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Authors: John Irving

Una mujer difícil (24 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Los ganchos para colgar cuadros.

—Eso —dijo Ruth—. ¿Por qué lo ha hecho? —preguntó la niña a su padre.

—No lo sé, Ruthie.

—Voy a darme una ducha rápida —le dijo Eddie a Ted.

—Sí, que sea rápida —replicó Ted, y salió con su hija al pasillo.

—Mira todos los… ¿cómo se llaman?

—Ganchos para colgar cuadros, Ruthie.

Sólo después de ducharse, Eddie observó que Ted y Ruth habían retirado de la pared del baño la fotografía de Marion. Debían de haberla llevado al cuarto de Ruth. Al muchacho le fascinaba constatar que lo que había puesto por escrito se estaba haciendo realidad. Quería estar a solas con Ted, decirle todo lo que Marion le había pedido que dijera y cuanto él pudiera añadir. Quería dañar a Ted con el mayor número de verdades posible. Pero al mismo tiempo deseaba mentirle a Ruth. Durante treinta y siete años desearía mentirle, decirle cualquier cosa que la hiciera sentirse mejor.

Una vez vestido, Eddie metió las páginas que había escrito en su bolsa de lona. No tardaría en marcharse y quería estar seguro de que llevaba aquel texto consigo. Pero le sorprendió descubrir que la bolsa no estaba vacía: en el fondo se hallaba la rebeca de cachemira rosa de Marion, y también la camisola de color lila y las bragas a juego, a pesar de su observación de que el lila y el rosa no era una combinación acertada. Marion sabía que el escote y el encaje era lo que atraía a Eddie.

El muchacho revolvió el contenido de la bolsa, confiando en encontrar más cosas, tal vez una carta de Marion para él, pero lo que encontró le sorprendió tanto como el descubrimiento de las prendas femeninas. Era el aplastado regalo en forma de hogaza de pan que su padre le había dado cuando subió al transbordador con destino a Long Island. Era el regalo para Ruth, con el envoltorio mucho más arrugado, pues se había pasado todo el verano en la bolsa de lona. Eddie creyó que no era el momento de dárselo a Ruth, fuera lo que fuese.

De repente se le ocurrió otro uso de las páginas que había escrito para Penny Pierce y había mostrado a Ted. Cuando llegara Alice, aquellas páginas serían útiles para ponerla al corriente. Sin duda la niñera necesitaba estar informada, por lo menos si iba a mostrarse sensible a lo que Ruth sentiría. Eddie dobló las páginas y se las guardó en un bolsillo trasero del pantalón. Los tejanos estaban un poco húmedos, debido a que se los había puesto sobre el bañador mojado cuando se marchó con Ruth de la playa. El billete de diez dólares que le había dado Marion también estaba un poco húmedo, así como la tarjeta de visita que le diera Penny Pierce con su número de teléfono particular anotado a mano. Guardó ambas cosas en la bolsa de lona, pues tenían ya la categoría de recuerdos del verano de 1958. Empezaba a comprender que aquel verano constituía una divisoria en su vida, y que era un legado que Ruth llevaría consigo durante tanto tiempo como llevara la cicatriz.

Pensó en lo desventurada que era la niña, sin darse cuenta de que esa desventura también trazaba una divisoria. A los dieciséis años, Eddie O'Hare había dejado de ser un adolescente, en el sentido de que ya no estaba absorto en sí mismo, sino que le preocupaba otra persona. Se prometió que durante el resto del día y aquella noche haría lo que hizo y diría lo que dijo por Ruth. Fue al dormitorio de la niña, donde Ted ya había colgado la fotografía de Marion con los pies de sus hijos de uno de los del cuarto.

—¡Mira, Eddie! madre.

—Ya veo —le dijo Eddie—. Ahí queda muy bien.

Oyeron la voz de una mujer que llamaba desde el pie de la escalera.

—¡Hola! ¿Hay alguien?

