Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
—Sería muy fácil para el ladrón obtener un registro de mi voz para duplicar. Mejor será notificárselo a los abogados para que tomen precauciones con el código.
—Eso ya se ha hecho, Alex.
—Tal vez los abogados sean cómplices.
—Ellos no tienen acceso al código. Solo pueden remitírtelo.
—¿Qué clase de código es?
—Una secuencia de dígitos, que tienen que ser dichos por tu voz, o facsímil, durante un período no inferior a un minuto. Esto es para protegerlo de un ataque de ordenadores de alta velocidad. Cualquier intento de violar las precauciones producirá la inmediata destrucción del archivo.
—¿Cuántos dígitos?
—La cifra recomendada es catorce. No sé cuántos usó Gabe.
Me senté lentamente, mirando el fuego. Las luces de las calles eran amarillas. El viento sacudía los árboles. La nieve se acumulaba contra el vehículo.
—Jacob, ¿quién es Leisha Tanner?
—Un momento.
Las luces de la habitación decrecieron. Afuera, en alguna parte, chirrió una puerta de metal al cerrarse.
Un holograma se formó cerca de la ventana: una mujer con un vestido de noche. Desde donde yo estaba, veía su cara en ángulo, como si su atención estuviera dirigida a la tormenta. Iluminada por la temblorosa luz de la chimenea y por la lámpara de sodio, se veía bellísima. Parecía estar perdida en sus pensamientos, con los ojos reflexivos, mirando sin ver el terreno nevado.
—Aquí tendría más de treinta años. Cuando esto se tomó, era instructora en la Universidad Tielhard de la Tierra. Está fechada alrededor del 1215 de nuestra era.
Seis años después de la Resistencia.
—Dios mío —exclamé—. Creí que iba a poder hablar con ella.
—Oh, no, Alex. Ella debe de haber muerto hace tiempo. Casi un siglo, de hecho.
—¿Qué relación tiene con el proyecto en que trabajaba Gabe?
—Imposible decirlo.
—¿Hay alguien más que pudiera saberlo?
—No, que yo sepa.
Me serví algo de beber, un Mindinmist, esta vez real.
—Cuéntame cosas de Tanner. ¿Quién era?
—Universitaria. Profesora. Muy conocida por sus traducciones del filósofo ashiyyurense Tulisofala. Todavía están en vigencia, y algunas opiniones autorizadas las consideran definitivas. Ella produjo también otras obras, la mayoría ya fuera de circulación. Enseñó filosofía y literatura ashiyyurense durante más de cuarenta años en varias universidades. Nacida en Khaja Luan, en 1179. Casada. Es probable que tuviera un hijo.
—¿Algo más?
—Era brillante como piloto. Autorizada para vehículos pequeños. Activista por la paz durante la guerra. Los registros también señalan que sirvió como oficial de inteligencia y diplomacia para los dellacondanos.
—Pacifista y servicio de inteligencia.
—Es lo que dicen los registros. Tampoco entiendo eso.
Jacob hizo rotar la imagen. Sus ojos se encontraron con los míos. La línea de la mandíbula tenía un tic de arrogancia. Sus labios entreabiertos, que no llegaban a sonreír, revelaban dientes blancos. La frente, probablemente demasiado ancha, estaba oculta tras un espeso cabello castaño.
—¿Estuvo en el
Corsario
durante la guerra?
Pausa.
—No hay mucha información en los archivos generales, Alex. Pero creo que no. Durante la guerra parece que estuvo asignada al
Mercuriel
, el buque insignia dellacondano.
—Pensaba que el
Corsario
era el buque insignia.
—No, el
Corsario
solo era una fragata. Sim lo utilizó para conducir a sus unidades al combate, pero no era muy adecuado para organizar y planificar funciones. El
Mercuriel
les fue donado por los rebeldes a mitad de camino de Toxicón durante la guerra. Estaba especialmente adaptado para comandar y controlar y fue bautizado por un voluntario toxi que murió en La Ranura.
—¿Sabes algo más de ella?
—Creo que puedo decirte el rango, la fecha de alta y cosas por el estilo.
—¿Nada más?
—Podría haber otra cosa interesante.
—¿Qué?
—Un momento. ¿Te das cuenta de que estoy revisando todo esto al tiempo que te lo voy diciendo?
—Bueno.
—Sí. Bien, también debes saber que es una figura sombría y que no hay mucho que…
—Sí, sí. ¿Adónde quieres llegar?
—Aparentemente, ella volvió de la guerra en un profundo estado depresivo.
—Nada raro.
—No. Yo también reaccionaría de ese modo. Pero ella no mejoró en mucho tiempo. Años, de hecho. También hay un dato que dice que ella visitó a Maurina Sim hacia 1208, un año después de la muerte de Christopher Sim en Rigel. No hay registros que yo pueda encontrar relativos al tema de conversación. Lo extraño es que trató de no ser vista durante largos períodos. En una ocasión, durante casi dos años. Nadie sabe por qué. Eso fue aproximadamente en 1217, después de lo cual no hay más informes de conducta anormal. Lo que por supuesto no quiere decir que no la hubiera.
