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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (23 page)

BOOK: Zama
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Vivíamos en cohesión. Parrilla se apegaba mucho a Vicuña porque lo vio conocedor del carácter indígena al conformar al cacique.

Éramos menos, escaso también el arreo de caballos de muda.

Estaba decidido a denunciarlo, sin hallarme resuelto a hacerlo en ocasión precisa, pues ninguna, imaginada en detalle, alcanzaba a taparme lo suficiente y yo aguardaba que se diese de un modo real con todas las circunstancias viables.

La meta, al principio incierta sobre el último límite de las tierras de indios catequizados, se había extendido por el dominio de los mbayas y nos llevaba ya hacia el país nororiental de los guanaes. Parecía correrse, ser un objetivo móvil, y así era en verdad, puesto que iba con nosotros. ¿Por qué? ¿Para qué?… Yo desconocía las motivaciones de Parrilla y nunca me atreví a entablar con él una plática que, tal vez, me hubiese dado indicio, tal vez mayor violencia y malestar.

Sin embargo, podría olvidarme de Vicuña y verlo soldado, Gaspar Toledo. Él, sin esfuerzo, se parecía extraordinariamente a como pudo ser un Gaspar Toledo cualquiera, soldado de Indias.

Entonces, pensando que él se hallaba entre nosotros y nosotros padecíamos necesidades, fatigas, tropiezos y muertes por encontrarlo, se me ocurrió que era como buscar la libertad, que no está
allá
, sino en
cada cual
.

Quizá Parrilla había postergado la persecución de Vicuña hasta componer nuestra provisión de víveres, preparando charqui o bien carne salada, porque sal gruesa poseíamos aún en cantidad.

Nos desviamos del rumbo norte sin que explicara por qué. Pero lo entendíamos.

No fue sin suerte, si es que perseguía el bosque de
y-cipó
.

Para que las vacas salgan, se quema el bosque. Nalepelegrá dijo que no lo quemáramos y Parrilla estaba extrañamente influido por Nalepelegrá.

Se me antojó que era una vegetación excesivamente cerrada para que las vacas pudiesen penetrarla. Parrilla opinó que podían entrar por donde nosotros no sabíamos. Le dije entonces que buscáramos esa entrada o parte menos espesa.

Gastamos el resto del día.

Justo al fuego, en la noche, los ojos de Parrilla eran una recriminación y un insulto para mí. No me importaba: yo tenía razones superiores por qué vivir, no meramente las de honor.

Nos levantamos de madrugada a la orden de horadar el bosque.

No todos poseíamos hacha. Quienes no, trabajamos con el cuchillo.

Corté bejucos, que parecían poderosas sogas con que estuvieran atados los árboles entre sí.

No era necesario abatir árboles porque si alguno se interponía en la brecha al eliminar las enredaderas que lo ligaban a sus vecinos caía con el impulso de nuestros brazos. Era suelo
suzú
, fofo, y las plantas apenas arraigaban.

Entramos no sé cuántas varas. Se perdía la luz que al principio recibíamos de afuera, a la altura de nuestros cortes. Yo la buscaba arriba y había otras palmas sobre la horqueta de los árboles que nacían del suelo. Palmas
pindó
y plantas desconocidas, helechos, flores, formaban otro bosque, aéreo, a veces tan denso como el que perforábamos.

Yo veía nuestra situación como la de quien quisiera penetrar en el dibujo de un bosque sobre el cual se ha hecho el dibujo de otro bosque, y a mayor altura, pero ligado al primero, el dibujo de un tercer bosque confundido con un cuarto bosque.

Vicuña Porto macheteó una vez a mi lado. Muy mudo, sudoroso y afanado.

Golpeó un bejuco, el mismo que trabajaba yo a poca distancia; el hacha resbaló y los dos metales, cuchillo y hacha, chocaron.

Pensé que era una provocación, y no.

Huraño, con esfuerzo, me dijo que fue una torpeza de su brazo y que lo dispensara.

Se alejó.

Otro día, el inmediatamente posterior, me buscó y se puso a mi lado. Cortábamos con denuedo, como por mostrar el uno al otro que no le importaba más que abrir el bosque.

Me agoté y, resollando fuerte, interrumpí.

Él también.

Entonces me dijo:

—Tengo mis pecados, pero no todos los que achacan a Vicuña Porto. No existe el Vicuña Porto que dicen. Ni lo soy yo ni lo es nadie. Es un nombre. Y el mío es Gaspar Toledo. Soy Gaspar Toledo, un año largo llevo siéndolo, y no quiero ser otra cosa.

Se golpeaba el pecho cuando decía que era Gaspar Toledo.

Yo lo escuchaba escuchando todos los ruidos del contorno, por saber si Parrilla llegaba, por hacerlo partícipe sin mi intervención de aquella confesión no pedida.

Estábamos solos, los dos, en un maldito hueco, que habíamos cavado junto a lo largo de la tarde.

