A este lado del paraíso (7 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Un día llenaron la cama del joven judío con tarta de limón; todas las noches cortaban el gas de la casa soplando por la espita del cuarto de Amory, ante el asombro de Mrs. Twelve y del fontanero local; trasladaron los efectos personales de los «plebeyos borrachos» —fotografías, libros, muebles— al cuarto de baño, para confusión de la pareja que logró descubrirlos, entre nebulosas, a la vuelta de una farra en Trenton; pero se sintieron muy decepcionados cuando los plebeyos borrachos lo tomaron a broma. Después de cenar, hasta la madrugada, jugaban a los dados, a la veintiuna y al cara o cruz; y con ocasión del cumpleaños de un inquilino le convencieron para que comprara champán suficiente para celebrarlo ruidosamente. Kerry y Amory, por accidente, echaron escaleras abajo al que daba la fiesta, que había permanecido sereno, y la semana siguiente, avergonzados y penitentes, se la pasaron llamando a la puerta de la enfermería.

—Dime, ¿quiénes son todas esas mujeres? —le preguntó Kerry un día, asombrado del volumen de su correspondencia—. He estado mirando los sellos… Farmington, Dobbs, Westover y Dana Hall. ¿Qué significa todo eso?

Amory sonrió complacido.

—Todas de St. Paul y Minneapolis —las fue nombrando una a una—: Esa es de Marylyn De Witt, muy mona, tiene coche propio, y es un gran partido; ésta es de Sally Weatherby, se está poniendo muy gorda esa chica; y ésta, de Myra St. Claire, muy ardiente, se deja besar muy fácilmente…

—Pero ¿cómo te las arreglas? —preguntó Kerry—. Yo he probado todas las formas y ni siquiera se asustan de mí.

—Porque tú eres un «buen chico» —sugirió Amory.

—Así es. Las mamas creen que no hay nada que temer conmigo. De verdad, es una lata. En cuanto le cojo a una la mano, se ríe de mí y me la deja como si ya no formara parte de ella. Tan pronto como cojo la mano a una mujer, se las arregla para desconectarla del resto del cuerpo.

—Enfádate —sugirió Amory—. Diles que eres un salvaje y que tienen que ayudarte a corregirte; vete a casa furioso y vuelve al cabo de media hora… para asustarlas.

—No hay manera. El año pasado le envié a una chica de St. Timothy una carta muy tierna. Hasta me puse un poco pesado y le escribí: «¡Dios mío, cómo te quiero!» Pero ella recortó el «Dios mío» con unas tijeras de uñas y enseñó el resto de la carta a todo el colegio. Así no hay manera. Mientras siga siendo el «buen Kerry» no hay nada que hacer.

Amory sonrió y trató de imaginarse a sí mismo como el «buen Amory». Le fue completamente imposible.

Febrero había desatado su furia de agua y nieve; ya había pasado aquella turbulenta mitad del primer curso, y la vida en el número 12 seguía siendo interesante aunque no tenía objeto definido. Una vez al día Amory bajaba al «Joe» a tomar un bocadillo, un plato de maíz tostado con patatas a la Juliana, acompañado por lo general de Kerry y de Alec Connage. Este último era un trepador de Hotchkiss, que vivía en la habitación de al lado y disfrutaba de la misma forzosa soledad, porque todo su curso había ido a Yale. «Joe» era un sitio sucio y sin gracia, pero tenía la ventaja, muy apreciada por Amory, que allí se podía abrir una cuenta sin límites. Su padre había estado jugando con valores mineros y, a consecuencia de ello, la pensión que le enviaba, aunque amplia, no era todo lo que él deseara.

«Joe» además tenía la ventaja de protegerle de la curiosidad de las clases altas, por lo que casi todas las tardes, a eso de las cuatro, Amory iba allí en compañía de un amigo o de un libro a hacer experimentos con su capacidad de digestión. Un día de marzo, con el local completamente lleno, fue a sentarse en la última mesa, junto a un novato que se ocultaba ladinamente tras un libro. Se saludaron fríamente, y durante veinte minutos Amory permaneció comiendo buñuelos y leyendo
La profesión de Mrs. Warren
(había descubierto por casualidad a Shaw, el trimestre anterior, husmeando en la biblioteca). El otro, mientras tanto, atento a su volumen, se había echado al cuerpo tres chocolates con leche.

Poco a poco el libro de su compañero de mesa fue atrayendo las miradas de Amory. Al revés leyó el nombre del autor y el título del libro:
Marpessa
, de Stephen Phillips, que no le dijo nada porque sus conocimientos de métrica se limitaban a los clásicos dominicales, como
Vuelve al jardín, Maude
, y a algunas muestras de Shakespeare y Milton que últimamente le habían obligado a tragar.

