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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (9 page)

BOOK: Volverás a Región
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Años más tarde se asegurará que se trata de un ejército fantasmal (con la ropa, la carne y el cabello desteñidos); escondido entre los piornales, que flota vaporoso sobre las ciénagas insalubres y que asciende por entre los urces, en las madrugadas, al tiempo que se retira la niebla nocturna. Un nuevo regimiento espectral que ha venido a unirse a los fieros voluntarios carlistas que hundieron sus lanzas y clavaron sus gallardetes en el valle del Tarrentino; a los monásticos y rubios y acorazados caballeros que despiertan con las avenidas de octubre para pasear su altivez y su desprecio por las márgenes del río asesino; a los rencorosos guardianes y guardabosques de las viejas mansiones, la carabina al hombro, las guerreras destrozadas y las barbas enredadas con el mismo arañuelo parásito, como hilas de algodón, que se cría en los rosales bravíos y en los espinos; a los viejos y hostiles pastores de ojos menudos y vivos que habitan en las alturas y se esconden bajo sus montones de leña. En realidad no hay una sola noticia exacta con referencia a aquellos fugitivos que —una mañana muy fría de enero del año 1939— abandonaron el último aprisco para, trepando penosamente por entre las laderas de brezo, perderse en la niebla, un día tan cerrado que hasta los primeros farallones calizos se ocultaban a la vista. Se dice que horas más tarde una serie de disparos llamó la atención de una avanzada navarra que había ascendido hasta el refugio de Muerte y que salió en descubierta, durante toda la tarde, para volver al mismo sitio, empapados de agua y escarcha, sin haber podido encontrar el menor rastro. Tampoco hay acuerdo acerca de la identidad y el número de los fugitivos: quizá sólo eran diez o quince —según el sentir común— y entre ellos, Eugenio Mazón, el viejo Constantino transportado en unas angarillas, herido en un pie y con un ojo vendado, el ahijado del doctor Sebastián acompañado de aquel hombre maduro y enigmático que le había acompañado durante toda la guerra, tres o cuatro soldados y —cerrando la fila— el mayor de aquellos hermanos alemanes que miraba siempre hacia atrás (tenía unos ojos de color de paja, una mirada inalterable no expresiva pero emotiva) no tanto para vigilar como para despedirse de aquel valle del Torce donde habían perdido la vida todos los suyos.

[1]
Stephan Andras.

II

Ciertamente era un coche parecido, del mismo color negro, a aquel en que se había marchado su madre al principio de la guerra. Pero si el recuerdo de su madre se había borrado —una miríada de pequeños cambios por medio de los cuales se transforma el contacto de una mejilla en el sabor de una manzana—, el del coche había quedado, aislado en la memoria e inatacable al dolor. Toda la tarde permaneció cerrado en la carretera, bajo la sombra de una encina, un poco apartado. Toda la tarde lo estuvo observando desde lejos, de detrás de una cerca de piedras, los ojos clavados en sus dos grandes faros, incapaz de curar con el recuerdo aquello que la memoria ha sellado con dolor; hasta que de improviso una mujer de elevada estatura apareció junto a él. Un bolso le colgaba del hombro; llevaba unas gafas oscuras que se quitó al abrir la portezuela, encendió el cigarrillo y se introdujo en el coche, después de mirar al cielo.

Entonces echó a correr, a través de los campos de centeno recién segados, saltando las cercas de piedra,; toda la mañana había estado limpiando el caz, con una azada de mango largo, los pies metidos en el agua; cuando se sentó a comer divisó por primera vez la nubecilla de polvo en la carretera de Región, pero no se sobresaltó. EL conocimiento que en vano interroga a la voluntad acerca de un registres sepultado bajo la soledad, bajo mil tardes soleadas de abandono, se transforma en malestar e inquietud; apenas podía masticar el pan de centeno y poco a poco fue perdiendo el hambre, mientras contemplaba la nube de polvo que avanzaba lentamente hacia él. Cuando llegó a la casa no te:7ía resuello y la camisa le colgaba de la cintura; saltó la verja, corrió a la cuadra, trepó al sobrado y, arrastrándose por la paja, se acercó al ventanuco para observar cómo la mancha negra doblaba un recodo al tiempo que la nube de polvo rojizo ocultaba momentáneamente la revuelta de la carretera. Raras veces se había atrevido a entraren aquel cuarto y menos a las horas en que el Doctor —en los últimos años apenas abandonaba aquella habitación— acostumbraba a dormir la siesta en el viejo sillón de cuero negro. Abrió la puerta de un golpe, el Doctor alzó la cabeza y le vio temblar en la penumbra: una figura corpulenta y torpe, con el torso medio desnudo y la cabeza desdibujada, unos grandes lentes, una maraña de pelo prematuramente engrisecido y esas facciones carentes de energía y carácter de quien ha madurado en la apatía e ignorancia.