Vicuña Porto no habló porque se le saliesen de la boca culpas y protestas de virtud. Buscaba comprometer más mi complicidad por la persuasión, convenciéndome de su inocencia.

De modo que en cuanto terminó de hablar y comprendí que nadie nos escuchaba, le dije:

—Lo creo.

Me propuse descubrirlo esa noche.

Acechaba la hora del reposo, para acercarme al oído de Parrilla.

Cuando todos estuvieron echado en los cueros, simulé dormir y realmente me adormecí, sin entregarme plenamente. Era ese gusto del descanso, que el cuerpo adquiere en cuanto la posición y el silencio se hacen propicios.

Estaba fresco el ambiente, amenazador de lluvia, después de dos días de viento sur. Los soldados ya no construían, para mí y el jefe, rancho ni cobertizo alguno.

Me cubría el cielo gris y me arropaba la voluptuosidad del sueño, tentador, que me tomaba y no, aflojaba, volvía, aflojaba, volvía ganancioso cada vez…

Algo fino como un látigo, pero con vida, se introdujo sutilmente por el cuero que me embolsaba.

Culebra.

Sobre mí, arrastrándose de prisa.

La impotencia, el calambre total.

Llegó al estómago, se envolvió en sí misma y allí quedó.

Yo evitaba respirar, por no moverme.

Después me aflojé.

Ella buscaba calor y sabía dónde hallarlo. Yo conocía sus costumbres y entendí que, sin agitarme ni atacarla, no sería mordido.

Si llamaba, quien intentara despojarme de ella la excitaría y mi carne iba a pagar su rabia.

Con los ojos muy abiertos, contemplé el curso de la Luna más de media noche.

El sueño vino como una secreta invasión.

Dormí, creo que unos momentos, y desperté con la muerte en las sienes, consciente de haberme movido involuntariamente.

Ya no había peso sobre mi vientre. Fue la serpiente la que se movió, al abandonar su tibio nido nocturno.

Amanecía.

Me libré de la tiesura, volcándome, feliz, sobre el lado del corazón.

Quise hacer un sueño sin miedos, aunque no fuese más largo que unos minutos.

42

Me despertó Parrilla.

Reanudábamos la marcha y los hombres habían aprestado ya las caballerías.

La espada del capitán no podía tajear el dibujo.

La noche de tensión y desvelo me puso débil y sumido, más flaco y liviano, creí. Pensaba que al caballo no le debía costar ningún esfuerzo cargarme.

La zona boscosa se prolongaba de una manera pobre, como correspondiendo a mi naturaleza de ese día. Después de la riqueza y la potencia del bosque de
y-cipó
, una pradera quemada por el sol o el fuego establecía la transición a un enfermizo naranjal agrio.

Los perros, hasta entonces dispersos en nuestra vecindad, adelante o atrás, repentinamente se organizaron en cuadrilla, en la que más de tres se esmeraban por hace punta, y nos abandonaron. Flanquearon un momento el bosque y en seguida se perdieron en él.

Se me antojaron ratas en fuga del barco que se hunde. Si hubiera podido, habría atajado el desbande, porque era como un signo de mi naufragio, tal vez, de nuestro naufragio.

Otra cosa representaba para Parrilla.

Dio el ¡alto! y con cinco hombres a retaguardia se puso en la pista de los perros.

No me contuve y galopé entre la polvareda que el pelotón dejaba. Era como lanzarse por la borda.

Alcancé a Parrilla, vibrante en el esfuerzo por recuperar el terreno que me llevaba de ventaja.

Un sitio despejado, rico de pastos.

Una vaca y su ternero.

Ocho, diez perros al acoso de la madre, y los otros a distancia, lengua afuera, ansiosos, pero contenidos.

Parrilla nos indicó que los dejáramos hacer.

La vaca se defendía con sus cortas pero fuertes coces. Los canes le mordían los garrones y le saltaban hasta los lomos.

El ternero quedó desamparado. El grueso de la jauría, inactivo hasta ese momento, lo arrolló y, desgarrándole el cuello, lo mató. Ésa era su presa.

Sin disputa, los perros nos dejaron la vaca, que uno de los hombres aprisionó con un lazo.

Yo no intervenía en la operación y contemplé el ternero y sus cazadores: un trozo de carne invadido por gusanos famélicos en manojo hirviente.

Opiné que constituía para ellos demasiado banquete.

Parrilla, tal vez con el mismo pensamiento, aunque más activo, desmontó, látigo en mano, para dispersarlos.

Se resistían, gruñendo.

Uno, enardecido por el hambre vieja y la sangre caliente de su presa, se volvió metralla de mordiscos en el aire y de un salto derribó a Parrilla.

Cincuenta pasos.

Largué el caballo, por atropellar.

Una limpia hoja de metal se clavaba desde abajo en la panza del perro y revolvía.

De un tirón frené mi bestia.

Parrilla se desembarazaba del cadáver, que le había caído encima inundándolo con el jugo de las venas.

Comprendí que podía entregarle a Vicuña: Parrilla sabía ultimar a los perros.