Lo dejé por esa noche. Comí algo y ocupé una habitación en el segundo piso. La habitación de Gabe estaba también en ese piso y daba al frente del edificio. Entré allí, tal vez por curiosidad, pero también en busca de almohadas que me resultasen cómodas.
Había fotos por todas partes. La mayoría eran de las excavaciones, también vi algunas de cuando yo era pequeño y una de una mujer de la que, aparentemente, alguna vez estuvo enamorado. Su nombre era Ria, y había muerto en un accidente veinte años antes de que yo fuera a vivir con él. Me había olvidado de ella durante todos estos años que había pasado fuera. Gabe seguía otorgándole su lugar de honor entre los dos magníficos jarrones antiguos, probablemente europeos. Me tomé un rato para estudiar la imagen como no lo hacía desde mi infancia ni lo había hecho hasta ahora con mis ojos adultos. Tenía un aspecto bastante infantil: complexión delgada, cabello castaño corto, sentada como estaba con las manos sobre las rodillas, cercanas al pecho, en una posición que implicaba exuberancia desinhibida. Pero su mirada sugería algo más profundo y me dejó absorto un buen rato. Hasta donde sé, Gabe no volvió a estar comprometido afectivamente con ninguna otra mujer.
Había un libro en la mesita de noche: un volumen de poesía de Walford Candles. El título era
Rumores de la Tierra.
Aunque no lo conocía, sabía de la fama de Candles. Era uno de esos escritores a los que uno en realidad nunca lee, pero se supone que toda persona educada debería haber leído.
Sin embargo, el libro despertó mi curiosidad por otras razones: Gabe nunca se había mostrado muy aficionado a la poesía, Candles había sido contemporáneo de Sim y de Leisha Tanner y, cuando lo tomé entre mis manos, ¡el libro se abrió en un poema titulado
Leisha
!
Piloto perdido,
ella viaja en su órbita solitaria,
lejos de Rigel,
buscando en la noche
la Rueda estrellada.
Cruzando antiguos mares,
marca el curso del año;
nueve en el exterior,
dos en el centro.
Y ella,
vagando,
no conoce ni puerto
ni descanso
ni a mí.
Las notas a pie de página lo fechaban en 1213, dos años antes de la muerte de Candles y cuatro después del final de la guerra. Había ciertas discusiones respecto al estilo, y los editores comentaban que aquel poema se refería «presumiblemente a Leisha Tanner, que solía alarmar a sus amigos apartándose periódicamente de la vista de todos entre 1208 y 1216». No se daba ninguna otra explicación.
«Enviaron una simple nave hasta los confines del mundo. Y, cuando vieron que los ilyandanos se habían marchado, su furia no tuvo límites. Así que quemaron todo: las casas vacías, los parques desiertos y los lagos silenciosos. Todo eso quemaron.»
Akron Garrity,
Armageddon
Pasé la noche en la casa, disfruté de un desayuno de lujo y me retiré después al enorme sillón del estudio. La luz del sol se derramaba por las ventanas.
Jacob anunció que estaba muy complacido de verme de pie y bien dispuesto tan temprano.
—¿Te gustaría hablar de política ahora? —me preguntó.
—Más tarde. —Yo buscaba una cinta craneal.
—En el cajón de la mesa —señaló Jacob—. ¿Adónde vas?
—A las oficinas de Brimbury y Cía. —Probé la unidad y esta se deslizó sobre mis orejas.
—Cuando estés listo —dijo secamente—, tengo un canal.
Cambió la luz, y desapareció el estudio. Lo reemplazó un moderno salón de conferencias de paredes de cristal. Se oía una delicada música ambiental. A través de una de las paredes pude ver la ciudad de Antiquar desde una altura que excedía la de cualquier edificio de la ciudad.
La mujer de la transmisión se materializó cerca de la puerta. Alta, morena y ahora de aspecto opresivo. Sonrió, se me acercó con agresiva cordialidad y extendió su mano hacia mí.
—Señor Benedict —me dijo—. Soy Capra Brimbury, la socia más joven.
Esto confirmaba mi primer presentimiento de que la fortuna de Gabe era mucho más considerable de lo que pude haber imaginado antes. Estaba empezando a sentir que ese iba a ser un día maravilloso.
Su tono de voz era susurrante y confidencial. La actitud que se adopta con alguien a quien se considera temporalmente un igual. Sus modales durante toda la entrevista mostraron un estudiado entusiasmo al dar la bienvenida a un miembro nuevo de un club tan selecto.
—Nunca podremos reemplazarlo. Me gustaría poder decir algo más.
Se lo agradecí, y ella siguió:
—Haremos todo lo que podamos para hacerle lo más fácil posible la transferencia. Creo que podremos obtener un buen precio sobre los bienes, en caso de que usted desee vender.
¿Vender la casa?
—No lo había considerado —dije.
—Podría obtenerse bastante dinero, Alex. Para lo que usted decida hacer, comuníquese con nosotros, y nos alegrará hacernos cargo del asunto.
—Gracias.