—Ahí viene dijo.

El Doctor, reclinado en el sillón con los pies encima del taburete, apenas se movió.

—¿Qué dices? ¿Qué haces ahí?

La conciencia y la realidad se compenetran entre sí: no se aíslan pero tampoco se identifican, incluso cuando una y otra no son sino costumbres. Raras veces un suceso no habitual logra impresionar la conciencia del adulto sin duda porque su conocimiento la ha revestido de una película protectora, formada de imágenes adquiridas, que no sólo lubrifica el roce cotidiano con la realidad sino que le sirve para referirlo a un muestrario familiar de emociones. Pero en ocasiones algo atraviesa esa delicada gelatina que la memoria extiende por doquier —aunque no conoce ni nombra— para asomar con toda su crudeza y herir a una conciencia indefensa, sensible y medrosa que sólo a través de la herida podrá segregar el nuevo humor que la proteja; y entonces se convierte en una costumbre refleja, en conocimiento ficticio, en disimulo ya que, en verdad, el miedo, la piedad o el amor no se llegan nunca a conocer. Hay una palabra para cada uno de esos instantes que, aunque el entendimiento reconoce, la memoria no recuerda jamás; no se transmiten en el tiempo ni siquiera se reproducen porque algo —la costumbre, el instinto quizá— se preocupará de silenciar y relegar a un tiempo de ficción. Sólo cuando se produce ese instante otra memoria —no complaciente y en cierto modo involuntaria, que se alimenta del miedo y extrae sus recursos de un instinto opuesto al de supervivencia, y de una voluntad contraria al afán de dominio— despierta y alumbra un tiempo —no lo cuentan los relojes ni los calendarios, como si su propia densidad conjure el movimiento de los péndulos y los engranajes en su seno— que carece de horas y años, no tiene pasado ni futuro, no tiene nombre porque la memoria se ha obligado a no legitimarlo; sólo cuenta con un ayer cicatrizado en cuya propia insensibilidad se mide la magnitud de la herida. El coche negro no pertenece al tiempo sino a ese ayer intemporal, transformado por la futurición en un ingrávido y abortivo presente. El Doctor lo comprende y le mira; «vamos, vamos» porque sabe que el que padeció el abatimiento, el horror o la piedad está ya inhabilitado para saber lo que son y para buscar su propia cura; sabe que tampoco es del tiempo aquella mañana en la fonda del cruce, aquella mañana que degeneró en tarde mientras esperaba, con su cabás en el suelo, sentado en la cerca de la encrucijada, la llegada de María Timoner. Allí está el miedo, el abatimiento, la pérdida de la justificación de un sí mismo que en adelante tendrá que desconfiar, rehusar toda esperanza, anhelar un fin. Más tarde, cuando abra la puerta, tendrá que decir: «Dormir, sí, dormir ¡es tan obvio! El amor también es lo obvio, una vez ausente no caben los pretextos ni la justificación nada vale por sí mismo. ¿La curación? ¿La curación de los demás?, ¿cómo es eso?». No existe la confianza y por tanto ya no tiene necesidad de registrar el tiempo; tampoco pertenecen a él aquellos pasos, en el salón vacío, tras el golpe de navaja; un grupo de hombres armados —y sus voces susurreantes, los crujidos en la escalera— que suben en la hora morada del crepúsculo la media docena de peldaños, no pertenecen a nada porque si están presentes es que fueron y ya no serán: vuelven casi todas las noches (silbantes, barbudos y apenas visibles, los pasos lastrados con el peso de las armas y la fatiga de la caminata, el polvo del desierto) para desvanecerse con los portazos de la madrugada; existe también, colgado en el perchero, un pesado capote de lana que aún conserva, tras una posguerra sin ser utilizado, la humedad de una noche de búsqueda; existe solamente un largo y espasmódico instante nimbado por la luz de un arrebato juvenil convertido en desolación, carente de significado, de pasado, de dolor y de esperanza. Y el atardecer junto al cristal de una ventana que recoge la luz para mostrar la penumbra de la habitación, un largo y