—Numerosos ganchos en las desnudas paredes —exclamó la niña, señalando la foto de su madre.

—¡Mami! —gritó Ruth.

—¿Marion? —inquirió Ted.

—Es Alice —les dijo Eddie.

El muchacho detuvo a la niñera cuando ésta se hallaba a mitad de la escalera.

—Ocurre algo de lo que tienes que estar informada, Alice —dijo a la universitaria, tendiéndole las hojas—. Será mejor que leas esto.

Ah, la autoridad de la palabra escrita…

Una niña sin madre

Una criatura de cuatro años tiene una comprensión limitada del tiempo. Desde el punto de vista de Ruth, sólo era evidente que faltaban su madre y las fotografías de sus hermanos muertos. Pronto se le ocurriría preguntar cuándo iban a volver su madre y las fotos.

La ausencia de Marion daba una sensación de permanencia, hasta para una pequeña de cuatro años. Incluso la luz del atardecer, tan duradera en la costa, parecía prolongarse más de lo habitual aquella tarde de viernes, como si nunca fuera a hacerse de noche. Y la presencia de los ganchos, por no mencionar aquellos rectángulos más oscuros que resaltaban en el empapelado desvaído, contribuía a dar la impresión de que las fotografías habían desaparecido para siempre.

Habría sido mejor que Marion hubiera dejado las paredes completamente desnudas, pues los ganchos eran como un mapa de una ciudad querida pero destruida. Al fin y al cabo, las fotografías de Thomas y Timothy eran los principales relatos en la vida de Ruth, hasta que
El ratón que se arrastra entre las paredes
se sumó a ellos. Tampoco podía servirle a Ruth de consuelo la única y tan insatisfactoria respuesta a sus numerosas preguntas.

La pregunta de «¿Cuándo volverá mamá?» no obtenía una respuesta mejor que el estribillo «No lo sé», que Ruth había oído repetir a su padre, a Eddie y, más recientemente, a la escandalizada niñera, la cual, tras haber leído las páginas de Eddie, no pudo recuperar la confianza que antes caracterizaba su personalidad y repetía las patéticas palabras «no lo sé» en un susurro apenas audible.

La pequeña seguía haciendo preguntas. ¿Dónde estaban ahora las fotos? ¿Se había roto algún cristal? ¿Cuándo volvería mamá?

Dada la limitada comprensión que Ruth tenía del tiempo, ¿qué respuestas la habrían consolado? Tal vez «mañana» habría servido, pero sólo hasta que hubiera transcurrido el día siguiente. Luego Marion seguiría ausente. En cuanto a la semana o al mes siguientes, para la pequeña sería lo mismo que si le dijeran el año próximo. Contarle la verdad no la habría consolado y, además, tampoco la hubiera comprendido. La madre de Ruth no iba a regresar, no lo haría hasta pasados treinta y siete años.

—Supongo que Marion no piensa volver —le dijo Ted a Eddie cuando por fin estuvieron solos.

—Eso es lo que ella dice —replicó Eddie.

Estaban en el cuarto de trabajo de Ted, donde éste ya se había servido algo de beber. También había telefoneado al doctor Leonardis y cancelado el partido de squash. («Hoy no puedo jugar, Dave…, mi mujer me ha dejado.») Eddie se sintió impulsado a decirle que Marion había tenido la certeza de que el doctor Leonardis le llevaría a casa desde Southampton. Cuando Ted replicó que había ido a la librería, Eddie experimentó su primera y única experiencia religiosa.

Durante siete años, casi ocho (mientras cursara los estudios superiores, pero ya no en la escuela para graduados universitarios), Eddie O'Hare sentiría una religiosidad discreta pero sincera, porque creía que Dios o algún poder celestial tenía que haber impedido que Ted viera el Chevy, que estaba aparcado en diagonal frente a la librería, durante todo el rato en que él y Ruth estuvieron en la tienda de marcos de Penny Pierce tratando de recuperar la fotografía. (Si eso no era un milagro, ¿qué era?)

