Su eminencia el cardenal O'Neill y el obispo de Boston están pasando una temporada conmigo, así que me resulta difícil encontrar un momento para escribir; pero me gustaría que vinieras por aquí aunque sólo fuera un fin de semana. Esta semana me voy a Washington.
Todavía está en el alero lo que haré en el futuro. Entre nosotros te diré que no me sorprendería nada que en el plazo de ocho meses descendiera sobre mi humilde cabeza el capelo cardenalicio. De cualquier forma me gustaría tener una casa en Nueva York o en Washington, donde pudieras dejarte caer los fines de semana.
Amory, estoy muy contento de que sigamos con vida; esta guerra podía haber sido fácilmente el fin de una familia brillante. Pero con respecto al matrimonio estás pasando ahora por el período más peligroso de tu vida. Podrías casarte apresuradamente y arrepentirte a poco, pero no creo que lo hagas. Por lo que me dices acerca del calamitoso estado de tus finanzas, lo que quieres resulta naturalmente imposible. Sin embargo, a juzgar por las apariencias, yo diría que antes de un año tendrás algo parecido a una crisis emocional.
Escríbeme. Me molesta no tener noticias tuyas.
Con el mayor afecto
Thayer Darcy
A la semana de recibir esa carta, su pequeño piso se vino abajo. La causa inmediata residía en la grave y probablemente crónica enfermedad de la madre de Tom. Dejaron todo en un guardamuebles, dieron instrucciones para subarrendarlo y se estrecharon las manos tristemente en la Pennsylvania Station. Amory y Tom siempre parecían estarse diciendo adiós.
Sintiéndose muy solo, Amory se dejó llevar por un impulso y se marchó hacia el Sur para tratar de encontrar a monseñor en Washington. No se encontraron por unas pocas horas, así que, decidido a consumir unos pocos días con un viejo tío, Amory viajó por los lujuriantes campos de Maryland hacia Ramilly County. Pero en lugar de dos días su estancia se prolongó desde mediados de agosto hasta fines de septiembre, porque en Maryland encontró a Eleanor.
C
uando, años después, Amory pensaba en Eleanor, le parecía todavía oír el viento que gemía a su alrededor, provocando pequeños escalofríos dentro de su corazón. La noche que subieron por la pendiente para observar una luna fría que flotaba sobre las nubes, perdió una parte de su ser que nunca podría ser restaurada; y, al tiempo que lo perdió, perdió asimismo el poder de lamentarlo. Eleanor fue —digamos— la última vez que el demonio se arrastró hasta Amory bajo la máscara de la belleza, el último sobrehumano misterio que le embargaba con salvaje fascinación y golpeaba en su alma hasta hacerla pedazos.
Con ella se desataba su imaginación, y por eso subieron hasta la colina más alta, para observar una luna demoníaca, porque ambos sabían que podían ver el demonio en los ojos del otro. Pero a Eleanor, ¿la soñó Amory? Y mucho después sus fantasmas seguían jugando, cuando ambos ya no anhelaban sino que sus almas no se volvieran a encontrar. ¿Fue la infinita tristeza de sus ojos lo que le atrajo o el espejo que encontró en la alegre claridad de su mente, donde mirarse él? Ella no habría de tener otra aventura como la de Amory y, si leyera esto, diría:
—Ni Amory tendrá otra aventura como la que vivió conmigo.
Ni había ella de suspirar más de lo que él suspiró. Una vez Eleanor trató de poner todo esto en claro sobre el papel:
Esas cosas perdidas que sólo nosotros sabemos
que hemos olvidado…
dejado de lado…
Deseos que se fundieron con la nieve
y sueños engendrados
hasta hoy:
aquel repentino amanecer que saludamos entre risas,
que todos podían ver, nadie compartir,
no será sino un amanecer…
y si nos volvemos a ver
apenas nos cuidaremos de él.
Querido…, no saldrá una lágrima de todo esto…,
y dentro de poco
ni la más leve pena
por el recuerdo de un beso.
Ni siquiera el silencio,
si nos volvemos a ver,
provocará los dorados fantasmas vagabundos,
o agitará la superficie del mar…
Si surgen las sombras bajo la espuma
no volveremos a amar.
Discutieron peligrosamente porque Amory sostenía que «mar» y «amar» no se podían utilizar para una rima. Y además Eleanor tenía parte de otro verso para el que no podía encontrar principio:
… pero la sabiduría pasa, aunque los años
nos alimentan de saber… Volverá la edad
hacia lo viejo, pero de nuestras lágrimas
apenas sabremos nada.
Eleanor odiaba a su Maryland natal, apasionadamente. Pertenecía a la más vieja de las viejas familias de Ramilly County y vivía con su abuelo en una casa grande y sombría. Había nacido y se había educado en Francia…; pero me parece que voy por mal camino. Empecemos de nuevo.
