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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (6 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Tal como lo veía Kevin, el recuento de cartas planteaba dos grandes problemas. En primer lugar, el porcentaje de ventaja sobre la banca era demasiado bajo. Al parecer, incluso con los sistemas más complejos no podías conseguir una ventaja total de más del 2 por 100; para ganar dinero de verdad, había que apostar a gran escala, y moviendo tal cantidad de dinero se llamaba mucho la atención. Lo cual nos llevaba al segundo problema: para los casinos resultaba demasiado fácil darse cuenta de lo que hacías… y conseguir que dejaras de hacerlo. No podían arrestarte, pero en Las Vegas podían echarte del casino sin ningún problema. En Atlantic City, la ley era un poco distinta; estaban obligados a dejarte jugar, pero podían hacer lo que quisieran con las cartas: barajar en cualquier momento, cambiar los límites de las apuestas… en resumidas cuentas, hacer que te fuera imposible ganar. Así pues, el recuento de cartas no era más que un truco barato, una manera de ganar dinero muy poco razonable. Al menos estaba claro que era imposible ganar la cantidad de dinero que sus amigos derrochaban todos los fines de semana.

Lo cual significaba que o bien Fisher y Martínez mentían o bien habían ideado un nuevo sistema que no conocía nadie más. Kevin no descartaba ninguna de las dos posibilidades. Ambos eran lo suficientemente inteligentes como para desarrollar su propia técnica. Y eran lo bastante astutos como para mentir de forma convincente sobre cualquier cosa.

En todo caso, Kevin había decidido dejar de pensar en el Blackjack y volver a la monotonía de su rutina diaria. Terminó su trabajo en el laboratorio, volvió al apartamento del campus e incluso empezó a salir con una chica que había conocido en la biblioteca. Se llamaba Felicia, medía metro setenta y llevaba gafas; era risueña, enérgica y, bajo la ropa deportiva del MIT con la que siempre vestía, ocultaba un fabuloso cuerpo de nadadora. Era de buena familia, estudiaba ingeniería y, en la próxima cena de Acción de Gracias, daría la imagen perfecta, sentada a su lado en la mesa de casa de sus padres. Si su padre, que trabajaba como geólogo en una empresa británica, no hubiera estado en Ecuador trabajando en un proyecto de investigación, Kevin ya se la habría presentado.

Pero en ese momento no pensaba en Felicia, estaba concentrado en el pequeño punto azul. Volvió a dar una brazada y le tembló todo el cuerpo, pero siguió moviendo las manos rítmicamente: una piscina más, una piscina más…

Y, al fin, se dio de bruces contra el muro, literal y figuradamente. Dejó caer los brazos en el bordillo de la piscina y se levantó para apoyar el pecho en el cemento y recobrar el aliento. Estaba tan agotado que durante más de un minuto no se percató de que delante de él había cuatro pies. Martínez y Fisher le miraban desde arriba, sonriendo.

Kevin se sacudió el agua de los oídos, sorprendido. No les había visto ni había hablado con ellos desde hacía semanas. Ambos estaban morenos, aunque Martínez llevaba el pelo peinado hacia delante y resultaba difícil verle la parte superior de la cara. Ninguno de los dos daba signos de sentirse incómodo, pero de hecho parecían fuera de lugar. Martínez, porque daba la impresión de no haber nadado nunca en algo más profundo que una bañera, y Fisher porque había formado parte del equipo de natación antes de que el destino le alejara de la universidad.

Pero no había nadie más que pudiera darles la bienvenida. Ya eran más de las nueve; los entrenamientos se habían terminado hacía casi dos horas. La piscina estaba desierta y el entrenador ya debía de estar en casa con su familia.

Kevin salió del agua y se puso de pie sobre sus piernas de goma.

—¡Mira qué par de pordioseros tenemos por aquí!

Fisher saludó a Kevin con un apretón de manos y luego se las enjuagó en la camiseta de Martínez.

—¿Tienes un momento? —le preguntó.

