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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (11 page)

BOOK: Una página de amor
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—¿Y por qué quieres que se besen? —contestó Elena—. Ya se besarán el día de su santo.

II

Aquel martes, al terminar la sopa, Elena aguzó el oído diciendo:

—¿Oyen ustedes qué diluvio? Esta noche, mis pobres amigos, van a quedar ustedes empapados.

—Son sólo unas gotas —dijo el sacerdote, cuya vieja sotana estaba ya mojada por los hombros.

—Me espera una buena caminata —dijo el señor Rambaud—; pero, de todos modos, volveré andando; me gusta eso… Además, traje mi paraguas.

Juana reflexionaba, mirando muy seria su última cucharada de fideos. Luego habló lentamente:

—Rosalía decía que no vendrían ustedes a causa del mal tiempo… Mamá dijo que sí vendrían… Son ustedes muy amables viniendo siempre.

Todos sonreían alrededor de la mesa; Elena inclinó la cabeza afectuosamente, dirigiéndose a los dos hermanos. Fuera, el aguacero seguía con su rumor sordo y el brusco vendaval hacía crujir las persianas. Parecía como si volviera el invierno. Rosalía había corrido cuidadosamente las cortinas de reps rojo; el comedorcito, bien cerrado, iluminado por la tranquila claridad de la lámpara que colgaba, completamente blanca, adquiría, en medio de las sacudidas del huracán, una dulzura de tierna intimidad. Sobre el aparador de caoba, unas porcelanas reflejaban la luz tranquila. En esta paz, los cuatro comensales hablaban sin prisas, aguardando que a la criada le diera la gana servirles, mientras contemplaban la hermosa pulcritud de los servicios.

—¡Ah!, tanto peor si los hice esperar —dijo familiarmente Rosalía entrando con una fuente—. Son filetes de lenguado al horno para el señor Rambaud, y esto hay que prepararlo en el último momento.

El señor Rambaud aparentaba ser un tanto glotón, para divertir a Juana y darle gusto a Rosalía, que estaba muy orgullosa de su talento de cocinera. Se volvió hacia ella preguntando:

—Vamos a ver: ¿qué ha puesto usted hoy? Porque siempre me trae las sorpresas cuando se me acabó el apetito.

—¡Oh! —contestó la muchacha—, tres platos como siempre… Después de los filetes de lenguado, tendrán ustedes pierna de cordero con coles de Bruselas… Y esto será todo, de verdad.

Pero el señor Rambaud miraba a Juana con el rabillo del ojo. La niña se divertía mucho, ahogando su risa con las manos juntas y moviendo la cabeza para indicar que la criada los engañaba. Entonces chasqueó la lengua con un mohín de duda, y Rosalía fingió enfadarse.

—No me creen ustedes porque la señorita se está riendo… Está bien, fíense de esto y guárdense el apetito, y ya verán cómo tendrán que sentarse de nuevo a la mesa cuando lleguen a sus casas.

Cuando la criada se hubo marchado, a Juana, que reía más fuerte, le entraron unas ganas terribles de hablar.

—Eres demasiado glotón —comenzó—. He estado en la cocina y…

Se interrumpió.

—Pero no hay que decirlo, ¿verdad, mamá?… No hay nada, nada más. Me reía para engañarte.

Esta escena se repetía todos los martes y siempre tenía el mismo éxito. A Elena le encantaba el buen humor con que el señor Rambaud se prestaba a este juego, pues no ignoraba que durante mucho tiempo había vivido, con frugalidad provenzal, con una anchoa y media docena de aceitunas para todo el día. En cuanto al abate Jouve, jamás sabía lo que estaba comiendo; incluso le gastaban bromas sobre su ignorancia y sus distracciones. Juana le miraba con sus ojos brillantes y, cuando se hubo servido:

—Está muy buena la pescadilla —dijo al sacerdote.

—Muy buena, querida —murmuró éste—. ¡Anda, es verdad que es pescadilla! Creía que era rodaballo.

