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Authors: Alberto Olmos

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—¿Has leído a Pennac?

—No. Creo que novelas no —yo.

—Es genial —la compañera de piso.

—Te tienes que leer
La felicidad de los ogros
—Marta.

Hago un gesto de asentimiento. Cada libro «genial» que no he leído y «tengo» que leerme me deprime mucho. Todo esto tiene que ver con el tamaño de la polla, en realidad.

—Llamó Miriam —la compañera de piso dice esto—, que se va a pasar un rato, luego.

—Vale —Marta.

Me mira.

—¿Subimos?

Asiento con la cabeza.

 

track 12

La habitación (14) de Marta está abuhardillada, el desabuhardillador que la desabuhardille buen desabuhardillador será.

Tiene dos colchones en el suelo, algunas cajas, algunas baldas; muebles no.

En el techo, tragaluces. Uno está abierto y te deja ponerte de pie si sacas la cabeza por el tejado. Se ve Madrid, de verdad, el Madrid que yo no veo desde las ventanas de mi casa, ese Madrid de teja provinciana y estatuas altivas. El cielo de Madrid se arruga; anochece.

—Esto es bonito de veras —yo.

Meto la cabeza en la buhardilla. A partir de ese momento soy un tipo que se mueve acuclillado, o a gatas. La buhardilla tiene vigas de madera y Marta ya se ha dado con dos.

—Puedes tocar el harpa de las vigas con tu cabeza, como Chico Marx —afirmo.

—Aich. —Marta se frota la frente con una mano—. ¡Vamos al colchón!

Nos tiramos sobre el colchón. Hemos ido dejando un rastro de ropa y complementos por todo el piso. Eso siempre queda muy sexy.

Mis zapatos, sus Converse rojas, mis pantalones vaqueros y sus pantalones vaqueros, mi bolso, su bolso; calcetines.

Desde la horizontalidad de la cama veo, a mi derecha, una balda con libros. Uno con las letras de las canciones de Leonard Cohen destaca. Más que un libro parece un retrato del cantautor canadiense. Me da un poco de envidia. Sobre todo porque así, en libro, es difícil envejecer, quedar mal en la cama o decir una palabra más de la cuenta.

Junto a Cohen se amontonan los libros. Me gustan las chicas que leen libros porque mirando sus libros me siento feliz. Es exactamente así de sencillo.

Varios, de Paul Auster; varios en francés (Pennac, repetidamente, también
La chute,
de Camus); también: David Lodge, Julio Cortázar, Alessandro Baricco, Julian Barnes, Philip Roth, Joseph Roth, Antonio Tabucchi, Hanif Kureishi, Nick Hornby.

Follamos.

 

track 13

—Qué luz —digo—, ¿qué hora es?

Son cerca de las nueve, pero por las innumerables ventanas y claraboyas (a cada rato veo una nueva) de la buhardilla, entra una claridad majestuosa, casi solemne. Me he recostado en la pared y, con Marta adormilada sobre uno de mis muslos, veo todo su espacio, su vida interior. Sin paredes, sin muebles, todo el abanico de sus cosas queda a la vista, desde la ropa que acumula despreocupadamente sobre unos estantes del fondo hasta las fotos de su ex novio; también está ese segundo colchón, como un miliko degradado; y nuestra ropa sobre el suelo de baldosas blancas; y muchos discos compactos; y su iPod nano, con las canciones repetidas; y bragas de la semana pasada; y ceniceros manchurrientos; cajetillas de tabaco; su par de zapatillas Converse All Star negras; su móvil de color rojo, con fotos mías dentro.

Pero, sobre todo, la luz.

—¿No suena tu móvil?

Suena. Marta se ha levantado y ha corrido a cogerlo. Está desnuda y es gracioso ver correr agachadas a personas desnudas.

Me acabo de enterar.

