«Alguien de nuestro equipo o el de los anfibios». Kevin negó con la cabeza, perplejo. No podía creerse que uno de sus amigos les hubiera traicionado. Tenía que ser alguien del otro equipo. O alguien que había estado observándolos, alguien del MIT que quería ganar dinero fácil a sus expensas. Pensándolo bien, era la explicación que tenía más sentido. Veinticinco mil dólares no era demasiado para un miembro del equipo del MIT.
La verdad era que quizá nunca averiguaran quién les había delatado.
—¿Entonces estamos acabados en Las Vegas? —preguntó Kevin.
Micky negó con la cabeza.
—Sólo los casinos que trabajan con la Plymouth tienen acceso a esta lista. En esos casinos, estás fichado. La Plymouth adopta un enfoque muy proactivo; además, tienen a ese tipo duro de cabecilla, un tal Vincent Cole. Les tiene especial manía a los contadores de cartas.
Kevin recordó al hombre larguirucho con el pelo plateado y la cara marcada, preguntándose si sería Vincent Cole.
—Circula un rumor acerca del tal Cole —continuó Micky—. No sé si es cierto o no, pero es bastante aterrador. Se dice que hace un año llevó al cuarto de atrás a un miembro de un equipo australiano al que había estado persiguiendo durante seis meses. Primero siguió los pasos habituales: le dijo que se pusiera contra la pared, le sacó algunas
polaroids
y le hizo firmar el documento.
Kevin seguía examinando la lista mientras escuchaba. En la cuarta página se encontró a Dylan y Jill, Kianna y Tay. Se imaginó al tipo de la cara marcada escudriñando los mismos retratos, comprobando si coincidían con los fotogramas de los casinos.
—Cuando el tío ya había firmado el documento —continuó Micky—, Cole les dijo a los guardias de seguridad que se fueran y cerró la puerta con llave. Y entonces sacó una pistola.
Kevin levantó la mirada. La expresión de Micky era de total seriedad.
—Le preguntó al contador cuánto dinero había ganado en el último año. El jugador se había quedado sin habla por el miedo. Entonces Cole se sacó una ficha de quinientos dólares del bolsillo y se la tiró al pobre diablo. «Ya te has comido muchas fichas de nuestro casino en el último año —dijo Cole—, pero te aseguro que de ésta te vas acordar».
Kevin se puso tenso esperando el final de la historia. Micky le miró, luego a Martínez y finalmente a Fisher.
—Cole le obligó a tragarse la ficha. Cuando la tenía en la garganta, la ficha se quedó atascada. El tío se puso tan morado como la ficha. Casi se ahoga ahí, en el cuarto de atrás. Entonces, de algún modo, consiguió tragársela. Cole le dejó irse, pero el pobre australiano no volverá a contar cartas en su vida. Le dio una buena lección. Seguramente volvió a dársela cuando la ficha salió por el otro extremo.
Fisher se movió incómodo en el sofá:
—Eso es una puta leyenda. Es mentira.
—No lo sé —dijo Micky encogiéndose de hombros—. Quizá sea una leyenda urbana, pero os lo cuento porque quiero que vayáis con cuidado. Se cometen errores y las cosas pueden salir mal. Es algo que nos puede pasar a todos.
Kevin lo captó: Micky estaba haciendo una especie de declaración, seguramente quería insinuar que si no le hubieran echado del equipo, tal vez eso no hubiera pasado nunca. Tal vez tenía razón. Quizá estaban demasiado embebidos en su propio éxito. Tal vez habían cometido errores.
Pero al menos ahora lo sabían: nunca iba a ser lo mismo. Kevin sabía que tenían que estar agradecidos: habían ganado mucho dinero y nadie había salido herido. Kevin podía superar lo de la inspección. Tenía su trabajo, su piso y su familia. No necesitaba el recuento de cartas. No necesitaba luchar contra tipos como Vincent Cole.
Sin embargo, la idea de dejarlo, como siempre, le corroía por dentro. No necesitaba contar cartas, pero tampoco quería que los casinos le obligaran a dejarlo.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó, devolviéndole los papeles a Micky.
Fisher daba la impresión de que iba a morderle la yugular en cualquier momento.
—Hay decenas de casinos que no trabajan con la Plymouth. Podemos volver a empezar desde cero —le dijo con rabia.
—Conseguimos nuevos alias —añadió Martínez—, reforzamos las medidas de seguridad, escogemos a los miembros del equipo con más cuidado y viajamos más. Hay casinos en todo el mundo.
Kevin se tocó los labios. Le hubiera gustado ser tan optimista como Martínez y Fisher, pero no estaba seguro de que el riesgo valiera la pena. Los países extranjeros tenían leyes distintas. El recuento de cartas en Las Vegas era una cosa: a pesar de lo que les había contado Micky, ahí la práctica era relativamente segura. Pero en Louisiana Kevin había aprendido una lección. Y en un país extranjero, ¿quién sabía lo que podía llegar a pasar?