Y, como viera que todo el mundo se reía, preguntó ingenuamente el motivo. Rosalía, que acababa de entrar, parecía muy ofendida. ¡Vamos! Incluso el cura de su pueblo sabía mucho más de comida: podía decir la edad de un ave, con un error de menos de ocho días, con sólo trincharla, y no le hacía ninguna falta entrar en la cocina para saber lo que había para comer, pues con el olor le bastaba. ¡Dios mío! si ella hubiese servido en casa de un párroco como el señor cura, a estas horas no sabría ni darle la vuelta a una tortilla. Y el sacerdote se excusaba perplejo, como si la falta total del sentido de la buena mesa fuese en él un defecto del que no se esperaba poder corregir. Pero la verdad es que le preocupaban otras muchas cosas.

—Esto es pierna de cordero —dijo Rosalía poniendo el guiso encima la mesa.

Todo el mundo se echó a reír de nuevo, y el sacerdote el primero. Adelantó su enorme cabeza guiñando sus pequeños ojillos.

—Sí, seguro que es pierna de carnero —dijo—. Creo que la habría reconocido.

La verdad es que aquel día el cura estaba más distraído que de costumbre. Comía de prisa, como hacen los hombres a los cuales la comida molesta y que en su casa comen de pie; luego esperaba a los demás, distraído y contestando tan sólo con sonrisas. A cada momento echaba a su hermano una mirada en la que se adivinaban su deseo de animarle y su ansiedad. El mismo señor Rambaud tampoco parecía tener su tranquilidad habitual; pero su turbación se demostraba con una necesidad de charlar y removerse en su silla, cosa muy ajena a su carácter, naturalmente reflexivo. Después de las coles de Bruselas, como Rosalía se retrasara en traer el postre, se produjo un silencio. En el exterior el chaparrón aumentaba su violencia y un torrente de agua parecía azotar la casa. Entonces Elena se dio cuenta de que el clima no era el mismo y que, entre los hermanos, algo había que no se atrevían a decir. Los miró solícita y acabó por murmurar:

—¡Dios mío, qué lluvia más horrible! ¿No es verdad? Diríase que los fastidia y que, a los dos, los pone enfermos.

Pero ellos lo negaron y se apresuraron a tranquilizarla. Y, como Rosalía se presentara en aquel momento trayendo una inmensa fuente, el señor Rambaud exclamó, para ocultar su emoción:

—¡Lo que yo decía! ¡Ahí va la sorpresa!

Aquel día la sorpresa consistía en unas natillas de vainilla, uno de los éxitos de la cocinera. Había que ver la ancha y muda sonrisa con que la puso encima de la mesa. Juana palmoteaba diciendo:

—¡Yo lo sabía! ¡Yo lo sabía!… Había visto los huevos en la cocina.

—Pero yo ya no tengo apetito —repuso el señor Rambaud con un aire desesperado—. No podría probar ni un bocado.

Entonces Rosalía se puso muy seria y, conteniendo su enfado, dijo muy digna:

—¡Cómo! ¡Unas natillas que hice sólo para usted! ¡Intente usted no gustarlas! ¡Inténtelo!…

Él se resignó y tomó una gran parte del dulce. El sacerdote seguía distraído. Dobló su servilleta y se levantó de la mesa antes de terminar el postre, como hacía a menudo. Por un momento se paseó con la cabeza inclinada sobre el hombro; después, cuando vio que Elena se levantaba de la mesa, lanzó una mirada de inteligencia al señor Rambaud y se llevó a la joven hacia el dormitorio. Tras ellos, por la puerta que había quedado entreabierta, se oyeron en seguida sus voces lentas, sin que se distinguieran las palabras.

—Date prisa —decía Juana al señor Rambaud, que parecía como si no pudiese terminar una galleta—. Quiero enseñarte mi trabajo.

