George Yarley, un científico norteamericano que trabajaba en la universidad de Harvard, había descubierto el medio de trasladarse a través de los pliegues del espacio.
¡Accidentalmente!
Había estado trabajando, entre todas las cosas posibles, en la máquina de coser de su mujer, que se había descompuesto hacía tiempo y estaba arrinconada. Trataba de utilizarla de manera que el volante, movido con el pie, hiciera funcionar un pequeño generador eléctrico de construcción casera, con el fin de obtener la corriente de alta frecuencia y bajo voltaje que necesitaba para unos experimentos de su clase de física.
Una vez terminadas las conexiones (por suerte, después pudo acordarse exactamente dónde y cómo había cometido el error) había empezado a mover el pedal, cuando su pie golpeó inesperadamente en el suelo y casi se cayó de la silla hacia delante.
La máquina de coser, con el pedal y el generador inclusive, acababa de desaparecer. No estaba allí.
El profesor (comentaba Wells humorísticamente) había estado completamente sobrio cuando sucedió aquello pero pronto puso remedio a esa situación. Después de volver a serenarse, tomó prestada la nueva máquina de coser de su mujer y con mucho cuidado duplicó el generador que debía ir aplicado al volante. Esta vez se dio cuenta del error en la instalación que había cometido la primera vez, y deliberadamente cometió de nuevo la misma falta.
Movió el pedal y la máquina de coser nueva desapareció también.
No sabía qué significaba aquello, pero se dio cuenta de que era algo de gran importancia. Sacó dinero del banco y compró dos máquinas de coser. Una fue para la mujer, para compensarla de la pérdida de la suya. La otra la preparó exactamente igual que las dos primeras.
Y esta vez tenía testigos a su lado, incluyendo el rector y el decano de la Universidad. No les había dicho lo que iban a ver; solamente les había dicho que observaran la máquina de coser.
Observaron con gran cuidado y la máquina de coser desapareció con la misma limpieza de las anteriores.
Le costó un poco convencerlos de que no se trataba de un truco de prestidigitación, pero cuando al fin se convencieron (mediante la desaparición de la máquina de coser de la mujer del decano, de su propio cuarto de costura) todos admitieron que se trataba de un gran descubrimiento.
Ordenaron a Yarley que abandonara sus deberes de profesor y le concedieron los fondos necesarios para financiar los experimentos. En el término de pocas semanas había perdido otra media docena de máquinas de coser, y para entonces dejó de usarlas y empezó a construir el aparato con el mínimo de piezas esenciales.
Encontró que podía usar un motor de relojería (conectado en una forma especial) para hacer funcionar el generador que tenía las conexiones mal colocadas. El pedal no era esencial, pero un motor eléctrico para mover el generador anulaba alguna cosa, y el aparato no funcionaba. Pudo comprobar que ni el volante ni la bobina eran necesarias, pero que sí era necesaria la lanzadera y que ésta tenía que ser de material ferroso. Al fin determinó que podía usar cualquier clase de energía, excepto electricidad, para hacer funcionar el generador. Aparte de los pies y de los motores de relojería, probó con una rueda hidráulica y con la máquina de vapor de juguete de su hijo (y después tuvo que comprarle un juguete nuevo).
Hasta que consiguió construir el aparato con un simple montaje de piezas colocadas en una caja (siempre más económicas que las máquinas de coser) alimentadas por un motor de relojería de juguete al que se le daba cuerda. El costo de la totalidad del instrumento era algo menos de cinco dólares, y podía montarlo con unas pocas horas de trabajo.
Todo lo que quedaba por hacer era darle cuerda al aparato de relojería, cerrar el circuito y… bien, desaparecía hacia alguna parte. Hacia dónde iba o por qué desaparecía, no lo sabía. Pero siguió experimentando.
Un día vino una noticia en los periódicos respecto a algo que primero se creyó que era un meteorito que había chocado con un rascacielos de Chicago. Después de un detenido examen, se demostró que se trataba de restos de una caja de madera con varios aparatos eléctricos de relojería en su interior.
Yarley tomó el próximo tren para Chicago y pudo identificar una de sus creaciones.
Supo entonces que el aparato se había movido a través del espacio y pudo empezar a trabajar en firme. Nadie había observado la hora exacta del choque del objeto contra el rascacielos, pero con mucha aproximación Yarley pudo convencerse de que el objeto había viajado de Harvard a Chicago casi instantáneamente.
La Universidad entonces le concedió varios ayudantes y empezó a hacer experimentos a gran escala, lanzando sus aparatos en número considerable, cada uno de ellos con un número de identificación y llevando un cuidadoso registro de la variación en el número de vueltas de alambre en el bobinado del generador, el número exacto de vueltas dado al motor de relojería, la dirección en que había estado colocado el aparato en el momento de desaparecer y la hora exacta (en fracciones de segundo) de su desaparición.