—Sí —Marta, al móvil—, ¡hola! Sí, sí. Jeje. Ahora bajo. —Cuelga. Me mira—. Es mi amiga Miriam. Está abajo. Esperando.

Se acerca y se pone una especie de camiseta, muy larga. Los faldones le llegan hasta las rodillas.

—Yo prefiero quedarme aquí —digo.

—Claro. No hace falta que bajes si no quieres. —Me pasa una mano por el pelo—.
Hikikomori.
¿Estarás bien?

—Sí, voy a leer.
Me acuerdo.
Por ejemplo.

—Okey.

La veo alejarse. Llega al fondo de la buhardilla y se gira para tomar las escaleras. Veo su cuerpo hundirse, escalón a escalón, y su sonrisa descendente. Su mano es lo último que diviso, en señal de adiós domiciliario.

Estoy solo. En la casa de esta chica. Me siento muy tranquilo. No oigo nada en absoluto, como si estuviera en mitad de Ávila. Me arrastro hacia mi bolso, desnudo, y saco
Me acuerdo
, de Georges Perec. Luego vuelvo al colchón, me apoyo contra la pared, me cubro hasta el ombligo con el edredón y doy comienzo a la lectura.

Ni un ruido. Sólo el placer de estar dentro de un libro (15), de no tener más que una dirección, la brújula de la palabra, sin desvíos.

El libro no me gusta nada. Me parece estúpido. Sin embargo, leo con una intensidad cocainómana. Estoy pasando las páginas de la buhardilla. Estoy leyéndome.

Oigo pasos. Alzo el libro, que queda como un tejadillo sobre la punta de mi nariz, y veo a Marta asomar la cabeza por el hueco de la escalera.

—¿Todo bien? —pregunta.

—Sí. Tu buhardilla es genial.

Sonríe. Desaparece.

Sigo leyendo. Me enciendo un cigarrillo y paso páginas. Leo las cosas de las que se acuerda Georges Perec. Realmente estoy aniquilando, estoy destrozando, estoy triturando a este autor a medida que lo leo. Pero esa aniquilación está muy lejos de mí, como almacenándose de manera natural, allá abajo de mi cerebro, mientras en la superficie, la lectura es plácida, agradecida.

He leído unas ciento cincuenta páginas. La luz va desmayándose en la buhardilla.

Eso son pasos.

Ésa es la cabeza de Marta. Su sonrisa.

Ésta, su voz:

—¿Todo bien?

 

track 14

—¿No te quieres venir?

—No, no. No me apetece.

—Vamos a ver
Spiderman 3
—yo.

La compañera de piso de Marta no es muy fan de Spiderman. Yo, sí. Me gusta tanto el hombre araña que me emociona ir a ver la tercera parte de sus aventuras. En la primera, Peter Parker nos enseñó a aceptar nuestras responsabilidades. En la segunda, Peter Parker nos enseñó a compatibilizar la vida laboral con la vida familiar. En la tercera, ¿qué nos enseñará?

Me muero por saberlo.

Vamos a pie. A los cines Ideal (16), allí en la plaza de Benavente. Paseamos de la mano. Es sábado por la noche: se supone que la vida mola.

Cruzamos Gran Vía, bajamos por la calle Montera, atravesamos la puerta del Sol, seguimos por calle Arenal, cruzamos la plaza de Benavente y nos plantamos ante el Yelmo Cineplex Ideal. Aquí ponen muchas películas todas a la vez. Me pregunto qué se sentiría
siendo
un multicine.

—Si quieres vemos otra, ¿eh? —yo.

—No, no. Ya te he dicho que quiero ver
Spiderman 3
.

—Pero si quieres ver otra... Ya sé que Spiderman es como... comercial y eso.

—Eres muy chico, David.

—¿Cuando dices «chico» quieres decir «niño»?

—Sí.

—Y cuando dices «niño» quieres decir «tío», ¿no?

—Ya ves.

