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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (12 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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—¡Ah, ya está aquí! Necesito hablar con usted.

Madelaine se volvió. En la puerta del despacho apareció José Luis, rescatándola de la maraña que el pasado estaba formando a su alrededor.

El fiscalista condujo a Madelaine hasta el despacho que ya había hecho suyo. A Madelaine le llamó la atención la rapidez con la que habían aparecido documentos y libros sobre la enorme mesa en apenas unas horas. El que ahora dominaba la situación era aquel desconocido.

—Siéntese, por favor —le pidió él, tomando asiento en el lugar que antes ocupó Madelaine. Si José Luis hubiese sido un fiscalista de los que han elegido hacer dinero trabajando para la gente como los Martínez Durango, quizá no se hubiese conducido con tanta firmeza. Pero él no sentía la necesidad de halagar a nadie. Simplemente se limitaba a hacer su trabajo lo mejor posible. No se le pasó por la cabeza que su conquista del territorio pudiera ofender. Y si se le hubiera pasado, le hubiera dado igual. Madelaine, a pesar de sí misma, se resintió de la pérdida de protagonismo, en aquella estancia al menos, pero decidió ignorarlo. Al final iba a tener razón su tía: por sus venas, quisiera o no, también corría la sangre de los orgullosos Martínez Durango.

—Efectivamente, me necesitan urgentemente. Hacienda podría hacer una sangría con ustedes —comenzó el fiscalista—. Esto es un caos de más de doscientos años. ¿Es consciente de la magnitud de sus posesiones? Hasta ahora aparece como única beneficiaría de todos los testamentos, exceptuando unas pequeñas tierras que pertenecen a su tía, y que supongo terminará también heredando.

—Ya, ¿y eso qué quiere decir exactamente?

—Pues que Hacienda irá directamente contra usted. ¿Recuerda lo que le dije esta mañana, que lo normal era que todo terminara en una multa? —Sí.

—Bien, a menos que consigamos esclarecer y justificar lo que empieza a parecer injustificable, me temo que podría incluso ir a la cárcel.

Madelaine no daba crédito a sus oídos. José Luis entrevió que la estaba asustando pero era importante que su cliente se diera cuenta de los serios problemas que se avecinaban.

—Le aseguro que no soy una persona alarmista. La situación es más delicada de lo que me comentó su tía, y más grave incluso de lo que Hacienda sospecha. Sus libros no aguantarían ni la primera hora de inspección. El problema principal, de cara a afrontar sus fraudes pasados, es que, según parece, no tienen liquidez. A menos que me falten datos, claro. Pero de eso hablaremos más larde. Los límites de algunas fincas no están claros, ni tienen al día registros de propiedad. No han declarado alquileres, ni el produelo de muchos de sus campos, y, por si fuera poco, en los últimos años han pedido subvenciones a la Unión Europea que han terminado emborronando más sus cuentas.

—Yo no sé mucho de todo esto, lo reconozco, aunque por supuesto me considero única responsable. Ya se lo dije. Quizá mi tía Clara, que ha estado administrando el patrimonio, pueda darnos más datos. Me ha pedido que le insista para que se quede a comer.

José Luis miró el reloj. Marcaba la una y media.

—¿A qué hora?

—A las dos y media —respondió Madelaine con frialdad. Aquel tipo no era muy educado. Le estaban invitando a comer y con su pregunta cuestionaba si le convenía o no. ¡Caramba con el empleado!

—De acuerdo —asintió José Luis sin percatarse de la frialdad de Madelaine ante sus dudas—. Eso me deja una hora por delante. Por cierto, hay unos papeles importantes que no he encontrado. Los del fallecimiento y testamento de su madre.

—¿Mi madre? —repitió Madelaine como si no entendiera castellaño.

—Sí, los de su madre. Su madre murió...

—Hace más de treinta años —completó Madelaine—. No sé donde pueden estar. Supongo que se podrán pedir en algún registro o algo así. No tengo idea, la verdad.

