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Authors: John Irving

Una mujer difícil (47 page)

BOOK: Una mujer difícil
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A veces Ruth conducía hasta la autopista de Long Island antes de que su padre le dijera:

—Ya está bien por hoy, Ruthie, ¡o acabaremos en Manhattan sin darnos cuenta!

Ciertos domingos por la noche, el tráfico estaba tan congestionado que al padre le bastaba con que Ruth diese media vuelta y regresaran a casa como demostración suficiente de sus habilidades.

Ted recalcaba constantemente lo importante que era mirar por el retrovisor y, por supuesto, Ruth sabía que cuando estaba parada y en espera de girar a la izquierda, cruzando un carril de sentido contrario, jamás debía girar las ruedas a la izquierda en previsión del giro que iba a dar. «¡No se te ocurra nunca hacer eso!», le dijo su padre desde la primera lección, pero aún no le había contado lo que les ocurrió a Thomas y Timothy. Ella sólo sabía que Thomas iba al volante cuando ocurrió el accidente.

—Paciencia, Ruthie; has de tener paciencia —le decía su padre una y otra vez.

—Tengo paciencia, papá —replicaba Ruth—. Todavía espero que me cuentes lo que pasó, ¿no es cierto?

—Quiero decir que tienes que ser una conductora paciente, Ruthie… No pierdas nunca la paciencia al volante.

El Volvo, como todos los de Ted, que empezó a comprar modelos de esa marca en los años sesenta, tenía cambio de marchas manual. (Le había dicho a su hija que desconfiara siempre de un chico que condujera un automóvil con cambio de marchas automático.)

—Y si vas en el asiento del pasajero y yo soy el conductor, nunca te miraré —le dijo Ted—. No me importa lo que digas ni si tienes una rabieta o si te estás sofocando. Fíjate: si yo estoy al volante, hablaré contigo pero no te miraré, eso jamás. Y cuando conduzcas tú, no mires a quien esté a tu lado, tanto si soy yo como cualquier otro. No vuelvas la cara hasta que salgas de la carretera y pares el coche. ¿Está claro?

—Entendido —respondió Ruth.

—Y si sales con un chico y es él quien conduce, si te mira, por la razón que sea, le dices que no lo haga o te bajarás del coche y te irás a pie. O le dices que te deje conducir. ¿Has entendido eso también?

—Sí —dijo Ruth, y se apresuró a pedirle—: Dime lo que les pasó a Thomas y a Timothy.

Pero su padre hizo oídos sordos.

—Y si estás preocupada, si algo en lo que estás pensando te altera de repente, si te echas a llorar y las lágrimas te impiden ver con claridad la carretera…, supón que estás llorando a mares, por la razón que sea…

—¡Vale, vale, lo he entendido! —le interrumpió Ruth.

—Bueno, si alguna vez te ocurre eso, si lloras tanto que no puedes ver la carretera, desvíate al arcén y para el coche. ¿De acuerdo?

—¿Cómo fue el accidente? —le preguntó Ruth—. ¿Estabas allí? ¿Ibais mamá y tú en el coche?

En el extremo menos hondo de la piscina, Ruth notaba que el hielo se le fundía sobre el hombro. Las frías gotas formaban un hilillo líquido que avanzaba por la clavícula, recorría el pecho y caía en el agua, más cálida, de la piscina. El sol se había puesto por detrás del alto seto.

Pensó en el padre de Graham Greene, el maestro de escuela, cuyo consejo a sus ex alumnos (que le adoraban) era extraño pero encantador a su manera. «No te olvides de ser fiel a tu futura esposa», le dijo Charles Greene, en 1918, a un muchacho que dejaba la escuela para incorporarse al ejército. Y a otro muchacho, poco antes de su confirmación, le había dicho: «Un ejército de mujeres viven de la lujuria de los hombres».

¿Adónde había ido a parar aquel «ejército de mujeres»? Ruth suponía que Hannah era uno de esos presuntos soldados perdidos de Charles Greene.

Hasta donde se remontaba su memoria, y no sólo desde que aprendiera a leer, sino desde la primera vez que su padre le contó un cuento, los libros y sus personajes habían penetrado en su vida y quedado «arraigados» en ella. Los libros, y los personajes que aparecen en ellos, estaban más «arraigados» en la vida de Ruth de lo que estaban su padre y su mejor amiga, por no mencionar a los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían revelado casi tan indignos de confianza como Ted y Hannah.

Graham Greene había escrito en su autobiografía,
Una especie de vida
: «Durante toda mi vida he abandonado por instinto cualquier cosa para la que no tuviera talento». Era un buen instinto, pero si Ruth lo pusiera en práctica, se vería obligada a dejar de relacionarse con los hombres. Entre los que conocía, sólo Allan parecía admirable y constante; sin embargo, mientras permanecía sentada en la piscina, preparándose para la prueba con Scott Saunders, lo que veía ante todo en su mente eran los dientes lobunos de Allan y el excesivo vello en el dorso de sus manos.