Amory estaba aburrido, como acostumbraba a estarlo en el campo. Daba grandes paseos solo, recitando
Ulalume
por los campos de maíz y felicitando a Poe por haber bebido hasta matarse en una atmósfera de sonriente complacencia. Una tarde que había paseado varias millas por un camino nuevo para él, se adentró en un bosque, mal aconsejado por una negra, y se perdió. Una tormenta pasajera terminó por descargar; el cielo se volvió negro como un pozo, y la lluvia comenzó a menudear a través de los árboles, al tiempo que todo, para gran impaciencia suya, adquiría un repentino aire fantasmal. El trueno extendía por el valle sus amenazadores ecos y arreciaba por los bosques con sus intermitentes salvas. Buscó a ciegas un camino de salida hasta que, a través de una malla de ramas torcidas, alcanzó a ver un lindero de los árboles donde el rayo le mostró el campo abierto. Corrió hacia el lindero del bosque, donde dudó si atravesar los campos o buscar refugio en una pequeña casa señalada por una lejana luz en el valle. Sólo eran las cinco y media, pero apenas podía ver sus propios pasos, salvo cuando el relámpago transformaba todo por un momento en un escenario muy vivo y grotesco.
De repente llegó a sus oídos un extraño son. Era una canción, en una voz baja y fuerte, una voz de mujer que, quien quiera que fuese, se hallaba muy cerca de él. Un año antes podía haberse echado a reír… o temblar; pero en su estado de inquietud tan sólo se quedó a escuchar mientras las palabras penetraban en su conciencia:
Les sanglots longs
Des violons
De l'automne
Blessent mon coeur
D'une langueur
Monotone.
El rayo partió el cielo, pero la canción continuó sin una vacilación. La mujer se hallaba evidentemente en el campo, y la voz parecía llegar de un pajar a pocos metros de donde se encontraba el joven.
Entonces se cortó y empezó de nuevo con un canto misterioso que se elevaba y descendía, y se mezclaba con la lluvia:
Tout suffocant
Et bleme quand
Sonne l'heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure…
—¿Quién demonio hay en Ramilly County —preguntó Amory en alta voz— que recite Verlaine con una melodía tan inapropiada a un pajar empapado?
—¡Hay alguien ahí! —gritó la voz, no alarmada—. ¿Quién es? ¿Manfred, San Cristóbal o la reina Victoria?
—¡Yo soy Don Juan! —gritó Amory en un impulso, alzando la voz por encima del rugido de la lluvia y del viento.
Una divertida exclamación llegó desde el pajar.
—Ya sé quién eres: eres ese chico rubio al que le gusta
Ulalume
. Te he reconocido por la voz.
—¿Cómo puedo subir a esas alturas? —gritó al pie del pajar, completamente empapado. Una cabeza apareció sobre la cumbre; estaba tan oscuro que Amory sólo pudo distinguir una mancha de pelo mojado y dos ojos que brillaban como los de un gato.
—Echa a correr desde un poco más atrás —dijo la voz—; salta y yo te cogeré la mano. No, ahí no; por el otro lado.
Siguiendo sus instrucciones saltó por encima del montón hundiendo su rodilla en la paja hasta que una mano blanca le agarró y le ayudó a encaramarse.
—Ya estás aquí, Juan —dijo la del pelo mojado—. ¿Te importa que te apee del
Don
?
—¡Tienes el pulgar igual al mío! —exclamó él.
—Y tú me tienes cogida la mano, lo cual es muy peligroso sin haber visto mi cara —Amory la soltó rápidamente.
Como respuesta a sus rogativas llegó un rayo, y él miró con gran ansiedad a aquella que permanecía sobre la paja mojada, a tres metros sobre el suelo. Pero se había tapado la cara y no vio más que una figura esbelta, un pelo oscuro, mojado y revuelto y dos pequeñas y blancas manos con los pulgares echados hacia atrás como los de él.
—Siéntate —sugirió ella amablemente, al tiempo que la oscuridad se hacía más intensa—. Si te sientas frente a mí en ese agujero te puedo dejar la mitad del impermeable. Lo estaba usando como tienda de campaña cuando me interrumpiste.
—Se me rogó… —dijo Amory alegremente—, tú me rogaste… ya lo sabes.
—Don Juan siempre se justifica de la misma manera —dijo ella, riendo—, pero no te llamaré más Juan porque tienes el pelo rubio. A cambio puedes recitar
Ulalume
y yo seré Psique, tu alma.
Amory enrojeció sin que, por fortuna, se notara gracias al velo de viento y lluvia. Estaban sentados uno frente al otro en un pequeño hueco en la paja, cubiertos en parte por el impermeable, y el resto expuesto a la lluvia. Amory trataba desesperadamente de ver a Psique, pero el rayo rehusó alumbrar de nuevo, de forma que esperaba con gran impaciencia. ¡Santo Dios! ¡Suponer que no era una belleza, que podía ser una pedante cuarentona, cielos! Suponer, solamente suponer, que estaba loca. Pero él comprendía que esto último no era ni siquiera digno. La Providencia le enviaba una muchacha para divertirle, de la misma manera que había enviado gente que asesinara a Benvenuto Cellini; y se preguntaba si estaría loca, porque eso era exactamente lo que cuadraba con su ánimo.