—Lo curioso es que están las actas y el testamento de todos los demás, desde sus bisabuelos hasta su padre, incluso el de la recientemente fallecida doña Rosario María Martínez Durango —dijo José Luis leyendo unos documentos—. Solo falta el de su madre.

—Quizá sea porque no murió aquí.

—¿Y dónde murió? —preguntó José Luis extrañado.

—No lo sé exactamente. En Barcelona, creo. Ella me abandonó. O, al menos, abandonó todo esto. Supongo que se sentía atrapada, y no la culpo. Es fácil sentirse atrapada aquí —dijo Madelaine mirando a su alrededor. Los muebles pesados y de maderas oscuras, las enormes cortinas de terciopelo verde que cubrían las tres ventanas, superpuestas sobre unas blancas más finas que filtraban con avaricia la luz de la calle, la cabeza de ciervo que presidía la habitación sobre la mesa del despacho, las paredes cubiertas de libros, el tono oscuro carmesí de las paredes, el impresionante retrato del abuelo Néstor fumando un puro en su sillón de cuero marrón, acompañado por tres mastines... Una vez que entrabas en la casa resultaba casi imposible imaginar que había un mundo fuera de ella. El pasado estaba presente en cada centímetro y, como cualquier organismo vivo, requería de sangre fresca para seguir creciendo.

—En cualquier caso, tratándose de su madre, los documentos no deben de andar muy lejos. Necesitamos aclarar el asunto del testamento.

—Mi madre no poseía nada. Parece que vino a esta casa con lo puesto.

—Eso no importa. Al fallecer su padre con anterioridad y sin dejar testamento, ella, y usted como única descendiente, fueron sus principales beneficiarías. Cuando murió su madre, lógicamente, usted recuperó el legado de su padre al completo. Por eso es importante encontrar los documentos del fallecimiento de su madre. No hay tampoco testamento y se necesita el acta de defunción para establecerla como heredera.

—Ya veo. Le preguntaremos a mi tía Clara.

—No basta la palabra de una persona para atestiguar que alguien ha fallecido. Imagínese la cantidad de fraudes que se cometerian. Si su madre no hubiera muerto, sus propiedades seguirían en su poder.

—Pero mi madre sí murió —le cortó Madelaine. Le molestaba, sin entenderlo, la insinuación de que su madre pudiera no estar muerta—. Murió en un accidente de tráfico.

—¡Igual que su padre! —exclamó el fiscalista.

—Sí, ambos perecieron en la carretera, aunque mi madre en Cataluña —explicó Madelaine dándose cuenta de que nunca lo había pensado así. La pérdida de su padre y la de su madre nunca tuvieron nada que ver, ni en su cabeza ni en su corazón.

—Bien, si le parece entonces, hablaré con un amigo mío de Barcelona para que intente conseguir el acta de defunción. Para empezar, tenemos que poner su herencia en orden.

José Luis estaba sorprendido. No entendía la reacción de aquella mujer que le miraba molesta. ¿Tan poco le había importado la muerte de su madre que ni siquiera se había molestado en averiguar dónde y cómo había muerto?