Cuando jugó al squash con Allan no lo pasó bien. Allan era un buen atleta y un jugador de squash bien entrenado, pero demasiado corpulento para la pista, y sus embestidas y giros eran demasiado peligrosos para el adversario. No obstante, Allan nunca intentaba hacerle daño o intimidarla. Y aunque Ruth había perdido en dos ocasiones al jugar con él, no dudaba de que acabaría por vencerle. Tan sólo tenía que aprender a mantenerse fuera de su alcance y, al mismo tiempo, no temer su dejada de revés. Las dos veces que perdió, Ruth había salido de la T. La próxima vez, si la había, estaba decidida a no cederle la posición idónea en la pista.

Mientras el hielo fundido hacía su efecto, pensaba que, en el peor de los casos, el encuentro podría significar unos puntos en una ceja o la nariz rota. Además, si Allan la golpeaba con la raqueta, lo sentiría muchísimo y luego le cedería la posición preferida en la pista. Ella le vencería con facilidad en un abrir y cerrar de ojos, tanto si la golpeaba como si no. Entonces se preguntó que para qué iba a molestarse en vencerle.

¿Cómo podía pensar en la posibilidad de renunciar a los hombres? De quienes desconfiaba era de las mujeres, y en un grado mucho mayor.

Había permanecido sentada durante demasiado tiempo en la piscina, a la fría sombra del atardecer, por no mencionar el frío de la pegajosa compresa de hielo que se le había fundido en el hombro. La frialdad ponía un toque de noviembre en el veranillo de San Martín y le recordaba a Ruth aquella noche de noviembre de 1969 en que su padre le dio la que él llamaba «última lección de conducir» y «penúltimo examen de conducción».

Iba a cumplir los dieciséis antes de la primavera, y entonces obtendría el permiso de principiante, tras lo cual aprobaría el examen de conducción sin la menor dificultad, pero aquella noche de noviembre, su padre, a quien le tenían sin cuidado los permisos de principiante, le advirtió:

—Espero por tu bien, Ruthie, que nunca tengas que pasar un examen más duro que éste. Vamos.

—¿Adónde vamos? —le preguntó ella. Era el domingo por la noche del fin de semana de Acción de Gracias.

La piscina ya estaba cubierta en previsión del invierno, los árboles frutales desprovistos de fruto y hojas, incluso el seto estaba desnudo y sus ramas esqueléticas se movían impulsadas por la brisa. En el horizonte septentrional había un resplandor: los faros de los coches que ya estaban parados en el carril en dirección oeste de la carretera de Montauk, los domingueros de regreso a Nueva York. (Normalmente el recorrido era de dos horas, tres a lo sumo.)

—Esta noche me apetece ver las luces de Manhattan —dijo Ted a su hija—. Quiero ver si ya han colocado los adornos navideños en Park Avenue. Quiero tomar una copa en el bar del Stanhope. Una vez tomé allí un armagnac de agio. Ya no tomo armagnac, claro, pero me gustaría volver a beber algo tan bueno. Tal vez un buen vaso de oporto. Vamos.

—¿Quieres conducir hasta Nueva York, papá?

Si se exceptuaban el fin de semana correspondiente al Día del Trabajo o el final de la jornada del Cuatro de julio (y tal vez el fin de semana en que se celebraba el Día del Recuerdo), aquélla era probablemente la peor noche del año para ir a Nueva York por carretera.

—No, no quiero conducir hasta Nueva York, Ruthie. No puedo conducir hasta allí, porque he bebido. Me he tomado tres cervezas y una botella entera de vino tinto. Lo único que le prometí a tu madre es que no conduciría nunca bebido, por lo menos cuando viajara contigo. Eres tú quien va a conducir, Ruthie.

—Nunca he conducido tanto —le dijo Ruth, pero no se le ocultaba que, de haberlo hecho, la prueba no habría sido tan importante.

Por fin entraron en la autopista de Long Island por Manorville.

—Colócate en el carril rápido, Ruthie, y mantén el límite de velocidad —le dijo Ted—. No te olvides de mirar por el retrovisor. Si alguien viene por detrás y tienes tiempo suficiente de pasar al carril central, y además dispones de bastante espacio para hacerlo, cambia de carril. Pero si uno se te echa encima, frenético por pasar, deja que te adelante por la derecha.

—¿No es esto ilegal, papá? —inquirió ella, pensando que aprender a conducir tenía ciertas limitaciones, como la de no hacerlo de noche ni más allá de un radio de veinticinco kilómetros desde tu lugar de residencia. Ignoraba que ya había conducido ilegalmente porque carecía de permiso de principiante.

—Por medios legales no puedes aprender todo cuanto necesitas saber —replicó su padre.

Ruth tuvo que concentrarse por completo en la tarea de conducir, y aquélla fue una de las pocas ocasiones, durante las salidas en el viejo Volvo blanco, en que no le pidió a su padre que le contara lo sucedido a Thomas y Timothy. Ted aguardó hasta que se aproximaron a Flushing Meadows, y entonces, sin previo aviso, empezó a contárselo exactamente de la misma manera que se lo contara en su día a Eddie O'Hare, refiriéndose a sí mismo en tercera persona, como si él fuese un personaje más del relato y, por cierto, un personaje secundario.

