20.000 leguas de viaje submarino (38 page)

Read 20.000 leguas de viaje submarino Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
13.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahí se detenía el trabajo de Conseil. Le había faltado tiempo para completar la clase de los crustáceos con el examen de los estomatópodos, anfípodos, homópodos, isópodos, trilobites, branquiápodos, ostrácodos y entomostráceos. Y para terminar el estudio de los articulados marinos habría debido citar la clase de los cirrópodos, en la que se incluyen los cídopes y los árgulos, y la de los anélidos que no hubiera dejado de dividir en tubícolas y en dorsibranquios. Pero es que el
Nautilus
, al dejar atrás el alto fondo del estrecho de Libia, había recuperado su velocidad habitual. Por eso, no fue posible ya ver ni moluscos, ni articulados ni zoófitos, apenas algunos grandes peces que pasaban como sombras.

Durante la noche del 16 al 17 de febrero, entramos en esa otra zona del Mediterráneo cuyas mayores profundidades se sitúan a tres mil metros.

Impulsado por su hélice y deslizándose a lo largo de sus planos inclinados, el
Nautilus
se hundió hasta las últimas capas del mar.

A falta de las maravillas naturales, el mar ofreció allí a mis miradas escenas emocionantes y terribles. Nos hallábamos surcando, en efecto, esa parte del Mediterráneo tan fecunda en naufragios. ¡Cuántos son los barcos que han naufragado y desaparecido entre las costas argelinas y las provenzales! El Mediterráneo no es más que un lago, si se le compara con la vasta extensión abierta del Pacífico, pero un lago caprichoso y voluble, hoy propicio y acariciante para la frágil tartana que parece flotar entre el doble azul del mar y del cielo, mañana furioso y atormentado, descompuesto por los vientos, destrozando los más sólidos navíos con los golpes violentos de sus olas.

Así, a nuestro rápido paso por esas capas profundas, vi un gran número de restos en el fondo, unos recubiertos ya por los corales y otros revestidos de una capa de orín; áncoras, cañones, obuses, piezas de hierro, paletas de hélices, piezas de máquinas, cilindros rotos, calderas destrozadas, cascos de buque flotando entre dos aguas, unos hacia abajo y otros hacia arriba.

Todos estos navíos habían naufragado o por colisiones entre ellos o por choques con escollos de granito. Había allí algunos que se habían ido a pique, y que, con su arboladura enhiesta y sus aparejos intactos, parecían estar fondeados en una inmensa rada, esperando el momento de zarpar. Cuando pasaba entre ellos el
Nautilus
, iluminándolos con su luz eléctrica, parecía que esos navíos fueran a saludarle con su pabellón y darle su número de orden. Pero sólo el silencio y la muerte reinaban en ese campo de catástrofes.

Observé que los restos de naufragios en los fondos mediterráneos iban siendo más numerosos a medida que el
Nautilus
se acercaba al estrecho de Gibraltar. Las costas de África y de Europa van estrechándose y las colisiones en tan estrecho espacio son más frecuentes. Vi numerosas carenas de hierro, ruinas fantásticas de barcos de vapor, en pie unos y tumbados otros, semejantes a formidables animales. Uno de ellos, con los flancos abiertos, su timón separado del codaste y retenido aún por una cadena de hierro, con la popa corroída por las sales marinas, me produjo una impresión terrible. ¡Cuántas existencias rotas, cuántas víctimas había debido provocar su naufragio! ¿Habría sobrevivido algún marinero para contar el terrible desastre? No sé por qué me vino la idea de que ese barco pudiera ser el Atlas, desaparecido desde hacía veinte años sin que nadie haya podido oír la menor explicación. ¡Qué siniestra historia la que podría hacerse con estos fondos mediterráneos, con este vasto osario en el que se han perdido tantas riquezas y en el que tantas víctimas han hallado la muerte!