Madelaine subió a su cuarto para refrescarse antes de la comida. En el sur, durante el verano, prácticamente se duchaba cada vez que salía a la calle. Necesitaba borrar el calor de su cuerpo y empezar de cero, más si cabe aquel día. Sentía la pesadez de la casa, la misma que había sentido de niña, pero ahora las voces del pasado se habían hecho más fuertes. De alguna forma, empezaba a percibir que en el palacio de los Martínez Durango convivían pasado y presente como si fueran parte del mismo momento. Bajo el chorro de la ducha, Madelaine presintió las idas y venidas por aquel mismo cuarto de baño de los que la precedieron, sus penas y sus deseos, la pertinaz infelicidad con la que su familia había sido maldita. Y no solo la de las personas que ella conoció: su madre, la tía Rosario, el padre, al que apenas recordaba de fotos, o la de su abuela Olivia, cuyo nombre había sido tabú durante años, sino la de todos aquellos familiares que allí habían vivido. Sus antepasados, el abuelo Néstor, Rosa María y su malogrado esposo y conde, que hasta ahora habían poblado historias familiares, también se encontraban allí, con ella, acompañándola a un lugar desconocido, imposible de vislumbrar desde su instante, su tiempo, el que marcaba su respiración, la respiración que la mantenía en el mundo. Pensó que hay un momento en la vida, al menos uno, en el que todos nos preguntamos de dónde venimos, y sentimos un deseo imperioso de conocer más de nuestros antepasados. «Debería investigar antes de que la tía Clara muera, porque después todo se perderá», se dijo Madelaine para sí, asombrada de lo poco que en realidad conocía de su hermética familia.

Madelaine cortó el agua de la ducha, corrió la cortina y estiró la mano para coger la toalla. El aliento helado de todos aquellos fantasmas había empañado el espejo. Sintió que el vello se erizaba sobre la piel y se apresuró a frotarse con la toalla. A pesar de su afán por eludirla, la muerte siempre la había perseguido, tocando con su estela a todo el que la rodeaba. Ya solo quedaba Clara. Madelaine intentó sacudirse esa idea de la cabeza. Claro que su familia había ido muriendo: era ley de vida. Ella era la más joven. En ese momento advirtió que, si hasta ahora siempre había creído que el alma perdura o se une a algo más grande e importante, nunca había pensado que eso mismo podía aplicarse a los miembros de su propia familia. ¿Por qué siempre había pensado que las almas del mundo sobreviven a la muerte y las de sus antepasados no? Quizá porque, excepto en el caso de Rosario, era capaz de reconocer que los miembros de su familia, seguramente, por uno u otro motivo, estaban mejor muertos y bien muertos. Incluida su madre, que fue capaz de abandonarla. ¿Qué madre es capaz de abandonar a su hija? Maldita sea, pensó Madelaine. Ya estaba otra vez con lo mismo. Su madre no la abandonó. Simplemente se fue, Dios sabe para qué, pero tuvo la mala suerte de fallecer. Pasó la mano por el espejo para limpiar el vaho. El pelo largo y mojado le chorreaba por la espalda, pero no le importó y se vistió. Enseguida se le secaría.

Madelaine ahora no estaba tan segura de que hubieran desaparecido para siempre. La casa, lo que estaba sintiendo desde que llegó, empezaba a avisarla de que los suyos seguían allí, impregnando cada piedra, cada viga, cada rincón, a ella misma. Su familia era una familia maldita. Si las relaciones entre ellos hubieran sido normales, con sus más y sus menos, pero normales, hubiera habido momentos de felicidad. Y, sin embargo, eso nunca había pasado, no al menos que ella recordara. Ella poco sabía, excepto de sus propias circunstancias, y, no obstante, sentía que siempre había sido así.