Decidido a entablar conversación con su
vis-a-vis
, simuló cierto interés por su propio libro hasta que, como si fuera espontáneo, exclamó en alta voz:

—¡Ah, qué bueno!

El otro le miró, y Amory sintió una falsa turbación.

—¿Se refiere usted a sus buñuelos?

—No —respondió Amory—. Me refería a Bernard Shaw —y le volvió el libro a modo de explicación.

—No conozco a Shaw. Hace tiempo que quiero leerlo. —El joven hizo una pausa y continuó—: ¿Conoce usted a Stephen Phillips, si es que le gusta la poesía?

—Sí, por cierto que me gusta —afirmó Amory con mucha frescura—, aunque es poco lo que conozco de Phillips. —(Nunca había oído hablar de otro Phillips que de David Graham.)

—A mí me parece un poeta excelente. Dentro del estilo Victoriano, naturalmente —y así se embarcaron en una conversación sobre poesía, en el curso de la cual se presentaron a sí mismos.

Resultó que el compañero de Amory no era otro que aquel «terrible intelectual, Thomas Parke D'Invilliers», que firmaba sus apasionados poemas de amor en la
Lit
. Tendría unos diecinueve años; caído de hombros, pálidos ojos azules, carecía —como bien podía asegurarlo Amory, por su aspecto general— de una idea clara de los valores sociales y de todas aquellas cosas que tanto le interesaban a él. Pero le apasionaban los libros, lo que desde hacía tiempo andaba buscando Amory; si no fuera porque aquel grupo de St. Paul de la mesa vecina le tomase también a él por un pájaro raro, se proponía disfrutar enormemente de aquel encuentro. Pero no parecían haber reparado en ellos; así que, dejándose llevar, discutieron acerca de docenas de libros: libros que habían leído y no habían leído, sobre los que habían leído y de los que habían oído hablar, repitiendo listas de títulos con la soltura de un dependiente de Brentano. D'Invilliers estaba embriagado y casi convencido. Con bastante resignación se había hecho a la idea de que la mitad de Princeton estaba formada de fariseos, y la otra mitad, de sabihondos, por lo que encontrar a una persona que sabía citar a Keats sin trabucarse, y aun sin comprometerse, le parecía un regalo.

—¿Has leído a Oscar Wilde? —preguntó.

—No. ¿Quién lo ha escrito?

—Es un escritor, ¿no lo conoces?

—Sí, claro —una tenue cuerda vibró en la memoria de Amory—. Había una comedia cómica,
Patience
, escrita sobre él, ¿no?

—Sí, él mismo. Acabo de leer un libro suyo,
El retrato de Dorian Gray
y me gustaría que lo leyeses. Ya verás cómo te gusta. Te lo puedo prestar si quieres.

—Claro que sí, muchas gracias.

—¿Quieres subir a mi habitación? Tengo unos cuantos libros.

Amory vaciló; observó el grupo de St. Paul —uno de ellos, el soberbio y exquisito Humbird— y calculó las consecuencias que le acarrearía la nueva amistad. No había alcanzado aún ese saber para hacerse con amigos y desprenderse de ellos —no estaba lo bastante curtido para eso—; así que calibró las indudables ventajas y atractivos de Thomas Parke D'Invilliers en contraste con la amenaza latente en las frías miradas tras las gafas de carey que —así se lo imaginaba— le observaban desde la otra mesa.

—Sí, te acompaño.

Así fue como conoció a
Dorian Gray, Dolores místicos y sombríos y La bella sin piedad
; durante un mes no pensó en otras cosas. El mundo empalideció para hacerse más interesante, y, con ardor, volvió a mirar a Princeton con ojos saturados de Oscar Wilde y de Swinburne —o de Fingal O'Flahertie y Algernon Charles, como les llamaban ellos, con preciosista familiaridad—. Todas las noches leía enormemente —Shaw, Chesterton, Barrie, Pinero, Yeats, Synge, Ernest Dowson, Arthur Symons, Keats, Sudermann, Roben Hugh Benson, las óperas del Savoy—: mezcla heteróclita, porque de repente había comprendido que no había leído nada durante años.

