—Fue el año en que me gradué, y tú lo sabes. Pero Discovery nunca llega a aproximarse a Júpiter. Inclusive en el perigeo, eh, perijoveo, está demasiado alto para ser afectado por la resistencia atmosférica.
—Ya he revelado lo suficiente como para volver a ser exiliado a mi dacha y podrías no estar autorizado a visitarme la próxima vez. Así que sólo digan a su personal de rastreo que hagan su trabajo con más cuidado, ¿de acuerdo? Y recuérdales que la magnetosfera de Júpiter es la más intensa del Sistema Solar.
—Comprendo a qué te refieres; muchas gracias. ¿Algo más antes de bajar? Estoy comenzando a helarme.
—No te preocupes, amigo. Tan pronto como dejes trascender esto hasta Washington —espera una semana, aproximadamente, para no comprometerme —, la caldera va a comenzar a adquirir mucha, mucha presión.
Los delfines nadaban hasta el comedor cada tarde, justo antes de la puesta del sol. Sólo en una ocasión, desde que Floyd ocupó la residencia del Consejero, habían modificado su rutina. Fue el día del tsunami de dos mil cinco, el que, afortunadamente, había perdido la mayor parte de su poder antes de llegar a Hilo. La próxima vez que sus amigos no llegaran a tiempo, Floyd pondría a su familia dentro del coche y partiría rumbo a tierras altas, aproximadamente en la dirección de Mauna Kea.
Encantadores como eran, tenía que admitir que su tendencia a las travesuras era a veces una incomodidad. Al saludable geólogo marino que había diseñado la casa nunca le había molestado mojarse, porque habitualmente sólo vestía pantaloncitos de baño, o menos. Pero hubo una ocasión inolvidable cuando todo el Cuerpo de Regentes, en atuendo de noche, estaba saboreando unos cócteles alrededor de la piscina mientras esperaban la llegada de un distinguido invitado del continente. Los delfines habían deducido, correctamente, que participarían del homenaje. Así fue que el visitante se encontró con la sorpresa de verse agasajado por un empapado comité de recepción en inadecuados trajes de baño, y el buffet había estado muy salado.
Floyd siempre se preguntaba qué hubiera opinado Marion de esta casa extraña y hermosa sobre la costa del Pacífico. A ella nunca le había agradado el mar, pero el mar había vencido al fin. Aunque la imagen se iba borrando lentamente, todavía podía recordar la centelleante pantalla en que leyó las palabras: Dr. Floyd —urgente y personal—. Y en seguida las móviles líneas de grafía fluorescente que violentamente marcaron a fuego el mensaje en su cerebro: lamentamos informarle vuelo 452 Londres-Washington cayó Terranova. Partida de rescate procede búsqueda pero se teme ningún sobreviviente.
De no haber sido por un accidente del destino, él habría estado en ese vuelo. Por unos días, había casi deplorado el asunto de la Administración Espacial Europea que lo había demorado en París; aquella disputa acerca del gravamen al Solaris le había salvado la vida.
Ahora tenía un nuevo empleo, una nueva casa, y una nueva esposa. También aquí el destino había jugado un papel irónico. Las recriminaciones e investigaciones sobre la misión a Júpiter habían destruido su carrera en Washington, pero un hombre de su capacidad no podía permanecer sin empleo por mucho tiempo.
El ritmo más sosegado de la vida de universidad siempre lo había atraído y, al combinarlo ahora con uno de los más hermosos parajes del mundo, resultó ser irresistible. Había conocido a la que sería su segunda esposa apenas un mes después de haber sido nombrado, mientras miraba las fuentes de fuego del Kilanca junto a una multitud de turistas.
Con Caroline halló el contento, que es tan importante como la felicidad, y más duradero. Había sido una buena madre para las dos hijas de Marion, y le dio a Christopher. A pesar de la diferencia de veinte años que existía entre ellos, comprendía sus estados de ánimo y sabía rescatarlo de sus esporádicas depresiones. Gracias a ella, podía ahora evocar la memoria de Marion sin pesadumbre, aunque no sin una cierta melancolía, que lo acompañaría por el resto de su vida.
Caroline estaba lanzando pescados al delfín más grande —el enorme macho al que llamaban Scarback— cuando un suave cosquilleo en la muñeca de Floyd anunció la entrada de un llamado. Rozó la delgada banda de metal para apagar la alarma silenciosa y evitar la sonora; luego fue hasta el más cercano de los receptores diseminados por toda la sala.
—Aquí el Consejero. ¿Quién llama?
—¿Heywood? Habla Victor. ¿Cómo estás?
En una fracción de segundo, un caleidoscopio de emociones atravesó la mente de Floyd. La primera fue de disgusto: su sucesor —y, estaba seguro, principal responsable de su caída —nunca había intentado conectarse con él desde su partida de Washington. Luego vino la curiosidad, ¿de qué debían ellos hablar? La siguiente fue una obcecada determinación de cooperar tan poco como fuera posible; enseguida, vergüenza de su propia infantilidad, y, finalmente una oleada de excitación. Victor Millson sólo pedía llamar por una razón.
