ofrecer el Sacrificio de la Misa, anunciar el mensaje cristiano y administrar los sacramentos a todos los que me lo pidan».

«¿Quién te ha encargado de ese cometido?».

«El arzobispo que me envió aquí».

«¿Quién es?».

«El Arzobispo de Argel».

«¿Un francés?».

«Sí; un francés».

«Un enemigo de la nación alemana… y ¿tú obedeces las órdenes de un enemigo con el que tenemos entablada batalla?».

Yo expliqué que, para un católico y un cristiano no existían aquellos criterios, que la Iglesia era universal.

Furiosamente, replicó: «Ese grupo internacional es bien conocido; son todos unos criminales».

Con enorme satisfacción, repliqué que el Führer había firmado un Concordato, un acuerdo solemne con aquellos «criminales», y que difícilmente se podía acusar al Führer de tratar con criminales, ¿o se podía?

«
Ach
, pero eso era solamente una estrategia inteligente por parte del Führer», fue la respuesta.

«Semejante estrategia sería criminal, y no se debe hablar así del Führer», fue mi respuesta por segunda vez.

De nuevo, se quedaron sin saber qué decir; la estrategia del Führer me había vuelto a sacar de un apuro. Con toda naturalidad e inocencia, yo me limitaba a dar por sentado lo que significaban sus palabras y sus hechos. Me acordaba del discurso de Antonio en el
Julio César
de Shakespeare, en el que, con conmovedora ironía, repetía: «Pero Bruto es un hombre honesto». Aquellos hombres eran demasiado listos como para caer en la trampa de mis palabras, pero estaban desconcertados por la actuación de su amado Führer.

Entonces, el líder dio rienda suelta a su cólera: «Ten cuidado», dijo, «estás en suelo alemán. Y seguramente sabes cómo tratamos a los enemigos de nuestra patria».

Con absoluta frialdad, le pregunté si había oído hablar de Dachau. Replicó que había oído el nombre, pero nada más. Le dije que yo había estado allí, y le expliqué exactamente cómo les iban las cosas a los que estaban considerados enemigos del pueblo alemán. Sin ocultar nada, les relaté mi visita a aquel infierno. Ante mi audacia palidecieron y guardaron silencio. De nuevo no supieron qué decir, y el jefe volvió a cambiar de tema. Dijo: «Lo que se dice, se hace y se habla en este campo está bajo mis órdenes. Si quieres predicar, tendrás que someter los sermones a mi consideración».

Cada vez más irritado, dije: «¡Va usted demasiado lejos! Eso no ocurre ni en Alemania; allí un sacerdote no tiene que someter sus sermones a un censor. ¿Son aquí más alemanas las cosas que en la propia Alemania? Yo predicaré lo que crea oportuno, y si quiere saber lo que voy a decir, ¡venga y escuche!».

Todo el grupo se echó a reír, y especialmente dos hombres que parecían extraordinariamente complacidos. Más tarde me enteré de que eran unos auténticos cristianos, y que estaban admitidos en aquel destino gracias a sus heroicos servicios a la patria. Continuaban en aquella desagradable tarea porque, antes de la llegada de este jefe, su presencia mejoraba en cierta medida el destino de los prisioneros.

Inmediatamente surgió la pregunta sobre si yo pretendía oír confesiones.

«Por supuesto, pues hay personas que lo necesitan realmente». Una carcajada diabólica recibió esta respuesta; a la pregunta sobre si había pecadores en el campamento, yo repuse que no es que lo creyera, sino que lo sabía.

Dönitz, furioso, se encaró conmigo: «Somos alemanes. No tenemos pecados que exijan la absolución por parte de otro ser humano. Para nosotros, solo hay un pecado… la deshonra de nuestra raza. Para eso no hay perdón, solo la muerte. Y todo el que predica una religión extraña es un enemigo del pueblo y una deshonra para nuestra raza…».

Aquello fue demasiado. Le dije que su prohibición no me afectaba, que no tenía sentido en mi caso. Los sacerdotes alemanes podían oír confesiones, y lo harían incluso si lo tenían prohibido, pues no existe nación o poder sobre la tierra que pueda prohibir lo que manda Dios: «¿Sabe usted que estamos en suelo alemán? ¿Tiene usted más autoridad que nuestros líderes?».

Guardó silencio de nuevo. Uno de sus acompañantes le aconsejó que cortara tajantemente la conversación, y él lo hizo con estas palabras: «Ten cuidado».

Yo me limité a decir: «¿Sabe que llevo años en las SS y que todavía estoy técnicamente a su servicio?».

Todos se quedaron boquiabiertos, y yo salí antes de darles tiempo a reaccionar.

Una hora después llegó un soldado; era el ayudante de Dönitz, como supe más tarde. Me pidió que, lo más discretamente posible, me reuniera con él en la parte de atrás del campamento. Allí me advirtió que debía ser cuidadoso, porque iban a ir por mí.

«Padre, no salga de noche, o por lo menos no salga solo».

Seguí su consejo, un consejo que me salvó la vida. Uno de los mandos, que más tarde se me dio a conocer, me dijo que estaban preparándome un caso de «suicidio»… que consistía en colgar a un disidente y hacerlo parecer un suicidio. Hasta había ocurrido en algunos otros campos, con pleno conocimiento de los franceses, que no hacían nada por evitarlo.

Al cabo de cierto tiempo, mientras los mandos se recuperaban de la impresión de nuestra charla, un buen número de presos se reunieron a la puerta de mi cuarto para conocer al intrépido capellán. Cuando salí, se echaron a reír y me preguntaron si quería algo y si iba a preparar mi equipaje. Yo comprendí que no podía hacer nada con aquella jauría, así que volví a entrar. El intérprete francés del campamento, que tenía su cuarto frente al mío, se dio cuenta de que el tumulto aumentaba. Me llevó a su habitación. También vino el general francés, que despreciaba a los sacerdotes a los que calificaba de embusteros y glotones, pero como estaba en Ksar-es-Souk por orden de la oficina de prisioneros de guerra, era el responsable de mi seguridad. Si algo me ocurría, también le ocurriría a él. Me habían enviado allí porque los prisioneros se negaban a tener un sacerdote francés; ahora lo tenían alemán y me iban a permitir ejercer mis funciones ministeriales.

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