Rápido e indiferente, el
Nautilus
pasaba a toda máquina en medio de esas ruinas. Hacia las tres de la mañana del 18 de febrero, se presentaba en la entrada del estrecho de Gibraltar.

Existen allí dos corrientes, una superior, reconocida desde hace tiempo, que lleva las aguas del océano a la cuenca mediterránea, y otra más profunda, una contracorriente cuya existencia ha sido demostrada por el razonamiento. En efecto, la suma de las aguas del Mediterráneo, incesantemente acrecentada por las del Atlántico y por los ríos que en él se sumen, tendría que elevar cada año el nivel de este mar, pues su evaporación es insuficiente para restablecer el equilibrio. Del hecho de que así no ocurra se ha inferido naturalmente la existencia de esa corriente inferior que por el estrecho de Gibraltar vierte en el Atlántico ese excedente de agua.

Suposición exacta, en efecto. Es esa contracorriente la que aprovechó el
Nautilus
para avanzar rápidamente por el estrecho paso. Durante unos instantes pude entrever las admirables ruinas del templo de Hércules, hundido, según Plinio y Avieno, con la isla baja que le servía de sustentación, y algunos minutos más tarde, nos hallábamos en aguas del Atlántico.

8. La bahía de Vigo

¡El Atlántico! Una vasta extensión de agua cuya superficie cubre veinticinco millones de millas cuadradas, con una longitud de nueve mil millas y una anchura media de dos mil setecientas millas. Mar importante, casi ignorado de los antiguos, salvo, quizá, de los cartagineses, esos holandeses de la Antigüedad, que en sus peregrinaciones comerciales costeaban el occidente de Europa y de África. Océano cuyas orillas de sinuosidades paralelas acotan un perímetro inmenso, regado por los más grandes ríos del mundo, el San Lorenzo, el Mississippi, el Amazonas, el Plata, el Orinoco, el Níger, el Senegal, el Elba, el Loira, el Rin, que le ofrendan las aguas de los países más civilizados y de las comarcas más salvajes. Llanura magnífica incesantemente surcada por navíos bajo pabellón de todas las naciones, acabada en esas dos puntas terribles, temidas de todos los navegantes, del cabo de Hornos y del cabo de las Tempestades.

El
Nautilus
rompía sus aguas con el espolón, tras haber recorrido cerca de diez mil leguas en tres meses y medio, distancia superior a la de los grandes círculos de la Tierra.

¿Adónde íbamos ahora y qué es lo que nos reservaba el futuro?

Al salir del estrecho de Gibraltar, el
Nautilus
se había adentrado en alta mar. Su retorno a la superficie del mar nos devolvió nuestros diarios paseos por la plataforma.

Subí acompañado de Ned y de Conseil. A una distancia de doce millas se veía vagamente el cabo de San Vicente que forma la punta sudoccidental de la península hispánica. El viento soplaba fuerte del Sur. La mar, gruesa y dura, imprimía un violento balanceo al
Nautilus
. Era casi imposible mantenerse en pie sobre la plataforma batida por el oleaje. Hubimos de bajar en seguida tras haber aspirado algunas bocanadas de aire.

Me dirigí a mi camarote y Conseil al suyo, pero el canadiense, que parecía estar muy preocupado, me siguió. Nuestra rápida travesía del Mediterráneo no le había permitido dar ejecución a sus proyectos de evasión y no se molestaba en disimular su enojo.

Tras cerrar la puerta de mi camarote, se sentó y me miró en silencio.

—Le comprendo, amigo mío, pero no tiene nada que reprocharse. Tratar de abandonar el
Nautilus
, en las condiciones en que navegaba, hubiera sido una locura.

No me respondió Ned Land. Sus labios apretados y su ceño fruncido indicaban en él la coercitiva obsesión de la idea fija.

