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Authors: John Irving

Una mujer difícil (13 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Manteniendo la palma ahuecada delante de sí, Eddie corrió al baño para no manchar nada.

Una vez se hubo lavado, regresó al dormitorio, donde encontró a Marion todavía tendida de costado, casi exactamente como él la había dejado. Titubeó antes de tenderse a su lado, pero ella, sin moverse en la cama ni mirarle, le dijo:

—Vuelve aquí.

Permanecieron tendidos, mirándose a los ojos durante un tiempo que a Eddie le pareció interminable, o por lo menos él no quería que aquel momento finalizara jamás. Durante toda la vida consideraría ese momento como un ejemplo de lo que era el amor. No se trataba de querer algo más, ni de esperar que alguien superase lo que ellos acababan de realizar, sino de sentirse sencillamente tan… completo. Nadie podía merecer una sensación mejor.

—¿Sabes latín? —le susurró Marion.

—Sí.

Ella miró hacia arriba, por encima de la cama, para indicar la fotografía de aquel paso importante por el que sus hijos no habían navegado.

—Dímelo en latín —susurró Marion.


Huc venite pueri
… —empezó a decir Eddie, también susurrando.

—«Venid acá, muchachos…» —tradujo Marion quedamente.


Ut viri sitis
—concluyó Eddie. Observó que Marion le había tomado la mano para colocarla de nuevo en la entrepierna de sus bragas.

—«… y sed hombres» —susurró Marion. Una vez más le tomó de la nuca y le atrajo la cara hacia los senos—. Pero todavía no has hecho el amor, ¿verdad? —le preguntó—. Quiero decir que no lo has hecho de verdad.

Con la cara en los senos fragantes, Eddie cerró los ojos.

—No, de verdad no —admitió, preocupado, porque no quería dar la impresión de que se estaba quejando—. Pero soy feliz, muy feliz —añadió—. Me siento completo.

—Yo te enseñaré qué es eso —le dijo Marion.

En cuanto a capacidad sexual, un joven de dieciséis años es capaz de repetir sus proezas un número asombroso de veces en un período de tiempo que Marion, a sus treinta y nueve, consideraba notablemente breve.

—¡Dios mío! —exclamaba ante la perpetua y casi constante evidencia de las erecciones de Eddie—. ¿No necesitas tiempo para… recuperarte?

Pero Eddie no necesitaba recuperación. Paradójicamente, se satisfacía con facilidad y al mismo tiempo era insaciable. Marion era más feliz de lo que recordaba haber sido en cualquier etapa desde la muerte de sus hijos. Por un lado, estaba fatigada y dormía más profundamente de lo que lo había hecho en muchos años, y por otro lado no se molestaba en ocultarle su nueva vida a Ted.

—No se atreverá a venirme con quejas —le dijo a Eddie, el cual temía, sin embargo, que Ted sí pudiera irle con quejas a él. Era comprensible que el pobre Eddie estuviera nervioso por las evidentes huellas de su emocionante aventura. Por ejemplo, cada vez que el acto amoroso dejaba señales en las sábanas de la casa vagón, era Eddie quien se mostraba partidario de hacer la colada para evitar que Ted viera las manchas reveladoras. Pero Marion siempre decía: «Dejémosle en la duda de si soy yo o la señora Vaughn». (Cuando había manchas en las sábanas del dormitorio principal de la casa de los Cole, donde la señora Vaughn no podía haber sido la causante, Marion decía, de un modo más pertinente: «Dejémosle en la duda».)

En cuanto a la señora Vaughn, tanto si conocía como si no el vigor con que Marion y Eddie se ejercitaban en la cama, su relación con Ted, más discreta, había cambiado. Si antes, cuando iba a posar como modelo y cuando regresaba a su coche, era la encarnación del carácter sigiloso por sus movimientos vacilantes y rápidos en el sendero de acceso a la casa, ahora se enfrentaba a cada nueva oportunidad de posar con la resignación de un perro apaleado. Y cuando la señora Vaughn abandonaba el cuarto de trabajo de Ted y volvía a su coche, se tambaleaba con un descuido indicador de que su orgullo era irrecuperable, como si la pose que aquel día había adoptado para el dibujante la hubiera derrotado. Era evidente que la señora Vaughn había pasado de la fase de degradación, como Marion la había llamado, a la fase final de la vergüenza.

Ted nunca había visitado a la señora Vaughn en su finca de verano de Southampton más de tres veces a la semana, pero ahora las visitas eran menos frecuentes y de duración notablemente más breve. Eddie lo sabía porque siempre era él quien conducía el coche de Ted. El señor Vaughn pasaba los días laborables en Nueva York. Ted era el hombre más feliz de los Hamptons durante los meses de verano, cuando tantas madres jóvenes estaban allí sin sus maridos, los cuales trabajaban lejos. Ted prefería las madres jóvenes procedentes de Manhattan a las que residían en Sagaponack todo el año. Las veraneantes pasaban en Long Island el tiempo suficiente…, «el lapso de tiempo perfecto para una de las aventuras de Ted», había informado Marion a Eddie.