Ted se interrumpió antes de revelar lo mucho que él y Marion habían bebido y por qué Thomas fue el más indicado, el único conductor sobrio, para decirle a Ruth que saliera del carril rápido y se colocara en el que estaba más a la derecha.

—Por aquí conectas con la Gran Carretera Central, Ruthie —le dijo tranquilamente.

Ella tuvo que cambiar de carril con demasiada rapidez, pero lo consiguió sin dificultad. Pronto distinguió el estadio Shea a su derecha.

Al llegar al punto del relato en que él y Marion discutían sobre el mejor sitio para girar a la izquierda, Ted volvió a interrumpirse, esta vez para decirle a Ruth que siguiera el bulevar Northern, a través de Queens.

Ruth sabía que el motor del viejo Volvo blanco tendía a recalentarse si avanzaba en primera o segunda, se detenía y arrancaba de nuevo en medio de un tráfico muy lento, pero cuando se lo mencionó a su padre, éste respondió:

—No pises el embrague, Ruthie. Si estás un rato detenida, ponlo en punto muerto y pisa el freno. Mantén el pie fuera del embrague tanto como puedas, y no te olvides de mirar por el retrovisor.

Por entonces Ruth estaba llorando. Ted le había contado la escena de la máquina quitanieves, cuando su madre supo que Thomas había muerto pero aún desconocía la suerte de Timothy. Marion preguntaba una y otra vez si Timmy estaba bien, y Ted no le decía nada… acababa de presenciar la muerte de Timmy, pero no podía articular palabra.

Cruzaron el puente de Queensboro, y entraron en Manhattan cuando Ted hablaba a su hija de la pierna izquierda de Timothy: la máquina quitanieves le había seccionado el muslo por la mitad y, cuando intentaron retirar el cuerpo, tuvieron que dejar allí la pierna.

—No veo la calzada, papá —le dijo Ruth.

—Pero aquí no podemos parar, ¿verdad? —replicó su padre—. Tendrás que seguir adelante, no hay más remedio.

Entonces le refirió el momento en que la madre reparó en el zapato de su hermano («Oh, Ted, mira, necesitará el zapato», dijo Marion, sin darse cuenta de que el zapato estaba todavía unido a la pierna del muchacho. Y etcétera, etcétera.)

Ruth avanzó hacia el centro de la ciudad por la Tercera Avenida.

—Ya te diré cuándo debes girar para seguir por Park Avenue. Hay ahí un sitio concreto donde merece la pena ver los adornos navideños.

—Estoy llorando demasiado, no veo por dónde voy, papá —insistió Ruth.

—Pero ésa es la prueba, Ruthie. La prueba consiste en que a veces no hay sitio donde parar, a veces no puedes detenerte y has de encontrar la manera de seguir adelante. ¿Lo has comprendido?

—Sí.

—Pues entonces ya lo sabes todo —dijo su padre.

Más adelante Ruth comprendió también que había pasado la parte de la prueba no mencionada: no había mirado a su padre ni una sola vez, y Ted había permanecido como invisible en el asiento del pasajero. Mientras su padre le contaba el accidente, Ruth no había apartado la vista de la carretera ni del retrovisor, y eso también había formado parte de la prueba.

Aquella noche de noviembre de 1969 su padre le hizo avanzar por Park Avenue mientras comentaba los adornos navideños. En algún lugar, pasada la Calle 80, le pidió que virase a la Quinta Avenida. Entonces bajaron por la Quinta Avenida hasta el hotel Stanhope, enfrente del Metropolitan. Era la primera vez que Ruth oía restallar las banderas del museo sacudidas por el viento. Su padre le había dicho que diera al portero del Stanhope las llaves del Volvo. El hombre se llamaba Manny, y a Ruth le impresionó que conociera a su padre.

Pero en el Stanhope le conocía todo el mundo. Debía de haber sido un cliente habitual. Entonces Ruth lo comprendió: ¡era allí adonde llevaba a sus mujeres! «Alójate siempre aquí, Ruthie…, cuando te lo puedas permitir —le había dicho su padre—. Es un buen hotel.» (Desde 1980, ella pudo permitírselo.)

Aquella noche fueron al bar y su padre cambió de idea acerca del oporto y pidió en su lugar una botella de excelente Pommard. Dio cuenta del vino y Ruth se tomó un café doble, en previsión del viaje de vuelta a Sagaponack. Mientras estuvo sentada en el bar, Ruth tuvo la sensación de que seguía aferrada al volante, y aunque había tenido la oportunidad de mirar a su padre en el bar, antes de regresar al viejo Volvo blanco, no podía hacerlo. Era como si él aún estuviera contándole el terrible accidente.

Pasada la medianoche, su padre le indicó el camino para ir a la avenida Madison, y en algún lugar, más allá de la Calle 90, le dijo que girase hacia el este. Avanzaron por la avenida Franklin Delano Roosevelt hasta el Triborough, y después por la Gran Carretera Central hasta la carretera de Long Island, donde Ted se quedó dormido. Ruth recordó que Manorville era la salida que debía tomar, y no tuvo que despertar a su padre para preguntarle el camino de regreso.

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