—Veamos, Ned, nada está aún perdido. Estamos cerca de las costas de Portugal. No están muy lejos de Francia ni Inglaterra, donde podríamos hallar fácilmente refugio. Si el
Nautilus
hubiera puesto rumbo al Sur, al salir del estrecho de Gibraltar, yo compartiría su inquietud. Pero sabemos ya que el capitán Nemo no rehúye los mares civilizados. Dentro de unos días podrá actuar usted con alguna seguridad.

Ned Land me miró con mayor fijeza aún y por fin despegó los labios.

—Será esta noche —dijo.

Di un respingo, al oírle eso. No estaba yo preparado, lo confieso, para semejante comunicación. Hubiera querido responderle, pero me faltaron las palabras.

—Habíamos convenido esperar una circunstancia favorable —dijo Ned Land—. Esa circunstancia ha llegado. Esta noche estaremos a unas pocas millas de la costa española. La noche será oscura y el viento favorable. Tengo su palabra, señor Aronnax, y cuento con usted.

Yo continuaba callado. El canadiense se levantó y se acerco a mí.

—Esta noche a las nueve —dijo—. He avisado ya a Conseil. A esa hora el capitán Nemo estará encerrado en su camarote y probablemente acostado. Ni los mecánicos ni los hombres de la tripulación podrán vernos. Conseil y yo iremos a la escalera central. Usted, señor Aronnax, permanecerá en la biblioteca, a dos pasos de nosotros, a la espera de mi señal. Los remos, el mástil y la vela están ya en la canoa, donde tengo ya incluso algunos víveres. Me he procurado una llave inglesa para quitar las tuercas que fijan el bote al casco del
Nautílus
. Todo está, pues, dispuesto. Hasta la noche.

—La mar está muy dura —dije.

—Sí, es cierto, pero habrá que arriesgarse. Ése será el precio de la libertad y hay que pagarlo. Vale la pena. Además, la embarcación es sólida y unas pocas millas, con el viento a nuestro favor, no serán un obstáculo de monta. ¿Quién sabe si mañana el
Nautilus
estará a cien millas, en alta mar? Si las circunstancias nos favorecen, entre las diez y las once estaremos en tierra firme, o habremos muerto. Así, pues, a la gracia de Dios y hasta esta noche.

El canadiense se retiró, dejándome aturdido. Yo había pensado que cuando llegara el momento tendría tiempo de reflexionar y de discutir. Pero mi obstinado compañero no me lo permitía. Después de todo, ¿qué hubiera podido decirle? Ned Land tenía sobrada razón de querer aprovechar la oportunidad. ¿Podía yo faltar a mi palabra y asumir la responsabilidad de comprometer el porvenir de mis compañeros por mi interés personal? ¿No era acaso muy probable que el capitán Nemo nos llevara al día siguiente lejos de toda tierra?

Un fuerte silbido me anunció en aquel momento que se estaban llenando los depósitos y que el
Nautilus
se sumergía.

Permanecí en mi camarote. Deseaba evitar al capitán para ocultar a sus ojos la emoción que me embargaba. Triste jornada la que así pasé, entre el deseo de recuperar la posesión de mi libre arbitrio y el pesar de abandonar ese maravilloso
Nautilus
y de dejar inacabados mis estudios submarinos. ¡Dejar así ese océano, «mi Atlántico», como yo me complacía en llamarle, sin haber observado sus fondos, sin robarle esos secretos que me habían revelado los mares de la India y del Pacífico! Mi novela caía de mis manos en el primer volumen, mi sueño se interrumpía en el mejor momento. ¡Qué difíciles fueron las horas que pasé así, ya viéndome sano y salvo, en tierra, con mis compañeros, ya deseando, contra toda razón, que alguna circunstancia imprevista impidiera la realización de los proyectos de Ned Land!

Por dos veces fui al salón para consultar el compás. Quería ver si la dirección del
Nautilus
nos acercaba a la costa o nos alejaba de ella. Seguíamos en aguas portuguesas, rumbo al Norte.