Kevin se encogió de hombros. Estaba cansado, tenía hambre y Felicia le esperaba en su habitación con una
pizza
, pero ¿quién sabía cuándo podría volver a ver a Fisher y Martínez?

—Claro, ¿qué pasa?

—Nos gustaría presentarte a alguien.

El aula estaba en el Pasillo Infinito, el larguísimo corredor que atravesaba el edificio principal del MIT. Fisher y Martínez estuvieron callados durante casi todo el rato y Kevin consiguió resistir la tentación de acribillarles a preguntas. Era obvio que estaban disfrutando con la expectación que habían creado, así que él no iba a aguarles la fiesta.

Justo cuando llegaban al aula, la puerta se abrió desde dentro. Kevin reconoció la clase de su primer curso en la universidad: ahí había dado cálculo multivariable y álgebra lineal una tras otra, sentado en la misma silla durante dos semestres seguidos.

Entró en el aula detrás de Fisher y Martínez. Lo primero que vio fue que las persianas estaban bajadas; además, la luz naranja de los fluorescentes del techo apenas llegaba a los rincones, con lo que en las paredes se formaban sombras extrañas. Alguien había colocado delante de la pizarra unas sillas de madera en un pequeño semicírculo. Un gráfico con filas horizontales repletas de números ocupaba gran parte de la pizarra. El gráfico no estaba terminado: un hombre de porte desgarbado con el pelo negro y rizado daba la espalda a la clase y, con unos dedos muy gruesos, sostenía una tiza de color azul. Se dio la vuelta justo cuando Kevin entraba.

—Bienvenido a la clase de introducción al Blackjack, Kevin. Teníamos muchas ganas de conocerte.

Kevin miró hacia el semicírculo de sillas. Siete rostros le devolvieron la mirada; reconoció a algunos, pero a la mayoría no los había visto nunca. Dos eran compañeros de clase: Kianna Lam, una chica de Taiwán menuda y bonita, que como él estudiaba ingeniería eléctrica; y Michael Sloan, un jugador de tenis rubio que vivía en la misma residencia que Kevin. A otro le conocía por una asignatura de física: Brian Hale, un estudiante de último curso escuálido pero brillante que, como Kevin, era de la zona, pues también había crecido cerca de Boston. El resto eran cuatro chicos de unos dieciocho o diecinueve años. Dos llevaban gafas y tres eran asiáticos, probablemente chinos. Todos tenían esa aura del MIT: estudiosos, torpes, pero también con cierto aire de superioridad, como si cada uno de ellos estuviera acostumbrado a ser el más listo de la clase.

Kevin volvió a mirar el hombre que estaba en la pizarra. Él no parecía un estudiante en absoluto. Aparentaba unos cuarenta años, tenía la piel oscura —parecía de origen iraní o tal vez hispanoamericano—, el rostro triangular y las facciones muy marcadas. Llevaba unas gafas de culo de vaso con unas monturas de plástico demasiado voluminosas y tenía unos dientes horribles. Los tenía tan salidos que, cuando sonreía, parecía que enseñara los dientes. Su ropa era casi tan terrible como su dentadura: la camisa le iba demasiado pequeña, llevaba los pantalones manchados y con los bajos desgastados, como si hiciera mucho, mucho tiempo que no los lavara.

—Kevin —dijo Martínez—, te presento a Micky Rosa. Fue profesor del MIT en tiempos prehistóricos…

Todos rieron a carcajadas mientras Micky asentía con la cabeza. Kevin le miró con más respeto: el nombre le sonaba. Dos libros sobre el recuento de cartas citaban como uno de los maestros del Blackjack a un antiguo prodigio de las matemáticas, un estudiante del MIT que había entrado en la universidad a los dieciséis años. Pero el hombre era como mínimo quince años mayor que Martínez y Fisher. ¿Qué hacía en un aula llena de chicos universitarios?