—En tu país habláis muy raro. Necesito subtítulos para entenderte. —Le trazo unos subtítulos, hechos a mano, a la altura del ombligo.

—¿Entramos?

 

track 15

Ya empezó
Spiderman 3
y nos la estamos perdiendo.

—Jo —yo.

—¿Quieres venir a la sesión de las doce y media?

—¿Si no te importa? Te lo iba a decir, pero a lo mejor no querías...

—Sí, vamos a tomar algo y luego venimos.

—Voy a comprar las entradas antes.

—No creo que se llene, hombre; a las doce y media...

—Es sólo un segundo.

Compro las entradas para
Spiderman 3
. Me dan de regalo una especie de (bueno, dos, uno por cada entrada) Spiderman. Sale el superhéroe duplicado, uno negro y otro rojo. Es un póster de plástico, rayado, de esas cosas que mueves y cambian los colores o las figuras. En éste, cambia el color del traje de Spiderman: el negro se vuelve rojo y el rojo negro. Arriba pone: «La mayor batalla se libra por dentro».

Es superguay.

—Ya está. Toma un póster de
Spiderman 3
.

Marta coge el póster.

—Mira que si lo mueves se cambia el color...

—...

—Tú muévelo y ya verás.

 

track 16

—¿Quieres ir al pub de la zorra de Lucía Etxebarria? —yo.

—Venga.

—Se llama La ventura (17). Yo voy, o iba, mucho al de enfrente, que se llama Kappa (18). A La ventura iba menos. Era como una peña. ¿Sabes lo que es una peña? En mi pueblo una peña es una casa de mierda que alguien deja a un grupo de borrachos para que se degeneren con peligro de derrumbamiento. Bueno, La ventura era así. Había bastantes drogas y poca luz, todo muy tirado. Luego llegó Lucía y lo primero que hizo fue empapelar las paredes con una novela de Alberto Insúa. ¿Cómo lo ves?

—¿Quién es Alberto Insúa?

—Un escritor, años veinte. No lo he leído. Salvo en las paredes. El caso, que aun así mola el sitio.

Seguimos andando. Pasamos por enfrente de la Filmoteca y bajamos por la calle Olmo.

—Aquí es.

Entramos. Lucía no está y sólo hay un camarero y nadie más que nosotros.

—Me gusta este sitio —Marta.

Pedimos al camarero. Marta bebe vodka y yo whisky. Ella con naranja y yo con Coca-Cola. Es un dato que tampoco debería volver loco a nadie.

Nos sentamos. Miro la pared de enfrente. Donde antes estaba Alberto Insúa, deshojado, ahora hay páginas de revistas deportivas. De lucha libre, o algo así.

—Pobre Alberto Insúa, con lo que me gustaba su novela de pared.

Marta empieza a besarme. Ser un coñazo hace que te besen más. Es una afirmación arriesgada; muy arriesgada. Lo sé.

—Me gusta el whisky en tu boca (19) —dice.

Lee libros, la tía.

 

track 17

En un letrero luminoso pone: «pasen pasen». Es para la sala 9 (20), donde nos espera Spiderman. Un señor muy serio nos corta las entradas y seguimos las flechas hasta dar con nuestras butacas en la fila seis: yo, pasillo; Marta, interior.

Hay un montón de gente en la sala. Lleno total. Ni un solo niño. Repito: ni un solo niño en el lleno total de
Spiderman 3
.

Nos hemos quitado el abrigo y lo ubicamos sobre nuestros respectivos regazos. Se apagan las luces, empiezan los anuncios.

Empieza
Spiderman 3
, cine de verdad (21).

 

track 18

Spiderman se ha vuelto muy vanidoso. Se lo tiene más creído que la hostia. Todo el mundo le quiere y le admira; las chicas le besan boca abajo; la ciudad le da las llaves de todos los portales oscuros. Un triunfo.

Es insoportable, Spiderman, y él no lo sabe. Se pone un traje de Paul Smith y se va a hacerse el guay por los bares. Muy mal. Nos estás decepcionando a todos con esa actitud, Peter.