También publicitó lo que estaba haciendo, y en todo el mundo la gente empezó a buscar las máquinas.
De los miles de aparatos lanzados, solamente comprobó la llegada de dos, y estudiando sus registros pudo deducir algunos hechos muy interesantes. Primero que la máquina se desplazaba exactamente en la dirección en que había estado colocado el eje del generador y, segundo, que existía una relación entre el número de vueltas del bobinaje y la distancia recorrida.
Ahora podía ponerse realmente a trabajar. En 1904 había podido determinar que la distancia que la máquina recorría era proporcional al cubo del número de vueltas o fracciones de vueltas de alambre de la bobina en el generador, y que la duración del viaje era exactamente cero segundos.
Reduciendo el generador hasta el tamaño de un dedal, podía enviar una máquina a una distancia comparativamente pequeña y determinada de antemano (unos pocos kilómetros) y hacer que aterrizase en un campo particular fuera de la ciudad.
Su aparato podía haber revolucionado todos los sistemas de transporte en el mundo entero, excepto por el hecho de que las máquinas aterrizaban siempre seriamente dañadas, interna y externamente. Por lo general apenas quedaba lo suficiente para identificarlas, y a veces ni eso.
Y su aparato no podía constituir un arma de guerra; los explosivos nunca llegaban a su destino. Debían estallar durante el viaje, en algún lugar de la curvatura del espacio.
Pero en tres años de experimentos consiguieron una fórmula práctica de operación e inclusive empezaron a comprender los principios que gobernaban su funcionamiento; además ahora podían predecir con exactitud los resultados.
Determinaron que la razón de que los aparatos llegaran estropeados era debida a su súbita materialización al fin del viaje, en el aire. El aire es una entidad completamente material. No se puede desplazar cierta cantidad de aire instantáneamente sin dañar el objeto que ocasiona el desplazamiento; no sólo se daña como objeto sino que su propia estructura molecular se modifica.
Era obvio, pues, que el único lugar práctico a donde podían enviarse los objetos, y llegar intactos, era al vacío, el vacío del espacio, y dado que la distancia aumentaba con el cubo del número de vueltas del bobinaje no era necesaria una máquina muy grande para alcanzar la Luna o los planetas. E inclusive para los viajes interestelares no hacía falta una de tamaño monstruoso, especialmente debido al hecho de que el viaje podía hacerse en varios saltos, cada uno de los cuales no llevaría más tiempo del que necesitaba el piloto para apretar un botón.
Además, ya que el tiempo era un factor cero, no era necesario calcular las trayectorias. Simplemente debía apuntarse al destino deseado, ajustar el factor distancia, apretar el botón y se llegaba allí instantáneamente, materializándose en el espacio a una distancia segura del planeta, listo para descender y tomar tierra.
Naturalmente la Luna fue el primer objetivo.
Se necesitaron unos cuantos años para encontrar solución a la forma de aterrizar. La ciencia de la aerodinámica aún no estaba desarrollada aunque dos hermanos llamados Wright habían volado con éxito en una máquina más pesada que el aire, en Kittyhawk, N. C., unos cuantos años antes; el mismo año, en efecto, en que el profesor Yarley había perdido su primera máquina de coser. Y de todos modos, no se suponía que hubiera aire en la Luna.
Pero el problema del aterrizaje fue resuelto, y en 1910 el primer hombre descendió en la Luna y regresó vivo.
Todos los planetas habitables fueron alcanzados durante el próximo año.
El siguiente capítulo del libro se titulaba «
La Guerra Interplanetaria
», pero Keith no lo pudo leer. Eran ya las tres y media de la madrugada.
Había estado despierto durante muchas horas, y habían sido muchas las cosas que le habían pasado. No podía seguir manteniendo los ojos abiertos.
Ni siquiera acabó de desvestirse; alargó el brazo para apagar la luz y se quedó dormido aún antes de que su cabeza cayera en la almohada.
Era casi mediodía cuando despertó. Se quedó quieto en la cama por un momento, antes de abrir los ojos, pensando en el absurdo sueño que había tenido, acerca de un mundo en el que existían los viajes interplanetarios (por medio de máquinas de coser) y una guerra con Arcturus y una cosa llamada Niebla Negra que envolvía a Nueva York durante la noche.
Dio media vuelta y el hombro le dolió tanto que abrió los ojos y contempló un techo que no le era familiar. Se acabó de despertar con un sobresalto. Se sentó en la cama y miró el reloj: las once cuarenta y cinco. Llegaría muy tarde al trabajo.