Mientras se vestía le vino a la memoria un artículo que había leído hacía poco en una revista de divulgación científica sobre las plantas. Cuando una hoja era atacada por un depredador, un gusano, por ejemplo, la hoja avisaba al resto de sus hermanas de lo sucedido para que se defendieran. Se había demostrado que, al poner otros gusanos junto a la hoja dañada, estos preferían no solo evitar la hoja dañada sino también al resto de hojas de la misma planta, pues estas tendían a cambiar sus cualidades de sabor, dureza u olor para hacerse menos atractivas. El artículo concluía que las plantas actuaban comunicándose, del mismo modo que animales y seres humanos..., o igual que animales y todos los humanos excepto los Martínez Durango. Su familia guardaba tantos secretos que era imposible saber contra qué o quién se protegían. Ella nunca lo había sabido. Y, aun así, siempre parecía que había una guerra dentro de su casa. ¿Cuál era ahora la batalla? ¿Hacienda? ¿El que ella se casara? Sí, esas batallas se libraban en campo abierto, pero Madelaine intuyó que eran una mera cortina de humo. Había más. Algo más importante recorría el sótano de aquella casa. Un basilisco salía de noche, al amparo de las sombras, siseante e hipnótico, para absorber el aliento de los moradores de la casa. Un bicho temible y espantoso, el más peligroso de cuantos ha podido imaginar el hombre, con cabeza y cuerpo de gallo, el cuello y la cola de serpiente..., y esta vez venía a por ella. ¿Quién si no? ¿Quién más quedaba en la casa de los Martínez Durango sino su última heredera? La tía Clara se dirigía sola a su destino final, no necesitaba ningún empujoncito. El tiempo había hecho ya su trabajo. En Madelaine podía acabar la rèproba dinastía.

Clara no se encontraba bien. Había empezado la cuenta atrás y lo sabía. A pesar de ello, no estaba asustada sino emocionada. Toda su vida había sido una permanente espera de acontecimientos. Clara había vivido poco en el presente y mucho en el futuro. Los sucesos que iban a acaecer, más algunos imprevistos, acaso desagradables e incluso trágicos, se insertaban como las cuentas de un collar sobre su anciano cuello. El collar de cuentas verdes de Inmaculada, pensó. ¿Dónde lo habría encontrado Madelaine? Una vez más, la casa parecía tener vida propia para mostrar, regalar u ocultar en función de sus intereses. A Clara esto no la asustaba. Siempre había sentido que la casa era parte de ella, pero ¿por qué ahora habría encontrado Madelaine el dichoso collar? Tampoco tenía mayor importancia, pensó Clara para sí poniéndose de medio lado sobre la colcha de la cama. Hacía más de veinte años que no soportaba mucho quedarse estirada sobre la espalda. Sus huesos y músculos buscaban la curva para descansar. Miró hacia la mesita de noche. Sobre ella había un despertador alemán de bronce marca Mauthe. El mismo que le había regalado su padre cuando cumplió dieciséis años. Junto a él una foto de Rosario y Clara adolescentes en un marco de plata repujada. Posaban en el patio de la casa. Clara sonreía divertida mientras Rosario miraba con mucho misterio la taza de café que sostenía entre las dos manos. Era la posesión más preciada de Clara. A pesar de su historia y de los problemas con Rosario, representaba el mejor momento de su vida. Por aquel entonces su madre ya viajaba mucho por el extranjero, y su padre, aunque de vez en cuando sufría de crisis más o menos silenciosas, estaba centrado en sus asuntos. Rodrigo había ido interno al colegio de los jesuitas en Sevilla. Clara y Rosario se quedaron prácticamente solas, a cargo del servicio. En aquellos dos años que duró la tregua, compartieron confidencias como nunca. Y fue entonces cuando Clara, a pesar de las dudas que se le planteaban por ser una persona de las que solo admiten lo que ven, empezó a creer en los poderes de Rosario.

Todo empezó como una chiquillada. Hacía un calor insoportable. Era una de esas sofocantes tardes de verano en las que la siesta es obligatoria. Según las severas instrucciones de su padre, las niñas podían saltarse la siesta, pero entre las cuatro y las seis de la tarde en la casa no se podía oír un ruido. Sin embargo ellas habían dormido hasta tarde aquel día y decidieron quedarse jugando a las cartas en la salita amarilla del piso de abajo, la misma que se utilizaba para coser, pues era uno de los lugares más frescos de la casa. Berni les llevó café con pastas en una bandeja, y se retiró también a descansar. La casa quedó sumida en un silencio sepulcral, apenas roto por alguna chicharra del exterior. Las niñas jugaron unas partidas al chinchón mientras tomaban el café con pastas. Cuando Rosario dio el último sorbo a su taza saltó:

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