—Quizá tendríamos que tomarnos un tiempo —dijo Kevin—, bajar un poco el ritmo.
—Volvemos a la carga enseguida —dijo Fisher señalando con un dedo a Kevin—. Averiguamos qué casinos no trabajan con la Plymouth y les atacamos, fuerte. Vamos a Montecarlo, Montreal, las Bahamas, cualquier sitio donde jueguen al Blackjack. Podemos ganar tanto dinero como antes.
Kevin se levantó del sofá. No quería escuchar otro de los discursitos de Fisher. Necesitaba meditarlo bien y a solas. En principio no tenía la intención de dejar el recuento de cartas, pero había que planificar una estrategia antes de seguir adelante. La lista que alguien había vendido a los casinos había puesto en peligro su doble vida. Antes podían ir a Las Vegas como contadores de cartas y volver a casa a vivir sus vidas normales, pero ahora al menos algunos de los casinos sabían quiénes eran. Lo sabían todo sobre el MIT y el equipo, sobre la amenaza que suponían.
—Vamos, Kev —dijo Martínez—, ¿quieres ir a las Bahamas este fin de semana? ¿Bikinis, bebida y Blackjack?
Kevin negó con la cabeza. No podía ir a Las Bahamas porque tenía que ocuparse de la inspección de Hacienda. Martínez suspiró y Fisher se apartó, indignado. Kevin podía sentir la distancia que empezaba a separarles, pero en ese momento no podía encontrar una solución fácil.
Miró a Micky, que les observaba a los tres con expresión indescifrable. Kevin empezó a sentirse incómodo y se dirigió hacia la puerta.
—Kevin —dijo Fisher—. Martínez y yo no necesitamos tiempo para reflexionar. Sabemos lo que tenemos que hacer. Somos contadores de cartas, como Micky. Siempre seremos contadores de cartas.
Kevin no respondió. Estaba seguro de que se irían a las Bahamas sin él.
Rezó para que no hubiera nadie esperándolos cuando llegaran. Alguien con una Polaroid y una lista de veinticinco mil dólares.
Boston, primavera de 1998
Kevin se pasó toda la mañana del sábado en compañía de un abogado fiscal, repasando los recibos que había reunido durante los últimos cuatro años como contador de cartas profesional. Analizando todos los viajes a Las Vegas —los billetes de avión, las cuentas de restaurante, las reservas de hotel—, Kevin se sintió inundado de emociones y recuerdos. Esos años habían pasado tan rápido que nunca había tenido tiempo para reflexionar sobre el estilo de vida que había elegido: su vida como contador, expuesta con la precisión de un abogado fiscal, tenía unas proporciones descomunales.
Le vino a la memoria la última noche de Año Nuevo que había pasado en Las Vegas, hacía pocos meses. Estaba jugando en el MGM Grand con su comando e iba empatado con la banca. Debido a las últimas expulsiones —la catástrofe en el Rio era reciente—, había estado vigilando de cerca a los jefes de mesas. Aunque no había visto nada fuera de lo normal, como medida de precaución, se había pegado a otro gran jugador que estaba en la zona de grandes apuestas: un hombre de unos cincuenta años que se llamaba Nick, un tipo hispano de Miami que lucía un enorme anillo de color rosa y una camisa de terciopelo negro. Kevin sabía por experiencia que era poco probable que un jefe de mesas montara una escena delante de otro gran apostador, así que había trabado amistad con el hombre rico de Florida. Nick se había hecho millonario trabajando en importaciones y exportaciones y se había retirado hacía poco. Ahora se dedicaba a apostar su riqueza en Las Vegas y a tomar el sol en Florida.
Tenía una esposa, una amante y tres hijos, ninguno de los cuales había tenido que trabajar un solo día en toda su vida.
A las doce menos cuarto, Nick había invitado a Kevin a una fiesta en su suite para celebrar la Nochevieja. Para guardar las apariencias, Kevin había aceptado y había acompañado al hispano a su suite vip.
Cuando tocaron las doce, Kevin compartió el champán con una multitud de desconocidos: la habitación estaba llena de cincuentones ricos y borrachos,
strippers
vestidas con
bodies
brillantes y acompañantes de lujo con trajes Versace. Rodeado por todo el
glamour
de Las Vegas, Kevin de repente se sintió un poco melancólico. ¿Era ése su lugar? ¿Era eso en lo que se había convertido?
Cuando empezó a caer la bola de Año Nuevo, Kevin no pudo abrazarse a nadie, ni besar a nadie, ni siquiera pudo reír en buena compañía. Los únicos que le conocían eran los otros contadores del equipo, que en ese momento estaban en el casino esperando a que volviera para seguir jugando. En el Paradise había
strippers
que le conocían por nombres falsos y que querían bailar para él por billetes auténticos. También había los anfitriones de los casinos, que siempre le esperaban con una sonrisa en los labios y los «regalos» más extravagantes. Había una mujer que viajaba constantemente con un equipo de fútbol americano y que esperaba impaciente su llamada, pero sólo porque eso significaba otro fin de semana en restaurantes de cinco estrellas y espectáculos de primera fila. Tenía una familia en Boston que ya no le conocía y una ex novia a la que le había roto el corazón porque no jugaba al Blackjack.