—Bueno, ¿dónde está? —le preguntó Ted, haciendo tintinear los cubitos de hielo de su bebida.

—No lo sé —respondió Eddie.

—¡No me mientas! —gritó Ted y, sin detenerse siquiera a dejar el vaso, abofeteó al muchacho con la mano libre.

Eddie hizo lo que Marion le había indicado. Cerró el puño, titubeando, porque nunca había pegado a nadie, y entonces golpeó a Ted en la nariz.

—¡Coño! —gritó Ted. Dio varias vueltas, derramando la bebida, y se aplicó el vaso frío a la nariz—. Te he pegado con la mano abierta, con la palma, y tú me das un puñetazo en la nariz. ¡No te jode!

—Marion dijo que eso te calmaría —observó Eddie.

—Marion lo dijo, ¿eh? ¿Y qué más dijo?

—Trato de decírtelo. Dijo que no es necesario que recuerdes nada de lo que digo, porque su abogado te lo dirá todo otra vez.

—¡Si cree que tiene la más mínima posibilidad de conseguir la custodia de Ruth, está aviada! —gritó Ted.

—No espera conseguir la custodia de Ruth —le explicó Eddie—. No se propone intentarlo.

—¿Te ha dicho eso?

—Me ha dicho todo lo que te estoy diciendo —replicó Eddie.

—¿Qué clase de madre es ésa que ni siquiera trata de conseguir la custodia de su hija? —gritó Ted.

—Eso no me lo ha dicho —admitió Eddie.

—Por Dios… —empezó a decir Ted.

—Hay otra cosa sobre la custodia —le interrumpió Eddie—. Tienes que controlar la bebida. No debe haber otra condena por conducción en estado de embriaguez. Si vuelve a ocurrir eso, podrías perder la custodia de Ruth. Marion quiere estar segura de que Ruth no corre peligro si va en coche contigo…

—¿Quién es ella para decir que yo puedo ser un peligro para Ruth? —gritó Ted.

—Estoy seguro de que el abogado te lo explicará —dijo Eddie—. Sólo te digo lo que Marion me ha dicho.

—Después del verano que ha pasado contigo, ¿quién escuchará a Marion? —inquirió Ted.

—Me advirtió que dirías eso y me aseguró que conoce a no pocas señoras Vaughn que estarían dispuestas a testificar si fuese necesario. Pero no espera obtener la custodia de Ruth. Sólo te digo que debes tener cuidado con la bebida.

—Muy bien, muy bien —dijo Ted, apurando el vaso—. Pero, joder, ¿por qué tenía que llevarse todas las fotografías? Están los negativos, podía habérselos llevado y sacar sus propias fotos.

—También se ha llevado los negativos —le informó Eddie.

—¡No puede ser! —gritó Ted.

Salió de su cuarto de trabajo, seguido por el muchacho. Los negativos habían estado, con las instantáneas originales, metidos en un centenar de sobres, más o menos, todos ellos en el escritorio de tapa rodadera que ocupaba un hueco entre la cocina y el comedor. Era el escritorio ante el que se sentaba Marion cuando extendía los cheques para pagar facturas. Ahora Ted y Eddie constataron que incluso el escritorio había desaparecido.

—Me había olvidado de eso —admitió Eddie—. Dijo que era su escritorio, el único mueble que quería.

—¡El maldito escritorio me importa una mierda! —gritó Ted—. Pero no puede llevarse las fotografías y los negativos. ¡También eran mis hijos!

—Marion dijo que dirías eso —replicó Eddie—. Dijo que tú querías quedarte con Ruth y ella no. Ahora tienes a Ruth y ella tiene a los chicos.

—Deberíamos haber repartido las fotos entre los dos, por el amor de Dios. ¿Y qué pasa con Ruth? ¿No debería quedarse ella con la mitad de las fotos?

—Marion no planteó esa posibilidad —confesó Eddie—. Sin duda el abogado te dará todas las explicaciones precisas.