Con la voz más neutral a que pudo apelar, Floyd respondió:
—No me puedo quejar, Victor. ¿Cuál es el problema?
—¿Es éste un circuito de seguridad?
—No, gracias a Dios. Ya no los necesito.
—Hum, bien, entonces lo diré de esta manera. ¿Tienes presente el último proyecto que dirigiste?
—No podría olvidarlo, especialmente cuando hace apenas un mes el Subcomité de Astronáutica me ha vuelto a llamar para prestar declaración.
—Por cierto, por cierto. En realidad debería decidirme a leer tus declaraciones, cuando disponga de un momento. Pero he estado muy ocupado con el seguimiento, y ése es el problema.
—Pensaba que todo marchaba según lo programado. —Así es... desgraciadamente. No podemos hacer nada por adelantarlo; la máxima prioridad sólo haría una diferencia de pocas semanas. Yeso significa que llegaremos demasiado tarde.
—No comprendo —dijo Floyd con inocencia —. Por supuesto que no queremos perder tiempo, pero no hay un verdadero límite.
—Ahora sí los hay. Dos.
—Me espantas.
Si Victor percibió alguna ironía, la obvió.
—Sí, hay dos límites, uno humano, el otro no. Resulta ahora que no seremos los primeros en regresar al, eh, escenario de la acción. Nuestros viejos rivales se nos adelantarán por lo menos en un año.
—¡Qué lástima!
—Eso no es lo peor. Aun sin competencia, llegaríamos tarde. Ya no habría nada cuando estuviéramos allí.
—Eso es ridículo. Seguramente me habría enterado si el Congreso hubiese abolido la ley de gravedad.
—Hablo en serio. La situación no es estable, no puedo dar detalles ahora. ¿Estarás en casa el resto de la tarde?
—Sí —contestó Floyd, calculando con algún placer que ahora debía ser bien pasada la medianoche en Washington.
—Correcto. Se te enviará un paquete dentro de una hora. Vuelve a llamarme apenas hayas tenido tiempo de estudiarlo.
—¿No será algo tarde para entonces?
—Sí, lo será. Pero ya hemos desperdiciado demasiado tiempo. Y no quiero perder un minuto más.
Millson cumplió su palabra. Exactamente una hora más tarde un gran sobre sellado le fue entregado, por un mensajero de la Fuerza Aérea, con rango no menor a coronel, que se sentó pacientemente a charlar con Caroline mientras Floyd leía su contenido.
—Temo que tendré que llevármelo cuando usted haya terminado —se había disculpado el mensajero de alta graduación.
—Me agrada saberlo —contestó Floyd, instalándose en su hamaca favorita de lectura.
Eran dos documentos; muy corto el primero. Estaba marcado SECRETO máximo, aunque el máximo había sido tachado, y la modificación legalizada por tres firmas, todas completamente ilegibles. Obviamente, un extracto de algún informe mucho más extenso; había sido muy censurado, y estaba lleno de espacios en blanco, que hacían incómoda su lectura. Por suerte, sus conclusiones podían ser sintetizadas en una sola frase. Los rusos alcanzarían Discovery mucho antes que sus legítimos dueños. Como Floyd ya lo sabía, se volvió sobre el segundo documento, no sin antes advertir con satisfacción que esta vez habían logrado obtener el nombre correcto. Como de costumbre, Dimitri había estado totalmente acertado. La próxima expedición tripulada a Júpiter viajaría a bordo de la nave espacial Cosmonauta Alexei Leonov.
El segundo documento era mucho más largo y meramente confidencial; en efecto, tenía el estilo de un borrador para Science, aguardando su aprobación final antes de ser publicado. El título era escueto: "Vehículo Espacial Discovery: Comportamiento Orbital Anómalo".
Luego seguía una docena de páginas con tablas matemáticas y astronómicas. Floyd las rozó apenas, intentando separar la letra de la música, y tratando de detectar alguna nota de disculpa o incluso de embarazo. Cuando terminó, se vio obligado a esbozar una irónica sonrisa de admiración. Nadie podría adivinar que las estaciones de rastreo y los calculistas de fenómenos astronómicos habían sido tomados por sorpresa, y que se estaba intentando un desesperado encubrimiento. Seguramente rodarían cabezas, y él sabía que Victor Millson disfrutaría cortándolas, si es que no se encontraba entre las primeras víctimas. Aunque, para hacerle justicia, Victor se había quejado cuando el Congreso redujo el presupuesto para la red de rastreo. Tal vez eso lo salvaría de caer esta vez.
—Gracias, coronel —dijo Floyd al terminar de hojear el informe —. Documentación clasificada, como en los mejores tiempos. He aquí algo que no extraño.
El coronel volvió cuidadosamente el sobre a su attaché, y activó los cerrojos.
—El doctor Millson querría que usted le devolviera el llamado lo más pronto posible.
—Lo sé. Pero no tengo circuito de seguridad, estoy esperando visitas importantes, y no me atrae conducir hasta su oficina en Hilo sólo para decir que he leído dos documentos. Infórmele que los he estudiado cuidadosamente y que aguardo con interés cualquier otra comunicación.