Era la tercera Nochevieja que celebraba en Las Vegas. Observó a Nick deambulando por la suite, con una botella de champán en una mano y una adolescente rubia con pechos falsos y un tatuaje en la nuca en la otra, y se preguntó: «¿Es esto en lo que me he convertido?».
—En total, tenemos veinte viajes a Las Vegas y catorce a Chicago en el último año —dijo el abogado, interrumpiendo los recuerdos de Kevin—. ¿Crees que es correcto?
Kevin parpadeó, volviendo al presente. Veinte viajes a Las Vegas en un solo año. Veinte fines de semana en casinos, casi cuarenta horas jugando al Blackjack por viaje, con sesenta manos jugadas por hora.
En total, eran cuarenta y ocho mil manos de Blackjack, sólo en Las Vegas.
Era una cifra imposible de abarcar.
Doce horas después y mil quinientos kilómetros al sur, Martínez se pasó las manos sudadas por los costados de una camiseta hawaiana de color rojo brillante. Se mecía sobre un taburete acolchado de color morado mientras silbaba la melodía de la música
reggae
omnipresente. Había estado enganchado a ese taburete casi toda la noche, pero no estaba cansado. Al contrario, empezaba a estar un poco nervioso, quizá por culpa de las tres tazas de café que se había tomado en la habitación de hotel antes de ir paseando por la playa hacia el Golden Sun Casino.
El exterior del casino era un reflejo de lo peor que habían dado los años ochenta: engalanado con brillantes franjas de color rosa y azul eléctrico, el gran complejo hubiera sido el decorado perfecto de una película disco ambientada en Miami. Su punto fuerte era la playa, situada en la costa oriental de la isla de Nueva Providencia de las Bahamas. El casino estaba rodeado de un oasis tropical de palmeras, hamacas y tenderetes de cócteles, un decorado que resultaba sorprendentemente auténtico en comparación con la «realidad» de plastilina de los complejos de Las Vegas.
Pero Martínez apenas había mojado los pies en el agua cristalina ni disfrutado del tacto de la arena blanca y suave. Él y Fisher habían cogido un taxi en el aeropuerto y habían ido directamente al hotel barato donde se alojaban, a un kilómetro del casino. Luego habían hecho la caminata por la playa hasta llegar al Golden Sun. Ellos habían venido a trabajar.
Movió las rodillas al ritmo de la música
reggae
. Sentía cómo brincaban en sus bolsillos las fichas y tuvo que esforzarse para no reír. Ya había ganado doce mil dólares, unas ganancias sorprendentes teniendo en cuenta lo lentos que eran los crupieres de Nassau. No estaba seguro de cómo le iban las cosas a Fisher, pero suponía que también habría ganado más de diez de los grandes. Se habían estado pasando mesas durante toda la noche, apostando lo mínimo y jugando como gran jugador por turnos, sacando el máximo partido de sus dobles capacidades de recuento. No era un sistema tan eficaz como el juego en equipo, pero era lo mejor que podían hacer dadas las circunstancias.
Fisher hubiera querido llevarse a todo el equipo, aunque fuera sin Kevin, pero Martínez no quería complicar las cosas hasta que supieran cuál era el alcance de la traición. No estaba tan traumatizado como Kevin por la noticia de Micky, pero tampoco era tan optimista como Fisher. Un asalto a pequeña escala en las Bahamas parecía una buena solución de compromiso.
Observó cómo el crupier intentaba sacar torpemente una carta del repartidor: una tortuga lo hubiera hecho más rápido. La gente de las Bahamas se movía tal como hablaba, cadenciosamente, sin prisas, arrastrando las sílabas. A Martínez le ponía de los nervios. A los otros dos jugadores de la mesa no parecía que les importara demasiado: eran una pareja de recién casados de Carolina del Norte que estaban mucho más interesados en sus cócteles y en su acompañante que en el juego. Nassau estaba tan abarrotada de parejas como ésa que seguramente ya salían en alguna enciclopedia como típica especie de la fauna local.
Martínez tamborileó con los dedos sobre la mesa hasta que finalmente el crupier consiguió repartirle un par de figuras. Las separó para hacer el juego un poco más interesante y miró a su alrededor. Fisher no daba señales de vida, algo extraño teniendo en cuenta que hacía más de veinte minutos que le había dicho con señas que se iba al baño. Quizá el
sushi
de la noche anterior estaba haciendo de las suyas. El pescado crudo tenía esa mala costumbre; pero, como en el caso de separar figuras en un baraja de doce positivos, era un nivel de riesgo aceptable.
Dos lentas manos más tarde, Martínez empezó a preocuparse. Si Fisher se encontraba mal habría salido hacía rato del baño para avisar a Martínez. Una de las primeras reglas que les había enseñado Micky era que los compañeros de equipo debían cuidarse entre ellos.