Había que decidirse y disponerse a partir. Bien ligero era mi equipaje. Mis notas, únicamente.

Me preguntaba yo qué pensaría el capitán Nemo de nuestra evasión, qué inquietudes y qué perjuicios le causaría tal vez, así como lo que haría en el doble caso de que resultara descubierta o fallida. No podía yo quejarme de él, muy al contrario. ¿Dónde hubiera podido hallar una hospitalidad más franca que la suya? Cierto es que al abandonarle no podía acusárseme de ingratitud. Ningún juramento nos ligaba a él. No era con nuestra palabra con lo que él contaba para tenernos siempre junto a sí, sino con la fuerza de las cosas. Pero esa declarada pretensión de retenernos a bordo eternamente, como prisioneros, justificaba todas nuestras tentativas.

No había vuelto a ver al capitán desde nuestra visita a la isla de Santorin. ¿Me pondría el azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo temía a la vez. Me puse a la escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al mío, pero no oí nada. Su camarote debía estar vacío.

Se me ocurrió pensar entonces si se hallaría a bordo el extraño personaje. Desde aquella noche en que la canoa había abandonado al
Nautilus
en una misteriosa expedición, mis ideas sobre él se habían modificado ligeramente. Después de aquello, pensaba que el capitán Nemo, dijera lo que dijese, debía haber conservado con la tierra algunas relaciones. ¿Sería cierto que no abandonaba nunca el
Nautilus
? Habían pasado semanas enteras sin que yo le viera. ¿Qué hacía durante ese tiempo? Mientras yo le había creído presa de un acceso de misantropía, ¿no habría estado realizando, lejos de allí, alguna acción secreta cuya naturaleza me era totalmente desconocida?

Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la extraña situación en que me hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sentía yo un malestar insoportable. La espera me parecía eterna. Las horas pasaban demasiado lentamente para mi impaciencia.

Me sirvieron, como siempre, la cena en mi camarote, y comí mal, por estar demasiado preocupado. Me levanté de la mesa a las siete. Ciento veinte minutos —que habría de contar uno a uno— me separaban aún del momento en que debía unirme a Ned Land. Mi agitación crecía y me latían los pulsos con fuerza. No podía permanecer inmóvil. Iba y venía, esperando calmar mi turbación con el movimiento. La idea de sucumbir en nuestra temeraria empresa era la menor de mis preocupaciones. Lo que me hacía estremecerme, lo que agitaba los latidos de mi corazón, era el temor de ver descubierto nuestro proyecto antes de dejar el
Nautilus
o la idea de vernos llevados ante el capitán Nemo, irritado o, lo que hubiera sido peor, entristecido por mi abandono.

Quise ver el salón por última vez. Me adentré por el corredor y llegué al museo en que había pasado tantas horas, tan agradables como útiles. Miré todas aquellas riquezas, todos aquellos tesoros, como un hombre en vísperas de un exilio eterno, que parte para nunca más volver. Iba yo a abandonar para siempre aquellas maravillas de la naturaleza y aquellas obras maestras del arte entre las que había vivido tantos días. Hubiera querido hundir mis miradas en el Atlántico a través de los cristales, pero los paneles de acero los recubrían herméticamente, separándome de ese océano que no conocía aún.

Recorrí el salón y llegué cerca de la puerta que lo comunicaba con el camarote del capitán. Vi con sorpresa que la puerta estaba entreabierta. Retrocedí instintivamente. Si el capitán Nemo se hallaba en su camarote podía verme. Pero al no oír ningún ruido me acerqué. El camarote estaba vacío. Empujé la puerta y pasé al interior, que presentaba como siempre el mismo aspecto severo, cenobial.

Other books

Epiphany Jones by Michael Grothaus
The Prince by Niccolo Machiavelli
La Templanza by María Dueñas
Insperatus by Kelly Varesio
The Religion by Tim Willocks
Rogues Gallery by Donna Cummings
Eden in Winter by Richard North Patterson