Pese a la extrema gravedad del hecho, tal vez habría pasado al olvido como tantos otros si no se hubiera reproducido en idénticas condiciones, tres semanas después. Pero en esta ocasión la nacionalidad del buque víctima de este nuevo abordaje y la reputación de la compañía a la que pertenecía el navío dieron al acontecimiento una inmensa repercusión.
Nadie ignora el nombre del célebre armador inglés Cunard, el inteligente industrial que fundó, en 1840, un servicio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de madera, de ruedas, de cuatrocientos caballos de fuerza y con un arqueo de mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho años después, el material de la compañía se veía incrementado en cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ochocientas veinte toneladas, y dos años más tarde, en otros dos buques de mayor potencia y tonelaje. En 1853, la Compañía Cunard, cuya exclusiva del transporte del correo acababa de serle renovada, añadió sucesivamente a su flota el
Arabia
, el
Persia
, el
China
, el
Scotia
, el
Java
y el
Rusia
, todos ellos muy rápidos y los más grandes que, a excepción del
Great Eastern
, hubiesen surcado nunca los mares. Así, pues, en 1867, la compañía poseía doce barcos, ocho de ellos de ruedas y cuatro de hélice.
La mención de tales detalles tiene por fin mostrar la importancia de esta compañía de transportes marítimos, cuya inteligente gestión es bien conocida en el mundo entero. Ninguna empresa de navegación transoceánica ha sido dirigida con tanta habilidad como ésta; ningún negocio se ha visto coronado por un éxito mayor. Desde hace veintiséis años, los navíos de las líneas Cunard han atravesado dos mil veces el Atlántico sin que ni una sola vez se haya malogrado un viaje, sin que se haya producido nunca un retraso, sin que se haya perdido jamás ni una carta, ni un hombre ni un barco. Por ello, y pese a la poderosa competencia de las líneas francesas, los pasajeros continúan escogiendo la Cunard, con preferencia a cualquier otra, como demuestran las conclusiones de los documentos oficiales de los últimos años. Dicho esto, a nadie sorprenderá la repercusión hallada por el accidente ocurrido a uno de sus mejores barcos.
El 13 de abril de 1867, el
Scotia
se hallaba a 15° 12' de longitud y 45° 37' de latitud, navegando con mar bonancible y brisa favorable. Su velocidad era de trece nudos y cuarenta y tres centésimas, impulsado por sus mil caballos de vapor. Sus ruedas batían el agua con una perfecta regularidad. Su calado era de seis metros y sesenta centímetros, y su desplazamiento de seis mil seiscientos veinticuatro metros cúbicos.
A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, cuando los pasajeros se hallaban merendando en el gran salón, se produjo un choque, poco sensible, en realidad, en el casco del Scotia, un poco más atrás de su rueda de babor.
No había sido el Scotia el que había dado el golpe sino el que lo había recibido, y por un instrumento más cortante o perforante que contundente. El impacto había parecido tan ligero que nadie a bordo se habría inquietado si no hubiesen subido al puente varios marineros de la cala gritando:
«¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!».
Los pasajeros se quedaron espantados, pero el capitán Anderson se apresuró a tranquilizarles. En efecto, el peligro no podía ser inminente. Dividido en siete compartimientos por tabiques herméticos, el
Scotia
podía resistir impunemente una vía de agua.
El capitán Anderson se dirigió inmediatamente a la cala. Vio que el quinto compartimiento había sido invadido por el mar, y que la rapidez de la invasión demostraba que la vía de agua era considerable. Afortunadamente, las calderas no se hallaban en ese compartimiento. De haber estado alojadas en él se hubiesen apagado instantáneamente. El capitán Anderson ordenó de inmediato que pararan las máquinas. Un marinero se sumergió para examinar la avería. Algunos instantes después pudo comprobarse la existencia en el casco del buque de un agujero de unos dos metros de anchura. Imposible era cegar una vía de agua tan considerable, por lo que el
Scotia
, con sus ruedas medio sumergidas, debió continuar así su travesía. Se hallaba entonces a trescientas millas del cabo Clear. Con un retraso de tres días que inquietó vivamente a la población de Liverpool, consiguió arribar a las dársenas de la compañía.
Una vez puesto el
Scotia
en el dique seco, los ingenieros procedieron a examinar su casco. Sin poder dar crédito a sus ojos vieron cómo a dos metros y medio por debajo de la línea de flotación se abría una desgarradura regular en forma de triángulo isósceles. La perforación de la plancha ofrecía una perfecta nitidez; no la hubiera hecho mejor una taladradora. Evidente era, pues, que el instrumento perforador que la había producido debía ser de un temple poco común, y que tras haber sido lanzado con una fuerza prodigiosa, como lo atestiguaba la horadación de una plancha de cuatro centímetros de espesor, había debido retirarse por sí mismo mediante un movimiento de retracción verdaderamente inexplicable.