¿O no?
Se sintió horriblemente confuso y desorientado. Se levantó de la cama (una cama extraña para él) y fue a la ventana. Estaba en la calle Cuarenta y dos, en un tercer piso, una calle completamente normal. Un tráfico normal, con las aceras tan congestionadas como siempre, con gente de apariencia común llevando ropas comunes. Aquello era el Nueva York que él conocía.
Debía haber sido un sueño, después de todo. Pero entonces, ¿como era que estaba allí, en la calle Cuarenta y Dos?
Se quedó inmóvil, tratando de hacer encajar el hecho de que estuviese ahora en Nueva York con el cuadro general de la situación. La última cosa que recordaba que podía decir que era normal, era estar sentado en un sillón de junco en el jardín del señor Borden. Después de eso…
¿Habría regresado a Nueva York en alguna otra forma que la recordada, y su mente extraviada habría sustituido su recuerdo del viaje por una extraña pesadilla? Si esa idea era cierta, debía ir a ver un psiquiatra sin pérdida de tiempo.
¿Estaría loco? Debía de estarlo. Sin embargo, algo le había sucedido. A menos que aceptara lo inexplicable, no podía recordar cómo se había trasladado desde la residencia del señor Borden hasta aquella extraña habitación, ni cómo se encontraba en aquel hotel y no en su propio piso del centro.
Y el hombro le dolía de verdad. Se llevó una mano al lugar herido y sintió el vendaje por debajo de la camisa. Se había herido de alguna forma, pero seguramente no de la manera que recordaba.
Bien, tendría que marcharse de allí, ir a casa y…
No pudo formar planes para después que llegara a la casa. Tendría que llegar primero y luego decidiría.
Dio media vuelta y fue hacia la silla donde había dejado algunas de las ropas la noche anterior. Algo que estaba en el suelo, al lado de la cama, atrajo su atención. Era un ejemplar de la edición de bolsillo de
Esquema de la historia
de H. G. Wells.
Las manos le temblaban cuando se inclinó para recogerlo y lo abrió por el índice. Se fijó en los títulos de los tres últimos capítulos. Allí estaban, en el siguiente orden, «
Los viajes interplanetarios
», «
La Guerra Interplanetaria
» y «
La lucha contra Arcturus
»
El libro se le cayó de la mano. Volvió a levantarlo y vio otro que se había deslizado debajo de la cama. Su título era
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
Se sentó en la silla y se quedó inmóvil durante algunos minutos y trató de pensar, de hacer que su mente aceptara el hecho de que no había sido una pesadilla; después de todo, había sido la realidad.
O una buena reproducción de la realidad.
O bien estaba completamente loco o todo aquello le había sucedido a él. El ser perseguido por un monstruo rojo. La Niebla Negra con su salvajismo de selva primitiva.
Buscó el bolsillo trasero de los pantalones que colgaban detrás de la silla y sacó la cartera. Los billetes que contenía eran créditos, no dólares. Algo más de mil créditos.
Se vistió lentamente, pensativo, y volvió a mirar por la ventana. Era aún la calle Cuarenta y Dos y aún seguía pareciendo ordinaria, pero ahora no lo engañaba. Se acordó de lo que había sucedido en aquella calle a la una de la madrugada y se estremeció.
Y buscándolas, empezó a darse cuenta de cosas en las que no se había fijado la primera vez. Muchas de las vidrieras de las tiendas le resultaban familiares, pero otras no las había visto nunca, y estaba seguro que nunca habían estado allí.
Entonces, para acabar de convencerse, vio algo rojo entre el gentío. Era un monstruo rojo que entraba en un bazar en el otro lado de la calle. Y nadie le prestaba más atención que a los seres humanos que andaban por la calle.
Keith suspiró profundamente y se preparó para abandonar la habitación. Su equipaje consistía en los dos libros y las dos revistas que se colocó en diferentes bolsillos. Decidió no llevarse el ejemplar de
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
Ya sabía todo lo que necesitaba acerca de ese asunto. Y también dejó el número del día anterior del
New York Times
.
Bajó las escaleras y salió al vestíbulo. Era un empleado diferente el que estaba de guardia y ni siquiera lo miró; la puerta lo hizo detenerse por un momento porque el cristal estaba intacto, luego se fijó en la masilla fresca en los bordes del cristal.
Ahora que estaba completamente despierto, sintió hambre. Lo primero que tenía que hacer era comer. No había comido nada desde el día anterior al mediodía. Echó a andar en dirección este hasta que encontró un pequeño restaurante de aspecto atractivo frente a la Biblioteca Pública.