Él no se daba ninguna prisa. Cuando Rosalía empezó a quitar la mesa, no tuvo más remedio que levantarse.

—Espera, mujer, espera… —murmuraba mientras la niña intentaba llevárselo hacia el dormitorio.

Se apartaba de la puerta cohibido y amedrentado. Después, como el sacerdote levantara la voz, le acometió una debilidad tal, que tuvo que sentarse de nuevo ante la mesa ya levantada. Había sacado un periódico de su bolsillo.

—Voy a hacerte un cochecito —dijo.

Con esto, Juana abandonó el proyecto de ir hacia el dormitorio. Resultaba maravilloso ver cómo el señor Rambaud sabía sacar toda clase de juguetes de un pedazo de papel. Sabía hacer pajaritas, barcos, birretas de obispo, cochecitos, jaulas. Pero aquel día los dedos le temblaban y no lograba dejar bien terminados los pequeños detalles. Al más pequeño ruido que saliera de la habitación vecina, agachaba la cabeza. Mientras, Juana, muy interesada, se había puesto de codos en la mesa, a su lado.

—Después me harás una pajarita para engancharla al coche.

El abate Jouve permanecía de pie al fondo de la habitación, en el claroscuro que creaba la pantalla. Elena ocupaba su puesto habitual ante el velador; y como los martes no gastaba cumplidos con sus invitados, reanudó su trabajo, de modo que sólo se veían sus pálidas manos cosiendo un gorrito para niño, en el círculo fuertemente iluminado.

—Entonces, Juana, ¿ha dejado de ser un motivo de inquietud? —preguntó el sacerdote.

Elena bajó la cabeza antes de contestar.

—El doctor Deberle parece completamente tranquilo —dijo—. Pero la pobrecita está muy nerviosa todavía. Ayer la encontré desvanecida en su silla.

—Le falta ejercicio —replicó el sacerdote—. Vive usted demasiado encerrada. No llevan ustedes una vida normal, como todo el mundo.

Se calló y hubo un silencio. Sin duda, había encontrado el camino que buscaba; pero antes de hablar meditó un instante. Cogió una silla y, sentándose al lado de Elena, prosiguió:

—Escuche, hija mía; hace tiempo que deseo hablar con usted formalmente… La vida que usted lleva no es buena. A su edad, nadie se encierra como hace usted: y este retiro es tan malo para su hija como para usted… Está lleno de peligros; peligros para la salud y, además, otra clase de peligros…

Elena había levantado la cabeza, como sorprendida.

—¿Qué quiere usted decir, amigo mío? —preguntó.

—¡Dios mío! Conozco poco el mundo —prosiguió el sacerdote con cierto embarazo—, pero me consta que una mujer está expuesta a todo cuando se queda sin defensa… En fin, está usted demasiado sola, y esta soledad en la que parece complacerse no es sana, créame. Llegará un día en que lo lamente.

—No me quejo y me encuentro muy a gusto como estoy —exclamó ella con cierto ímpetu.

El viejo sacerdote zarandeó suavemente su gruesa cabeza.

—Es cierto que todo esto es muy agradable y comprendo que se sienta completamente feliz. Pero, en esa pendiente de la soledad y el ensueño, nadie sabe hasta dónde puede llegarse… ¡Claro que la conozco y sé que es usted incapaz de obrar mal!… Pero más tarde o más temprano puede que su tranquilidad se acabe. Una mañana, de pronto, puede que este vacío que deja usted a su alrededor y dentro de sí misma se encuentre ocupado por un sentimiento doloroso e inconfesable.

El rostro de Elena, en la sombra, se había puesto colorado. Entonces, el sacerdote, ¿había leído en su corazón?, ¿conocía aquella inquietud que crecía en ella, aquella agitación interior que llenaba su vida y que ella misma no se atrevía a confesarse? Su labor cayó sobre su regazo. Una gran laxitud la acometió, como si esperara del sacerdote cierta complicidad devota que por fin le permitiera confesar en voz alta y precisar ciertas cosas inconcretas que pretendía ocultar en el fondo de su ser. Puesto que él lo sabía todo, podía preguntarle y trataría de contestarle.