—Todavía no hemos establecido el monto de la herencia. Hay, como usted sabe, una cantidad de cosas, como obras de arte, antigüedades y objetos, que complican los cálculos. Sin hablar de los bienes cuyo valor fluctúa de hora en hora. Supongo que desea conservar al agente de inversiones de su tío.
—Sí. Por supuesto.
—Bien. —Hizo una anotación, como si pensara que la decisión era un asunto de poca importancia.
—¿Y el robo? —pregunté—. ¿Han averiguado algo?
—No, Alex. —Su voz se iba tornando más queda—. Qué cosa tan extraña. Quiero decir que uno no está acostumbrado a esa conducta, a que alguien entre por la fuerza en la casa de una persona. Usaron un soplete para hacer un agujero en la puerta trasera. Nos indignamos muchísimo.
—No me cabe duda.
—Y la policía también. Siguen investigando.
—¿Qué robaron exactamente? —insistí.
—Es difícil decirlo. Si su tío hubiera conservado una copia del inventario… El que había se perdió cuando los bancos de memoria centrales fueron borrados. Sabemos que se llevaron un proyector de hologramas y objetos de plata. También varios libros de colección. Llevamos a algunos amigos suyos a ver la propiedad para poder determinar qué faltaba. Y quizás alhajas. No hay forma de controlar lo de las alhajas.
—Dudo que tuviera muchas —manifesté—. Pero hay objetos valiosos allí.
—Sí, lo sabemos. Los comparamos con los listados del seguro. Todo está contabilizado.
Ella desvió la conversación a asuntos financieros, y al final accedí a prácticamente todas sus sugerencias. Cuando le pedí el código de seguridad, extrajo una caja fuerte de las que destruyen la cerradura cuando se abren.
—Se opera con la voz —dijo—. Tiene que decir la fecha de su cumpleaños.
Así lo hice, levanté la tapa y extraje un sobre. Estaba firmado por Gabe, Dentro encontré un código de seguridad. Tenía treinta y un dígitos de extensión.
No había querido correr riesgos.
«Te dejo todo, con confianza.»
Era una manera bastante amable de dirigirse a un sobrino despreciable.
Yo había decepcionado a Gabe. Nunca dijo nada. Pero su tonta satisfacción por mi interés en las antigüedades había dado paso a una tolerancia desdeñosa cuando no busqué hacer carrera en el trabajo de campo. Me había apoyado para que me graduara, me había alentado decididamente y se había mostrado muy entusiasmado por mis «logros» académicos. Pero, debajo de todo eso, yo sabía lo que pensaba: el niño que había crecido a su lado, junto a las derruidas paredes de medio centenar de civilizaciones, estaba, al final, más a gusto en un intercambio comercial. Peor aún, las mercancías eran reliquias de un pasado que, según argumentaba él, se hacía cada vez más vulnerable ante nuestros sensores de calor y nuestros rayos láser.
Me había maldecido por filisteo. No con palabras. Lo vi en sus ojos, lo oí en las cosas que no dijo, lo sentí en su alejamiento gradual. Y aún, a pesar de la existencia de una pequeña horda de profesionales con quienes anduvo por incontables lugares, se había vuelto a mí con el descubrimiento del
Tenandrome.
Eso me hizo sentir bien. Y también experimenté una vaga satisfacción por su descuido respecto a la seguridad, lo que permitió que robaran el archivo Tanner. Gabe no era menos falible que el resto de nosotros.
A continuación conecté con la policía y hablé con un oficial que dijo que habían trabajado mucho en el caso, pero sin resultados positivos todavía. A pesar de lo cual, me aseguró que se pondrían en contacto conmigo tan pronto como tuvieran alguna información. Le di las gracias con la total seguridad de que no iban a hacer ninguna investigación. Ya estaba casi a punto de romper la conexión, cuando un hombrecito gordo y bajo atravesó apurado una doble puerta y vino en mi dirección.
—¿Señor Benedict? —Asintió como convencido de que yo estaba en serias dificultades—. Mi nombre es Fenn Redfield. Soy un viejo amigo de su tío. —Me estrechó la mano vigorosamente—. Encantado de conocerlo. Se parece a Gabe, ¿sabe?
—Eso dicen.
—Una pérdida terrible. Por favor, entre. Venga a mi oficina.
Se volvió y pasó otra vez a través de las puertas dobles. Yo esperé el cambio de datos. La luz cambió de nuevo, brilló. Un sol pesado asomaba a través de los vidrios manchados. Me encontraba en una oficinita con olor a alcohol.
Redfield se dejó caer en un sillón que parecía bastante incómodo. Su escritorio estaba rodeado de una batería de terminales, monitores y consolas. Las paredes estaban cubiertas de certificados, recomendaciones y avisos oficiales de varias clases. Había algunos trofeos y numerosas fotografías: Redfield de pie junto a un sofisticado vehículo policial; Redfield estrechándole la mano a una mujer aparentemente importante; Redfield de pie, manchado de combustible, con un niño en brazos. Esta última ocupaba el lugar central. Todos los trofeos estaban agrupados a un lado. Decidí que Fenn Redfield me caía bien.