sombrío corredor de paredes lívidas y desnudas y un piso cerámico con las losas levantadas y un ribete de azulejo de dos colores sangrientos; era una casa vieja y destartalada, carente de gusto; casi todas las habitaciones carecían de muebles, los pocos que quedaban se habían agrupado en los rincones, las paredes delataban las sombras de los espejos, los cuadros y los diplomas con que un día las decoraron para preservar su primitivo color. Tan sólo el despacho del Doctor conservaba la mayor parte del antiguo mobiliario: una desordenada estantería, repleta de periódicos viejos, libros y revistas desencuadernados, alguna botella vacía, una mesa de despacho en las mismas condiciones, una lámpara de flecos y el viejo sillón tapizado de cuero negro con los brazos y el respaldo gastados hasta el relleno por donde asoman los muelles y donde un hombre —identificado con el mobiliario—, ya entrado en años, contempla el atardecer en el cristal de la ventana, esa fortuita e ilusoria coloración (el jardín en abandono desde aquella hora del ayer —más acá y más allá de los climas, las estaciones, los años y las vigilias— que lo redujo a un solo sentido en la duración, apenas alterado por el tremolar de una bandera, el disparo de un cazador o el vuelo de un aguilucho) resucitada en las primeras noches del otoño y con las primeras sombras de los arbustos —siempre la ficción de un movimiento abortado, un haz de ramas que creció demasiado y que se inclina sobre el suelo para traer a la memoria aquel andar encorvado— en torno a un momento en suspensión en el seno de un ayer incoloro, saturado de un pudo ser que no precipitó. Ya no había tañido de campanas, había callado el susurro de los álamos, el griterío de las tropas, el eco de los disparos, el clamor de las canciones guerreras repetidas con infatigable y gutural timbre por las radios victoriosas, para dar paso al transcurso de las horas bajo cuyo imperceptible oleaje se sumerge el podría-haber-sido que a sí mismo se sucede y se destruye. «Ah, no es el tiempo —dirá después, cuando abra la puerta— ni siquiera el miedo, el único aparato de medida que tiene la conciencia; es la falta de otra cosa lo que le hace ser algo. Es la falta de otra cosa...» Había perdido todo color; sus ojos carecían de color, ni su traje era negro ni blanca su camisa; como si sus propios colores —y las palabras, por supuesto— estuvieran hechos de un género que había dejado de ser lo que era. Se levantó con lentitud, se acercó a la otra ventana que estaba cerrada, abrió el frailero y observó con parsimonia el tramo de carretera. Luego, con el pulso agitado, volvió a cerrar el frailero y, desde detrás de la mesa, contempló al joven —enmarcado en el umbral— con acusado desconcierto y pesadumbre. «Vamos —le dijo— vamos.» De un cajón de la mesa sacó una llave y unas cuerdas. Sus ojos, dentro de las gafas, parecían inundados de lágrimas y su labio inferior, con la boca entreabierta, temblaba intensamente. «Vamos, vamos», repitió al avanzar por el pasillo y subir la escalera. En la habitación de arriba no había más que un camastro de hierro, una palangana en el suelo y unas alpargatas, unos montones de ropa descuidada y sucia, salpicada de barro y paja. La ventana se hallaba protegida por una gruesa y doble malla metálica cuya pantalla exterior estaba salpicada de mariposas de luz e insectos muertos. Le volvió la cara hacia la ventana y le juntó los pies; luego, sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, en tal grado parecía el joven acostumbrado a ello, le ató los codos junto a la espalda dejándole las manos libres. Cuando hubo terminado le fue empujando con suavidad hacia el borde del camastro y le obligó a tenderse de costado, con la cara vuelta hacia la pared. Le dijo unas palabras al oído y, al tiempo que sacudía unas briznas de paja de sus pantalones, unas pocas espinas clavadas en ellos, le dio unas palmadas en el hombro y se retiró del cuarto echando la llave, con dos vueltas a la cerradura.