—Aún doy clases aquí —dijo Micky apoyándose en la pizarra. Se le estaba manchando toda la camisa de tiza azul, pero nadie le dijo nada. Por cómo le miraban, era obvio que le veneraban—. Pero ahora lo hago con ánimo de lucro. Para mí y para mis alumnos. —Con la mano señaló a los chicos sentados delante de él y añadió—: Kevin, éste es el Equipo de Blackjack del MIT. Con el tiempo ha ido tomando varias formas, pero existe desde hace casi veinte años. Recientemente hemos pasado a otro nivel y nos gustaría que te sumaras a la aventura.

Kevin abrió la boca pero no supo qué decir. Miró a Martínez y Fisher. Martínez sonreía y Fisher estaba ocupado flirteando con Kianna Lam.

—¿Por qué yo? —pudo articular Kevin finalmente.

—Porque eres listo —dijo Micky—, te gusta trabajar duro, se te dan bien los números y, por último, porque tienes la pinta.

Kevin miró al suelo, pensativo. Era obvio que Martínez y Fisher lo habían estado tramando desde hacía tiempo. Habían estado pasándole la información sobre él a Micky Rosa, evaluándole para decidir si era bueno para el equipo. El viaje a Atlantic City había sido una especie de prueba y, al parecer, la había superado.

—¿Qué quieres decir con que tengo la pinta?

Micky hizo un gesto con la mano como para decir que ya se lo contaría más tarde.

—Kevin, somos contadores de cartas. ¿Sabes qué es?

—He leído un poco sobre el tema —dijo Kevin, asintiendo.

—Muy bien. Entonces tendrás cierta idea de lo que es el método de recuento de altas y bajas, ¿no?

Kevin volvió a asentir. Su memoria no era fotográfica como la de otros estudiantes del MIT, pero no le costaba demasiado retener lo que leía. Sabía que el método de altas y bajas se había dado a conocer en 1962 con la publicación del libro de Edward Thorp
Beat the Dealer
, una obra pionera en su momento y considerada un clásico en la actualidad. En el libro, Thorp esbozaba un sencillo método de recuento que permitía seguir la pista del número aproximado de cartas altas que quedaban en la baraja por repartir. En lugar de contar las cartas individualmente, el jugador se limitaba a seguir la pista de un solo número, el llamado
recuento acumulado
. A este número se le sumaba una determinada cantidad cada vez que salía de la baraja una carta baja y se le restaba cuando la carta que salía era alta. Cuanto más positivo fuera el recuento acumulado, más cartas altas quedaban en el mazo de cartas, por lo que el jugador tenía ventaja y podía subir su apuesta. Cuando el recuento acumulado era negativo, el jugador debía bajar la apuesta, puesto que probablemente perdería más manos. En función de su dinero inicial y el número de manos que jugara, un jugador podía conseguir una ventaja positiva con muy poco esfuerzo.

—Fantástico —dijo Micky, alejándose de la pizarra y dejando un rastro de tiza azul en el suelo—. También te habrás dado cuenta de que la técnica estándar de altas y bajas presenta algunas imperfecciones.

Efectivamente, Kevin había estado pensando en ello tras el fin de semana en Atlantic City.

—Se me ocurren dos —dijo, sabiendo que tenía que dar buena impresión. Todo el mundo le miraba, una sensación que no le resultaba nada desagradable—. Las ventajas porcentuales suelen ser tan pequeñas que se necesita una enorme cantidad inicial de dinero para tener beneficios reales. Y es una técnica muy fácil de detectar. Para sacar partido de las cartas altas y las bajas, debes subir y bajar las apuestas drásticamente. Les basta con fijarse en la evolución de tus apuestas para darse cuenta de lo que estás haciendo.

Incluso Fisher parecía impresionado. Micky abrió los labios, dejando al descubierto sus aterradores dientes.

—Hemos desarrollado un sistema que se ocupa de esos dos problemas —dijo—. Vamos a dar un golpe en Las Vegas, uno grande, y nos gustaría que vinieras con nosotros.