—No lo estoy —dijo ella de pronto.
—No estás ¿qué?
—Loca. Yo no pensé que estabas loco la primera vez que te vi y no me parece justo que tú lo pienses de mí.
—¿Pero cómo demonios…?
Mientras se conocieron Eleanor y Amory podían tratar de un tema y dejar de hablar de él manteniendo un pensamiento definido sobre ello en sus mentes para, diez minutos después, hablar en alta voz y descubrir que habían seguido los mismos canales que les habían conducido a una idea paralela, una idea que otros habrían reputado como completamente desconectada con la inicial.
—Dime —la interpeló Amory inclinándose hacia ella anhelantemente—, ¿cómo sabes lo de
Ulalume
? ¿Cómo sabes el color de mi pelo? ¿Qué estabas haciendo aquí? ¡Dímelo de una vez!
Súbitamente estalló el rayo con un resplandor desacostumbrado, y al fin vio a Eleanor y contempló sus ojos por primera vez. Oh, era maravillosa; una pálida piel, del color del mármol a la luz de las estrellas, unas cejas finas y unos ojos verdes que brillaban como esmeraldas de deslumbrante fulgor. Era una bruja, de unos diecinueve años —pensó—, alerta y soñadora, y con esa línea blanca sobre el labio superior, propia de la mentirosa, que era a la vez una delicia y una debilidad. Se tumbó sobre el muro de paja con un suspiro.
—Ya me has visto —dijo ella tranquilamente—, y supongo que vas a decir que mis ojos verdes te están quemando el cerebro.
—¿De qué color es tu cabello? —le preguntó él con interés—. ¿Es ondulado, no?
—Sí, es ondulado. Pero no sé de qué color es —respondió ella, divertida—. Me lo han preguntado tantos hombres… Es normal, supongo. Nadie se fija en mi cabello. Tengo los ojos bonitos, ¿no? No me importa lo que digas, tengo los ojos bonitos.
—Responde a mi pregunta, Madeline.
—No la recuerdo; y además mi nombre no es Madeline, es Eleanor.
—Debía haberlo supuesto. Te sienta bien
Eleanor
; tienes aire de Eleanor. Ya sabes lo que quiero decir.
Hubo un silencio mientras escuchaban la lluvia.
—Se me está metiendo por el cuello, amigo lunático —dijo ella finalmente.
—Responde a mis preguntas.
—Bien, mi nombre es Savage, Eleanor; vivo en una casa vieja y grande a una milla de aquí; con un pariente próximo que debe ser avisado, mi abuelo —Ramilly Savage—; altura, un metro sesenta y cinco; número del reloj, 3077 W; nariz aquilina y delicada; temperamento enigmático…
—Y a mí —interrumpió Amory— ¿dónde me viste?
—Oh, tú eres uno de «esos» hombres —dijo ella con arrogancia— que siempre tienen que meter su yo en la conversación. Pues bien, hijo mío, la semana pasada estaba detrás de un seto tomando el sol cuando se acercó un hombre diciendo de manera agradable y vanidosa:
Y ahora que la noche agoniza (dice él)
Y las estrellas apuntan a la mañana,
Al final del camino un líquido (dice él)
Y nebuloso brillo ha nacido.
Así que levanté los ojos por encima del seto, pero tú echaste a correr por alguna razón desconocida, y sólo pude ver la parte de atrás de tu hermosa cabeza». «Oh», me dije, «he ahí un hombre por el que muchas de nosotras podríamos suspirar», y continué en mi mejor irlandés…
—Muy bien —interrumpió Amory—. Volvamos de nuevo a ti.
—Así lo haré. Soy de esa clase de personas que se pasea por el mundo despertando emociones en los demás pero recibiendo a cambio muy pocas, excepto las que leo en los hombres en noches como ésta. Tengo el valor social necesario para salir a escena, pero me falta la energía; no tengo paciencia para escribir libros; y nunca me he encontrado un hombre con quien casarme. Con todo, sólo tengo dieciocho años.
La tormenta iba remitiendo suavemente, y solamente el viento mantenía su soplo espectral, haciendo vacilar el pajar. Amory estaba en trance. Sentía que todos los momentos eran preciosos. Nunca había encontrado una muchacha como aquella…, y nunca parecería la misma. No se sentía como un actor en escena, el sentimiento apropiado en una situación anormal, sino que le parecía volver a casa.
—He tomado una gran decisión —dijo Eleanor, tras otra pausa— y es por lo que estoy aquí, para responder a tu pregunta. Acabo de decidir que no creo en la inmortalidad.
—¿De verdad? ¡Qué banal!
—Terriblemente banal —respondió ella—, pero deprimente hasta la más negra depresión. He venido para mojarme como una gallina. Las gallinas mojadas tienen una gran claridad de juicio —concluyó ella.