Marta me mira. Sí, le digo, sé lo que piensas. Sí.

La vanidad (22).

 

Bonus Track

En la tercera parte de
Spiderman
, Peter Parker nos enseña a hacer siempre lo correcto; a no ser vanidosos y a entender que nadie es malo sin motivo.

—¿Tú crees? —Marta.

No sé si Marta pone en duda mi destilado de la película o la veracidad de la última frase: nadie es malo sin motivo.

Estamos caminando hacia su casa, ahora por Gran Vía, en pocos segundos por la calle de Fuencarral, en unos minutos por las escaleras de su edificio.

Si alguien apareciera al doblar una esquina, alguien malo, que quisiera hacernos daños, a mí no me importarían nada sus motivos; ni a Marta.

Él sería el malo. Sin más.

Pero seguro que tendría sus motivos, y habría que verte a ti o a mí con sus motivos, si no estaríamos haciendo algo peor que lo que él hace.

Yo sólo temo lo que llevo dentro (23).

 

 

 

Just in case

 

1.

En Londres los famosos valen cinco puntos. Se lo acabo de decir a Marta en Oxford Street. Cargados con nuestras bolsas, hemos pasado por delante de un pub y, por un momento, he creído que el tipo con flequillo y chaqueta oscura que sonreía junto al cordel de entrada era Damon Albarn.

—No era —le explico a Marta, metros después; y le digo lo de los cinco puntos—. Me confundí.

—Qué pena —Marta.

El vuelo salió con retraso. Por eso estamos aquí, en Oxford Street, confundiendo a cualquier flequillo con Damon Albarn; arrastrando nuestras maletas llenas de paracetamol y tabaco del Duty; parándonos de vez en cuando para mirar en un mapa dónde queda la calle Bloomsbury; parándonos de vez en cuando (no siempre en simultaneidad cartográfica) para fumar lo del Duty; besándonos también, un poco; metiéndonos Gelocatil en la boca como si fuera MDMA; esquivando borrachos como en la última pantalla del Comecocos.

—Me siento muy rara rodeada de borrachos; ¡me siento demasiado sobria!

—Tranquila, amor; no te me disocies.

En el avión retrasado leímos todo el tiempo. Marta,
Que se mueran los feos
. Yo,
La ignorancia
. De Vian; de Kundera: respectivamente. Los feos tardaban mucho en morirse. ¡Como tres semanas!

—¿Todavía no te lo acabaste? —le dije—. ¡Mira que luego te tienes que leer
Haz el favor de no llamarme humano
, de Wang Shuo, y
Nocilla Dream
de Fernández Mallo!

—Vete a la mierda.

—No me lees nada... —Volví a
La ignorancia
—. Joder... Joder... –Pasé una página—. La puta madre que me parió... Kundera... Kundera... —Pasé otra página—. Pero ¿qué mierda de libro me has dejado? —pregunté.

—...

Le leí un párrafo a Marta.

—¿Esto qué es?
¡Ozú!
¡Kundera es un gilipollas!

—No me imites —Marta.

Cerré el libro. Marta pasaba páginas de Boris Vian. Cuando cree que la imito se enfada. Yo no la imito: es que me mete demasiado la lengua.

—Mira —le dije—, los libros los puedes lamer sin que te vean.

—¿Perdón?

Abrí el libro de Kundera al azar y miré a Marta. Me acerqué la novela a la cara. Saqué la lengua y la pegué a una hoja. Ella echó un par de vistazos a los lados.

—Prueba. ¡Nadie te ve!

—Estás loco, David. En serio. —Se echó a reír.

—Ahora voy a lamer las letras con tu nombre. La M —pegué la lengua un instante al papel—, la A —pegué la lengua—, la R —pegué—, la T —un instante— y la A —pegué la lengua—. ¡Prueba!

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