—Marion no llegará tan lejos —dijo Ted—. Incluso el coche está a mi nombre…, los dos coches lo están.

—El abogado te dirá dónde está el Mercedes —le informó Eddie—. Marion le enviará las llaves al abogado y él te dirá dónde está aparcado el coche. Dijo que ella no lo necesitaba.

—Pero bien necesitará dinero —observó Ted en un tono malévolo—. ¿De dónde lo sacará?

—Dijo que el abogado te hablará de sus necesidades económicas.

—¡Joder! —exclamó Ted.

—De todos modos teníais intención de divorciaros, ¿no?

—¿Esa pregunta es tuya o de Marion?

—Mía —admitió Eddie.

—Cíñete a lo que Marion te ha pedido que dijeras.

—No me pidió que fuese a buscar esa fotografía —le dijo el muchacho—. Eso ha sido idea de Ruth y mía. Ruth lo pensó primero.

—Pues ha sido una buena idea —admitió Ted.

—Pensé en Ruth —le dijo Eddie.

—Lo sé, y te lo agradezco.

Entonces se quedaron en silencio unos instantes. Les llegaba la voz de Ruth, que acosaba sin cesar a la niñera. En aquellos momentos Alice parecía más próxima al desmoronamiento que Ruth.

—¿Y ésta, qué? ¡Cuéntamela! —exigía la pequeña.

Ted y Eddie sabían que Ruth debía de haber señalado uno de los ganchos. La chiquilla quería que la niñera le contara la historia evocada por la fotografía desaparecida. Por supuesto, Alice no recordaba cuál de las fotografías había colgado del gancho que Ruth señalaba. En cualquier caso, Alice desconocía las explicaciones que correspondían a la mayoría de las fotos.

—¡Cuéntamela! —insistió Ruth—. Háblame de ésta.

—Lo siento, Ruth, pero no sé esa historia —replicó Alice.

—Ahí está Thomas con el sombrero alto —le dijo Ruth, malhumorada, a la niñera—. Timothy trata de alcanzar el sombrero de Thomas, pero no puede porque Thomas está encima de una pelota.

—Ah, ya me acuerdo —dijo Alice.

Eddie se preguntó durante cuánto tiempo Ruth lo recordaría. Vio que Ted se estaba sirviendo otro vaso.

—Timothy dio una patada a la pelota y Thomas se cayó —siguió explicando Ruth—. Thomas se enfadó y empezaron a pelearse. Thomas ganaba todas las peleas porque Timothy era más pequeño.

—¿Salía la pelea en la fotografía? —le preguntó Alice. Eddie sabía que la pregunta era errónea.

—¡No, tonta! —gritó Ruth—. ¡La pelea fue después de hacer la foto!

—Ah —dijo Alice—, perdona.

—¿Quieres un trago? —preguntó Ted a Eddie.

—No. Deberíamos ir a la casa vagón y ver si Marion ha dejado algo allí.

—Buena idea —dijo Ted—. Tú conduces.

Al principio no encontraron nada en la deprimente casa alquilada. Marion se había llevado las pocas prendas de vestir que guardaba allí, aunque Eddie sabía, y apreciaría durante toda su vida, lo que había hecho con la rebeca de cachemira rosa, la camisola de color lila y las bragas a juego. De las pocas fotografías que Marion llevó aquel verano a la casa vagón, habían desaparecido todas menos una. Sólo había dejado la foto de los chicos muertos que colgaba sobre la cabecera de la cama: Thomas y Timothy en la entrada del edificio principal del instituto, en el umbral de la virilidad, durante su último año en Exeter.

HVC VENITE PVERI

VT VIRI SITIS

«Venid acá, muchachos… —había traducido Marion, en un susurro— y sed hombres».

Era la fotografía que señalaba el lugar donde se había producido la iniciación sexual de Eddie. Había un trocito de papel fijado al cristal con cinta adhesiva. La caligrafía de Marion era inequívoca.

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