Kevin miró a su alrededor, un conciliábulo de jóvenes jugadores de Blackjack. Cuando eran sólo Martínez y Fisher parecía sórdido pero manejable. Dos genios rebeldes desvalijando a la banca. Pero esto era distinto: era organizado, calculado, y había sido ideado por un hombre adulto y carismático, con una dentadura horrible y un currículo brillante.

—No sé —dijo Kevin—. Parece un poco turbio.

—¿Turbio? —intervino Martínez—. Somos un ejército de liberación, Kevin. Liberamos dinero de las manos de los opresores. Nosotros somos Robin Hood y el
sheriff
es el casino.

—Y al final les dais el dinero a los pobres, ¿verdad?

—La mayoría se lo damos al Toyama, a cambio de
sushi
—dijo Fisher—. Y Kianna se gasta el resto en zapatos.

Kianna le lanzó a la cabeza un trozo de papel arrugado. Luego se volvió hacia Kevin y añadió:

—En serio, los casinos han estado jodiendo a la gente desde hace años. Fijan unas reglas del juego que dan una gran ventaja a la casa. Cualquiera lo suficientemente imbécil como para sentarse a jugar en el fondo está pagando por toda esa luz fosforescente y todas las bebidas que le dan gratis. Si alguien hace trampas, son los propietarios de los casinos. Fijan las reglas para ser ellos los que ganan siempre.

—Casi siempre —apostilló uno de los chicos asiáticos.

Kevin pensó en lo que había dicho Kianna:

—¿Entonces tenéis un sistema que funciona de verdad?

—Con el Blackjack se puede ganar a la casa —respondió Micky—. A diferencia de cualquier otro juego de casino, el Blackjack es un juego con memoria. Tiene un pasado, las cartas que ya han salido, y un futuro, las cartas que van a salir. Si eres listo, puedes utilizarlo para que las probabilidades vayan a tu favor. Thorp lo demostró hace cuarenta años; nosotros hemos seguido su ejemplo durante décadas. Y no tiene nada de ilegal. Si quieres, puedes llamar a la Comisión del Juego de Nevada para comprobarlo.

Kevin no acababa de sentirse cómodo con la idea: aunque fuera legal, parecía incorrecto. Pero también le entusiasmaba, en lo más profundo de su ser, en esa parte de su personalidad que solía mantener oculta. Sabía que su padre nunca lo aprobaría. Pero su padre estaría en Ecuador durante dos meses. No tenía por qué enterarse.

—¿Qué te pueden hacer —preguntó Kevin— si te pillan?

Micky se encogió de hombros e hizo ese gesto con la mano por tercera vez. Era un gesto extraño, a la vez majestuoso y esquizoide.

—Pueden pedirte que te vayas. Y, entonces, ¿sabes qué? Te levantas y te vas. Porque hay otro casino en la otra acera. Y en la otra calle. Y otro en un barco fluvial del Medio Oeste. Y otro en una reserva india de Connecticut. Pronto habrá casinos en todas las ciudades del mundo, listos para el asalto.

Kevin se tocó los labios:

—¿Cuánto dinero podemos ganar?

—Ahora empezamos a entendernos —le dijo Martínez, dándole un par de palmaditas en la espalda.

—El grupo está formado por inversores y jugadores —respondió Mick—. En estos momentos, Martínez, Fisher y yo, junto a otros que quieren mantenerse en el anonimato, financiamos el equipo. Kianna, Michael, Brian, Chet, Doug, Allan y Jon, aquí presentes, son la plantilla de jugadores. Los inversores del equipo tienen garantizada una determinada rentabilidad que se basa en la cantidad de tiempo que juega el equipo; actualmente, nuestra rentabilidad es del 12 por 100. En cuanto al sueldo de un jugador, se basa en la rentabilidad prevista por mano jugada, no en la rentabilidad real. Da igual si la suerte va y viene, si tienes una buena racha o una mala. Ganas lo que nuestros gráficos dicen que tienes que ganar, de acuerdo con una aplicación perfecta de nuestro sistema.

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