Estas palabras inquietaron al muchacho, pues le llevaron a preguntarse cuál creería ella que era «el lapso de tiempo perfecto» para su aventura con él. No se atrevía a preguntárselo.

En el caso de Ted, las jóvenes madres que estaban disponibles fuera de la temporada veraniega resultaban problemáticas a la hora de la ruptura. No todas ellas seguían siendo tan amistosas, una vez terminado ese «lapso de tiempo», como ocurrió con la esposa del pescadero de Montauk, a quien hasta entonces Eddie sólo había conocido como el fiel proveedor de tinta de calamar para Ted. A finales del verano, la señora Vaughn estaría de regreso en Manhattan, donde podría desmoronarse a unos ciento sesenta kilómetros de distancia de Ted. Que la residencia de los Vaughn estuviera en el Gin Lane de Southampton resultaba irónico, dado lo mucho que a Ted le gustaba la ginebra y los vecindarios elegantes.

—Nunca tengo que esperar —observó Eddie—. Normalmente, cuando es la hora de recogerle, camina por el arcén de la carretera. Pero no sé qué debe de hacer ella con su hijo.

—Probablemente lo envía a clases de tenis —replicó Marion. Pero, desde hacía algún tiempo, las citas de Ted con la señora Vaughn no duraban más de una hora.

—Y la semana pasada sólo le llevé una vez —informó Eddie a Marion.

—Casi ha terminado con ella —comentó Marion—. Siempre lo noto.

Eddie suponía que la señora Vaughn vivía en una mansión, aunque la finca, que se hallaba en el lado de Gin Lane que da al océano, estaba rodeada por unos altos setos que no permitían ver nada. Las piedras perfectas, del tamaño de un guisante, que cubrían el sendero de acceso, acababan de ser rastrilladas. Ted siempre le pedía a Eddie que le dejara en la entrada del sendero. Tal vez le gustaba andar por aquella costosa grava, camino de las tareas que le aguardaban.

Comparado con Ted, Eddie O'Hare no era más que un bisoño en los asuntos del amor, un absoluto principiante, pero había aprendido enseguida que la espera excitada era casi igual a la emoción de hacer el amor. Marion sospechaba que, en el caso de Ted, éste disfrutaba más de la espera. Cuando Eddie estaba en brazos de Marion, esa posibilidad era inimaginable para el muchacho.

Cada mañana hacían el amor en la casa vagón. Cuando le tocaba a Marion pasar la noche allí, Eddie se quedaba con ella hasta el amanecer. No les importaba que el Chevrolet y el Mercedes estuvieran aparcados en el sendero, a la vista de cualquiera, como tampoco les importaba que los vieran cenando juntos cada noche en el mismo restaurante de East Hampton. Marion no ocultaba el placer que le producía ver comer a Eddie. También le gustaba tocarle la cara, las manos o el cabello, sin que le preocupara que la estuvieran mirando. Incluso iba con él a la peluquería para decirle al barbero cuánto debía cortarle el cabello o cuándo debía dejar de cortar. Ella le lavaba la ropa, y en agosto empezó a comprarle prendas de vestir.

Y había ocasiones en que la expresión de Eddie mientras dormía se parecía tanto a alguna de Thomas o de Timothy que Marion de repente le despertaba y le hacía ir, aún medio dormido, al lugar donde colgaba la fotografía en cuestión, sólo para mostrarle cómo le había visto. Y es que ¿quién puede describir el aspecto capaz de evocar a los seres amados? ¿Quién puede prever el fruncimiento de ceño, la sonrisa o el mechón de cabello desviado que establece una rápida e innegable relación con el pasado? ¿Quién puede calcular el poder de asociación, siempre más intenso en los momentos de amor y en los recuerdos de muerte?

Marion no podía evitarlo. Con cada acto que realizaba para Eddie, pensaba en todo lo que había hecho por Thomas y Timothy. También prestaba atención a los placeres de los que, según ella imaginaba, sus hijos perdidos nunca habían disfrutado. Aunque fuese brevemente, Eddie O'Hare había hecho revivir a sus hijos muertos.

Aunque a Marion no le importaba que Ted estuviera enterado de su relación con Eddie, le sorprendía que no le hubiera dicho nada, pues sin duda lo sabía. El escritor se mostraba con Eddie tan afable como siempre y, últimamente, también pasaban más tiempo juntos.

Un día Ted, con una gran carpeta de dibujos bajo el brazo, pidió a Eddie que le llevara en coche a Nueva York. Usaron el Mercedes de Marion para el viaje de ciento sesenta kilómetros. Ted dio instrucciones al muchacho para llegar a su galería de arte, que estaba en Thompson cerca de la esquina de Broome, o en Broome cerca de la esquina de Thompson, Eddie no se acordaba. Tras entregar los dibujos, Ted y Eddie comieron en un restaurante donde el escritor llevó cierta vez a Thomas y a Timothy. Le dijo que a los chicos les había gustado. A Eddie también le gustó, aunque se sintió incómodo cuando Ted le dijo, durante el viaje de regreso a Sagaponack, que le estaba agradecido por ser tan buen amigo de Marion. Ésta había sido muy desdichada, y era estupendo verla sonreír de nuevo.