Por un momento pareció que el coronel iría a replicar. Pero lo pensó mejor, saludó con rigidez, y se alejó malhumorado en la oscuridad.
—Ahora sí, ¿qué significa todo esto? —preguntó Caroline —. No esperamos visitas esta noche, importantes o no.
—Odio ser mandado de aquí para allá, particularmente por Victor Millson.
—Apuesto a que te llamará apenas se reporte el coronel.
—Entonces debemos desconectar el video y simular ruido de reunión. Pero la verdad es que todavía no tengo nada importante que decir.
—Sobre qué, si se me permite preguntar.
—Discúlpame, cariño. Parece que Discovery está jugando con nosotros. Pensábamos que se encontraba en órbita estable, pero podría estar a punto de estrellarse.
—¿Contra Júpiter?
—Oh, no, eso es imposible. Bowman la estacionó en el punto interior de Lagrange, sobre la línea entre Júpiter e Ío. Allí debería haber permanecido, más o menos, aunque las perturbaciones de las lunas externas la habrían hecho oscilar hacia adelante y hacia atrás. Pero lo que está sucediendo ahora es algo muy raro y no conocemos la explicación completa. Discovery está derivando cada vez más velozmente hacia lo, aunque a veces acelera y otras incluso retrocede. Hará impacto en dos o tres años.
—Pensé que eso nunca podía suceder en astronomía. ¿No se supone que la mecánica celeste es una ciencia exacta? Por lo menos eso es lo que siempre nos dijeron.
—Es una ciencia exacta, cuando se toma todo en cuenta. Pero en Ío pasan cosas muy extrañas. Además de sus volcanes, hay enormes descargas eléctricas, y el campo magnético de Júpiter está completando un giro cada diez horas. De modo que la de gravedad no es la única fuerza que actúa sobre Discovery; deberíamos haberlo pensado antes, mucho antes.
—De todos modos, eso ya no es problema tuyo. Deberías estar agradecido por ello.
"Problema tuyo"; la misma expresión usada por Dimitri. Y Dimitri —¡ese viejo zorro mañoso! —lo conocía desde mucho tiempo antes que Caroline.
Podría no ser su problema, pero seguía siendo su responsabilidad. Aunque habían intervenido muchos otros, en el análisis final era él quien había aprobado los planes para la Misión Júpiter, y supervisado su ejecución.
Ya en ese momento había tenido escrúpulos; sus apreciaciones como científico se contraponían con sus deberes como burócrata. Podría haberse pronunciado en contra de las medidas de poco alcance de la antigua administración, aunque todavía no se sabía con certeza hasta qué punto habían contribuido al desastre.
Tal vez sería mejor que cerrara aquel capítulo de su vida, y localizara todo su pensamiento y energía en su nueva carrera. Pero sabía que era imposible. Había sangre en sus manos, y no sabía cómo lavarlas.
El doctor Sivasubramanian Chandrasegarampillai, profesor de Ciencias de Computación en la Universidad de Illinois, Urbana, también tenía un constante sentimiento de culpa, aunque diferente del de Heywood Floyd. Aquellos alumnos y colegas que a menudo dudaban que el pequeño científico fuera humano, no se hubieran sorprendido al saber que nunca pensaba en los astronautas muertos. El doctor Chandra sólo se afligía por su niño perdido, HAL 9000.
Después de todos estos años, y de infinitas revisiones a los datos radiados desde Discovery, todavía no sabía con certeza qué es lo que había fallado. Sólo podía formular teorías; los hechos concretos que necesitaba estaban congelados en los circuitos de Hal, allá lejos entre Júpiter e Ío.
La secuencia de hechos había sido claramente establecida, justo hasta el momento de la tragedia; de ahí en más, el comandante Bowman había aportado sólo unos pocos detalles extra durante las breves ocasiones en que había restablecido el contacto. Pero saber qué había sucedido no explicaba por qué.
La primera insinuación de problemas había aparecido ya avanzada la misión, cuando Hal comunicó una falla inminente en la unidad que mantenía la antena principal de Discovery alineada con Tierra. Si la onda portadora, de quinientos millones de kilómetros de longitud, erraba el blanco, la nave quedaría ciega, sorda y muda.
Frank Poole había salido de la nave para reemplazar la unidad sospechosa, pero al ser probada resultó, para sorpresa de todos, encontrarse en perfecto estado. Los circuitos de chequeo automático no habían registrado nada malo en ella. Tampoco lo había hecho la gemela de Hal, SAL 9000, allá en Tierra, cuando la información fue transmitida a Urbana.
Pero Hal había insistido en la precisión de su diagnóstico, haciendo claras alusiones a un "error humano". Había sugerido que se repusiera esa unidad de control en la antena hasta que finalmente fallara, y así la falla podría ser localizada. A nadie se le ocurrió ninguna objeción, ya que la unidad en cuestión podría ser reemplazada en minutos, aun si llegara a romperse.