Tal fue este último hecho, que tuvo por resultado el de apasionar nuevamente a la opinión pública. Desde ese momento, en efecto, todos los accidentes marítimos sin causa conocida se atribuyeron al monstruo. El fantástico animal cargó con la responsabilidad de todos esos naufragios, cuyo número es desgraciadamente considerable, ya que de los tres mil barcos cuya pérdida se registra anualmente en el Bureau Veritas, la cifra de navíos de vapor o de vela que se dan por perdidos ante la ausencia de toda noticia asciende a no menos de doscientos.
Justa o injustamente se acusó al «monstruo» de tales desapariciones. Al revelarse así cada día más peligrosas las comunicaciones entre los diversos continentes, la opinión pública se pronunció pidiendo enérgicamente que se desembarazaran los mares, de una vez y a cualquier precio, del formidable cetáceo.
En la época en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploración científica emprendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos. En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París, el gobierno francés me había delegado a esa expedición. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegué a Nueva York, cargado de preciosas colecciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo. En espera del momento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mineralógicas, botánicas y zoológicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del
Scotia
.
Estaba yo perfectamente al corriente de la cuestión que dominaba la actualidad. ¿Cómo podría no estarlo? Había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Que algo había, era indudable, y a los incrédulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del
Scotia
.
A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más candente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprensible, sostenida por algunas personas poco competentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodigiosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la existencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.
Quedaban, pues, tan sólo dos soluciones posibles al problema, soluciones que congregaban a dos bandos bien diferenciados: de una parte, los que creían en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco «submarino» de una gran potencia motriz.
Ahora bien, esta última hipótesis, admisible después de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tuviera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturaleza. ¿Dónde y cuándo hubiera podido construirlo, y cómo hubiera podido mantener en secreto su construcción?
Únicamente un gobierno podía poseer una máquina destructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en secreto un arma semejante. Después de los fusiles «chassepot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes submarinos; después de éstos… la reacción. Al menos, así puede esperarse.
Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco submarino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy difícil para un particular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas acciones son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.
Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Prusia, en España, en Italia, en América e incluso en Turquía, hubo de rechazarse definitivamente la hipótesis de un monitor submarino.
Ello sacó nuevamente a flote al monstruo, pese a las incesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron invadir por las más absurdas fantasmagorías de una fantástica ictiología.
A mi llegada a Nueva York, varias personas me habían hecho el honor de consultarme sobre el fenómeno en cuestión. Había publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada
Los misterios de los grandes fondos submarinos
, que había hallado una excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Solicitada mi opinión, me encerré en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categóricamente. «El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de París», fue conminado por el
New York Herald
a formular una opinión.
Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por más tiempo, hablé. Analicé la cuestión desde todos los puntos de vista, políticamente y científicamente. Del muy denso artículo que publiqué en el número del 30 de abril, doy a continuación un extracto.
«Así pues —decía yo—, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles y rechazado cualquier otra suposición, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.
»Las grandes profundidades del océano nos son totalmente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan? ¿Qué seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.
»La solución del problema que me ha sido sometido puede revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontecimiento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano.
»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habrá que buscar necesariamente al animal en cuestión entre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me inclinaría a admitir la existencia de un
narval gigantesco
.
»El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies. Quintuplíquese, decuplíquese esa dimensión, otórguese a ese cetáceo una fuerza proporcional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se obtendrá el animal deseado, el que reunirá las proporciones estimadas por los oficiales del
Shannon
, el instrumento exigido por la perforación del
Scotia
y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.
»En efecto, el narval está armado de una especie de espada de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del acero. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medicina de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multiplíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida.
»En consecuencia, y hasta disponer de más amplias informaciones, yo me inclino por un unicornio marino de dimensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.
»Así podría explicarse este fenómeno inexplicable, a menos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, visto, sentido y notado, lo que también es posible».
Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de profesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo».
Las calurosas polémicas suscitadas por mi artículo le dieron una gran repercusión. Mis tesis congregaron un buen número de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la solución que proponía dejaba libre curso a la imaginación. El espíritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisamente su mejor vehículo, el único medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son más que unos enanos. Las masas líquidas transportan las mayores especies conocidas de los mamíferos, y quizá ocultan moluscos de tamaños incomparables y crustáceos terroríficos, como podrían ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? Antiguamente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los reptiles, los pájaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiempo ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ignoradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el núcleo terrestre sometido a un cambio incesante? ¿Por qué no podría conservar el mar en su seno las últimas variedades de aquellas especies titánicas, cuyos años son siglos y los siglos milenios?