El automóvil se detuvo a muy poca distancia de la verja del jardín de la antigua clínica. Oculto tras el frailero observó cómo la mujer abría la portezuela y salía del coche —mirando con atención la casa— sin preocuparse de volverla a cerrar. Al cabo de un rato sonó la campanilla pero el Doctor no se atrevió a abrir. Cerró el frailero, recorrió toda la planta baja para comprobar que todas las puertas y ventanas estaban cerradas y de nuevo subió a la habitación del joven, en la segunda planta, al fondo de la escalera, para escuchar su respiración a través de la puerta: era una respiración profunda y acompasada que a intervalos regulares producía un débil chasquido metálico al igual que un reloj eléctrico; permaneció así, sentado al pie de la puerta cerrada durante un largo rato computado por el compás del aliento, apenas alterado por los campanillazos del piso de abajo, tras espaciados y pacientes silencios. Bajó otra vez —inquieto, en actitud de malestar y desasosiego— y se puso a rebuscar algo en su despacho sin saber claramente de qué se trataba. En su dormitorio, sobre una vieja cómoda en desuso, había un montón de papeles y trastos de debajo de los cuales extrajo una botella en la que quedaba un poco de licor amarillento. La llevó al despacho, entreabrió de nuevo el frailero para comprobar una vez más la presencia del automóvil (con las puertas cerradas seguía en el mismo sitio y recibía en los cristales el último sol de la tarde) y echó un largo trago de licor. Luego empezó a toser y a mover la cabeza; parecía desacostumbrado al sabor de la bebida. Unos pasos femeninos se oyeron en la acera de loseta, agrietada y hueca; se tumbó de nuevo en el sillón, con la botella sujeta por el cuello, colocó los pies en un banquillo y se metió un dedo en la boca para tratar de conciliar el sueño. No le despertó la campana sino un grito en el piso de arriba, un grito largo y agudo que pareció cortar en dos el silencio de la casa; volvieron a escucharse los pasos, una mano golpeó los librillos de la persiana y se repitió el grito, seguido de unos golpes violentos del cuerpo que se bamboleaba sobre el colchón y trataba de desembarazarse de sus ligaduras. Espió el jardín por una rendija de la contraventana y sólo llegó a ver una sombra que apenas se movía; subió una vez más, diciendo «calma, calma» en cada peldaño. En el rellano escuchó sus sollozos, en la puerta dio unos golpes con los nudillos. «Vamos, vamos», dijo. Vaciló un instante y a la postre pareció adoptar la decisión a la que tanto se había resistido; fue a un cuarto de baño y de un armario pequeño, blanco y despintado, extrajo la jeringa y las agujas hipodérmicas que limpió con alcohol, sin necesidad de hervirlas. Mientras —con el pulso tembloroso pero con una destreza que indicaba una larga práctica— llenaba la jeringa con una sola mano, sosteniendo en alto la ampolla con dos dedos, la campanilla volvió a sonar con inusitada insistencia y el grito se repitió en la habitación de arriba. Con la jeringa en alto, descorchó la botella, echó otro trago, subió las escaleras y volvió a golpear con los nudillos. «Vamos, vamos, ¿cómo estás? Échate boca abajo.» Escuchó con el oído pegado a la puerta, accionó la cerradura con la derecha y la abrió de un golpe con el hombro. Sin darle tiempo a que volviera la cabeza se sentó junto a él, pasó su mano libre por debajo de su cintura, le soltó el cincho, le bajó un poco el pantalón y le clavó la aguja en la nalga, con temblor y con destreza. Cuando hubo terminado respiró profundamente y se pasó la mano, con la jeringa vacía, por la frente salpicada de sudor. El joven yacía con la cabeza ladeada sobre el colchón sin sábanas, la boca entreabierta y jadeante y el pelo desordenado; sus gafas se habían deslizado por la cara y el ojo, pegado a la pared, parecía acomodarse a su liberación de la visión con un parpadeo lento y rítmico, como la respiración de un pez recién cobrado, tirado a la orilla del agua. Un mechón de pelo se había metido en su boca; la nariz, los labios y la barba se hallaban mojados de lágrimas.

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