Me desprendí del caballo. Creo que necesitaba despojarme de todo lo que fuera
la idea
. Caminé al encuentro de Parrilla.

Le dije:

—Capitán, Vicuña Porto está con nosotros.

Cesó de escurrirse la sangre de las ropas. Con una mano se aprisionó la otra, tal vez porque la tenía mordida del perro, tal vez por no pegarme.

Pero me golpeaba con los ojos.

—¿Dónde? ¿Cuál es?

Se lo dije.

—¿Cómo puede?… ¿Cómo puede ser?

Parecía aferrarme de las ropas, por metérseme adentro y saber con certeza, pronto.

—Es. Estuvo a mi servicio, cuando fui corregidor. Es. Me amenazó a los dos días de marcha.

Todo estaba claro. Todo, ya. Me sentí recónditamente limpio.

Parrilla se desligó de mí con una mirada que me mostró que en su pecho no había gratitud.

Montó. Muy de prisa, al pasar, ordenó a los soldados que sacrificaran la vaca.

Atravesó el bosque, y yo detrás. Como si quedara pendiente una respuesta suya y yo la buscara.

Porto estaba salido del pelotón, como expuesto, como predestinado.

Se me ocurrió que Parrilla le volcaba el caballo encima. Pero no. Lo había desviado a tiempo y sin embargo quedaba insinuado el amago.

Creo que le hizo seña de que lo siguiera, y podía creerse que lo tomaba por ser el que más cerca tuvo al precisar un hombre.

Permanecí a distancia, expectante, sin entender su maniobra.

Parrilla pasó ante mí seguido de Vicuña Porto; el capitán había impuesto, con el ejemplo, el trote rápido, y Porto se amoldaba a él.

Muy luego vi neto el artificio.

El capitán frenó en seco, hizo un caracoleó veloz y, desconcertando a Vicuña, se dio tiempo y maña para sacar la pistola y ponerlo en trance de rendición.

El solapado descubierto espoleó y consideré que ya estábamos derrotados, porque en un instante se convirtió en algo que se proyecta hacia la distancia y sabemos que ya nada lo ataja y ha de quedar fuera de todas nuestras posibilidades.

Un disparo, y el caballo se pronunció en la costalada.

Porto brincó en el aire y cayó de pie, mano al cinto.

Estaba solo en la tierra tensa y desnuda. Desvalido. Más lejos que toda la fuerza de su brazo y la venganza o defensa de su cuchillo.

Reapareció en mi conciencia el capitán. Él, Vicuña y yo formábamos un triángulo. Cada extremo con su rencor.

Supe que todavía yo no podía considerarme seguro.

De igual modo que si la protección o el peligro dependiesen de un factor ajeno, traté de encontrar la tropa, que estaba ahí, perturbada, por salirse del orden como si el orden fuera un corral.

Alguna indicación de Parrilla hubo, no sé.

Se corrieron hasta él cuatro jinetes.

Luego, en dos parejas, avanzaron por dos de los lados del triángulo. Una, hacia donde se hallaba Vicuña; la otra, hacia mí.

43

El insidioso
carachai
, en pandilla, me picaba el cuello, la cara. Cuando la nubecilla buscaba herirme la frente, yo ni podía ver, porque tapaba un profundo espacio, ante mis ojos.

Las manos no me servían ni para la defensa contra el mísero insecto: estaban ligadas por una cuerda a mi espalda. Las extrañaba. Como ausentes, y por sentirlas mías con una hacía presión sobre la otra.

Falto de manos, debía sostenerme en el caballo ajustando las piernas a sus costillas.

Quizás en la invisible herida de cada picadura se había depositado un grano de polvo, que me daba un ardor mordiente y vivos sofocones de sangre.

La nariz destilaba levemente y me ensuciaba el bigote. Una mosca se pegó un momento a aquella materia y procuré espantarla con soplidos hacia arriba, pero no se iba. Después la ahuyentaron los jejenes.

Imaginé la entrada a la ciudad.

Toda la carne del rostro hinchada. Cochinos de nariz, los bigotes y los labios, y adheridas a ellos, las moscas, aprovechadoras y ominosas.

Detrás, mis manos, ineptas.

Para las gentes, tan derrotado, repugnante y ruin Vicuña Porto, el bandido, como Zama, su encubridor.

Los vigías dieron la alarma, que para mí estaba presente desde algunos momentos antes.

Un apeñuscamiento de variable forma, remoto y móvil.

Pensé en un ejercito indígena, una jauría de cimarrones famélicos, una manada de animales salvajes…

Pensé que, tal vez, Parrilla me dejaría morir con las manos atadas.

Sin embargo, acudió a mí la esperanza con la apreciación de que, quien fuese que viniera, hombre o bestia, marchaba de sobra en descubierto para merecer que se le presumiera enemigo.

No obstante, si se trataba de nativos en plan de agresión, podían contar ellos con la vecindad de la noche, que apenas mermaba su seguridad en el desplazamiento y para nosotros constituía estorbo y clausura espesa.

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