—Me pongo en sus manos, amigo mío —murmuró—. Ya sabe usted que siempre le hice caso.

Entonces el abate guardó un momento de silencio y luego, lenta y gravemente, dijo:

—Hija mía, debe usted casarse de nuevo.

Se quedó muda, con los brazos lacios, ante el estupor que le produjo semejante consejo. Esperaba otras palabras; no éstas, que no comprendía. No obstante, el sacerdote seguía exponiendo las razones que debían decidirla al matrimonio.

—Piense que es usted joven todavía… No puede seguir por más tiempo en este rincón escondido de París, sin atreverse apenas a salir, ignorándolo todo de la vida. Debe usted incorporarse otra vez a la vida común, so pena de lamentar amargamente, más tarde, su aislamiento. Usted no se da cuenta de cómo este aislamiento influye en usted; pero sus amigos notan su palidez y no están tranquilos…

Se detenía a cada frase, esperando que ella le interrumpiera y discutiera su propuesta. Pero Elena permanecía fría, como helada por la sorpresa.

—Claro que tiene usted una hija —continuó—, y esto es siempre delicado… Pero piense tan sólo en que, en interés de su misma Juana, el brazo de un hombre le sería de gran utilidad… ¡Oh!, ya sé que sería necesario encontrar a alguien absolutamente bueno, que fuese un verdadero padre…

No le dejó que acabara. Bruscamente habló con una rebeldía y una repulsión extraordinarias:

—No, no; no quiero… ¿Qué clase de consejo me está usted dando?… ¡Nunca! ¿Oye usted, amigo mío? ¡Nunca!

Todo su corazón se sublevaba y ella misma se asustaba de la violencia de la negativa. La propuesta del sacerdote acababa de remover en ella ese rincón oscuro en el que se negaba a leer, y la pena que sentía le dio a entender, al fin, la gravedad de su mal. Sentía el azoramiento pudoroso de una mujer que siente cómo se desliza el último velo que la cubre.

Entonces, bajo la mirada clara y sonriente del viejo abate, se defendió:

—¡Pero si no quiero! ¡Si yo no amo a nadie!

Y, como él seguía mirándola, creyó que estaba leyendo la mentira en su cara; se puso colorada y balbuceó:

—Piense usted… Acabo de quitarme el luto hace quince días… No, eso es imposible.

—Hija mía —dijo tranquilamente el sacerdote—, antes de hablarle lo he pensado mucho. Creo que en ello estriba su felicidad… Cálmese… de todos modos, a usted le incumbe decidir.

La conversación decayó. Elena procuraba detener el torrente de protestas que le subían a los labios. Cogió de nuevo su labor y dio algunas puntadas con la cabeza agachada. En medio del silencio se oyó la voz aflautada de Juana que decía en el comedor:

—No se engancha una pajarita a un coche; se engancha un caballo… ¿Acaso no sabes hacer caballos?

—¡Ah, no! Hacer caballos es demasiado difícil —contestó el señor Rambaud—. Pero, si tú quieres, voy a enseñarte cómo se hacen los coches.

Siempre terminaba así el juego, Juana, muy atenta, miraba a su amiguito doblar el papel en una infinidad de cuadritos; luego lo intentaba a su vez, pero se equivocaba y daba patadas en el suelo. No obstante, ya sabía hacer barquitos y birretas de obispo.

—Mira —repetía pacientemente el señor Rambaud—: haces cuatro picos así, luego los doblas…

Al cabo de un instante, con el oído atento, debió de adivinar algunas palabras que se decían en la habitación vecina; sus manos temblaron más y la lengua se le embarullaba de tal modo, que se comía la mitad de las palabras.

Elena, que no lograba tranquilizarse, reanudó la conversación.

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