—¿Dijo eso? —preguntó Marion a Eddie.

—Exactamente.

—Qué raro —observó ella—. Más bien esperaba que dijera algo sarcástico.

Pero Eddie no había percibido nada «sarcástico» en las palabras de Ted. Era cierto que hizo una referencia al estado físico del muchacho, pero Eddie no podía saber si la observación de Ted había insinuado o no que conocía los ejercicios atléticos que practicaba con Marion día y noche.

En su cuarto de trabajo, al lado del teléfono, Ted tenía una lista con media docena de nombres y números de teléfono, correspondientes a sus adversarios regulares en los partidos de squash, los cuales, le dijo Marion a Eddie, eran sus únicos amigos. Una tarde, cuando uno de los adversarios regulares de Ted canceló un partido, Ted le pidió a Eddie que jugara con él. El muchacho le había expresado anteriormente su recién adquirido interés por el squash, pero también le confesó que su habilidad estaba por debajo de la de un principiante.

Habían restaurado el granero contiguo a la casa de los Cole. En el desván, sobre el recinto que servía de garaje de dos plazas, habían construido una pista de squash casi de medidas reglamentarias, siguiendo las especificaciones de Ted. Éste decía que una ordenanza municipal le había impedido elevar el tejado del granero, por lo que el techo de la pista de squash era más bajo de lo reglamentario, y las ventanas de gablete que daban al océano eran la causa de que una pared de la pista tuviera forma irregular y ofreciera notablemente menos superficie de juego que la pared opuesta. La forma y las dimensiones peculiares de la pista doméstica daban a Ted una clara ventaja.

En realidad, no existía ninguna ordenanza municipal que impidiera a Ted elevar el tejado. Sin embargo, había ahorrado una considerable cantidad de dinero, y la excentricidad de una pista que respondiera a sus propias especificaciones le había satisfecho. Los jugadores de squash de la localidad consideraban que Ted era invencible en su curioso granero, mal ventilado y donde hacía un calor espantoso en los meses de verano, mientras que en invierno, como el establo carecía de calefacción, a menudo hacía un frío insoportable en la pista y la pelota rebotaba poco más que una piedra.

Con ocasión del único partido que jugaron, Ted advirtió a Eddie sobre las peculiaridades de la pista. Para él, la pista en el granero presentaba las mismas dificultades que cualquier otra pista de squash. Ted le hizo correr de un extremo al otro. El mismo Ted se colocó en la T central de la pista. Nunca tenía que desviarse más de medio paso en cualquier dirección. Eddie, sudoroso y sin aliento, no pudo marcar un solo punto, pero Ted ni siquiera estaba acalorado.

—Me parece que esta noche dormirás como un tronco, Eddie —le dijo Ted cuando finalizaron los cinco partidos que jugaron—. En fin, a lo mejor necesitas recuperar sueño.

Dicho esto, le dio un golpecito en las nalgas con la raqueta. Podría haber sido o no «sarcástico», como informó Eddie a Marion, la cual ya no sabía cómo interpretar la conducta de su marido.

Ruth era un problema más apremiante para Marion. En el verano de 1958, los hábitos de sueño de la pequeña rozaban lo extravagante. A menudo dormía durante toda la noche tan profundamente que por la mañana estaba exactamente en la misma posición en la que se había dormido y todavía arropada como si no se hubiera movido. Pero otras noches no dejaba de dar vueltas en la cama. Se tendía de costado en la litera inferior hasta que metía los pies debajo de la ancha barandilla protectora, y entonces se despertaba y pedía ayuda a gritos. Lo peor era que, a veces, los pies atrapados se convertían en un elemento de la pesadilla que estaba teniendo. La niña se despertaba convencida de que un monstruo la había atacado y la tenía entre sus garras aterradoras. En esas ocasiones Ruth no sólo gritaba para que la libraran de la barandilla, sino que también era preciso llevarla al dormitorio principal, donde volvía a dormirse, sollozando, en la cama de sus padres, al lado de Marion o de Ted.

Cuando Ted intentó eliminar la barandilla protectora, Ruth se cayó de la litera. Por suerte había una alfombra y la caída no tuvo consecuencias. Pero cierta vez, desorientada, la niña salió al pasillo. Y con barandilla protectora o sin ella, lo cierto era que Ruth tenía pesadillas. En una palabra, Eddie y Marion no podían contar con que sus encuentros sexuales se desarrollaran sin interrupciones, no podían confiar en que Ruth durmiera durante toda la noche. La niña podía despertarse gritando o aparecer silenciosamente junto a la cama de su madre, por lo que era arriesgado que Eddie y Marion hicieran el amor en el dormitorio principal, o que Eddie llegara al séptimo cielo en brazos de Marion y se quedara allí dormido. Y cuando hacían el amor en la habitación de Eddie, que se encontraba a considerable distancia del dormitorio de Ruth, Marion se preocupaba porque quizá no oiría las llamadas o el llanto de la niña, o porque ésta pudiera entrar en el dormitorio principal y asustarse al no encontrar allí a su madre.

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