Tom D'Invilliers antes que un amigo fue una oportunidad. Amory acostumbraba visitarle una vez por semana, y juntos pintaron con purpurina el techo de su habitación. Decoraron las paredes con imitaciones de tapices comprados en una subasta, altos candelabros y llamativas cortinas. Amory le apreciaba porque era inteligente y aficionado a la literatura, sin afectación ni afeminamiento. De hecho, era Amory el que presumía y a toda costa trataba de convertir el menor comentario en uno de esos epigramas tan fáciles de hacer, si uno se conforma con hacer epigramas. El número 12 también se divertía. Kerry leyó
Dorian Gray
y simulaba ser un «lord Henry» que seguía a Amory llamándole «Dorian» por todas partes, insinuando siempre perversas ocurrencias y alentándole a adoptar una postura de aburrimiento. Cuando llegó a hacerlo en la cantina, para sorpresa de los otros comensales, Amory se sintió tan terriblemente avergonzado que se propuso no hacer, en adelante, epigramas más que delante de D'Invilliers o del espejo.

Un día Tom y Amory trataban de recitar sus propios poemas y otros de lord Dunsany, con música del gramófono de Kerry.

—¡Canta! —gritó Tom—. No recites, ¡canta!

Amory, que estaba ensayando, parecía enojado y se disculpó pretendiendo que necesitaba un disco con menos piano. Kerry se tiraba por el suelo entre incontenibles carcajadas.

—¡Pon
Corazones y flores
! —gritaba—. ¡Dios mío! Me parece que voy a reventar.

—Apaga ese maldito gramófono —gritó Amory, la cara roja—. No creas que estoy haciendo una exhibición.

Por aquel tiempo Amory trataba, con delicadeza, de excitar el talento social de D'Invilliers; le parecía que, siendo más normal que él mismo, le había de bastar un pelo mejor atusado, una conversación más limitada y un sombrero pardo oscuro para hacer de él un hombre perfectamente adaptado. Pero la predicación de los cuellos Livingstone y las corbatas oscuras cayeron en terreno yermo; D'Invilliers se resentía de aquellos esfuerzos, por lo que Amory se limitó a llamarle una vez por semana y a llevarle de vez en cuando al número 12, visitas que provocaron ciertas suspicacias entre sus compañeros, que les llamaban «doctor Johnson y Boswell».

Alec Connage, otro asiduo, le apreciaba de una manera un tanto vaga porque le asustaba como intelectual. Kerry, que de todas aquellas conversaciones supo sacar lo que había de más sólido, respetable y profundo, se divertía enormemente y le obligaba a recitar mientras descansaba en el sofá de Amory, escuchando con los ojos cerrados.

¿Dormida o despierta? Porque su cuello,

tras el beso, muestra la purpúrea mancha

por donde la dolorida sangre vacila y sale;

tan limpia para ser mancha, el dulce aguijón…

—Qué bueno —decía Kerry suavemente—. Al buen Holiday le gusta eso. Debe ser un gran poeta, supongo.

Tom, encantado con la audiencia, se extendía por los Poemas y Baladas, hasta que Kerry y Amory llegaron a conocerlos tan bien como él.

Amory se dedicó a escribir poesía las tardes de primavera, en los jardines de las fincas próximas a Princeton, mientras los cisnes en los lagos artificiales hacían real la atmósfera poética, y unas lentas nubes navegaban armoniosas por encima de los sauces. Mayo llegó muy pronto; e incapaz de soportar las cuatro paredes de su cuarto, vagabundeaba por los campos a todas horas, bajo la lluvia y la luz de las estrellas.

Un húmedo intermedio simbólico

Por las noches caía una cortina de niebla. Venía rodando desde la luna; y, apiñada en agujas y torres, cuando descendía debajo de ellas surgían las soñadoras puntas en altiva aspiración hacia el cielo. Las figuras que punteaban el día como hormigas se desvanecían ahora, aquí y allá, como sombríos espectros. Los salones y claustros góticos parecían infinitamente más misteriosos cuando surgían de las tinieblas, esmaltados por una miríada de pálidos cuadrados de luz amarilla. Desde algún lugar remoto una campana dio el cuarto de hora, y Amory se detuvo junto al reloj de sol y se extendió en la hierba húmeda. La llovizna empapaba sus ojos y amainaba el paso del tiempo, un tiempo que, habiéndose deslizado insidiosamente en las perezosas tardes de abril, parecía tan intangible en los crepúsculos de primavera. Tarde tras tarde el canto de los estudiantes había llenado el campus con melancólica belleza; y, rompiendo la cascara de su mentalidad estudiantil, sentía ahora una profunda y reverente devoción hacia aquellas sombrías paredes y agujas góticas que simbolizaban todo el acervo de edades perdidas.

Aquella torre que desde su ventana veía cómo se levantaba y remataba en una aguja que aún aspiraba a mayor altura con la punta del mástil apenas visible en el cielo mañanero, le dio la primera impresión de la intrascendencia y fugacidad de las figuras del campus, excepto como recipiendarias de la herencia apostólica. Le gustaba suponer que la arquitectura gótica, con su ímpetu ascensional, era particularmente apropiada a las universidades, lo que llegó a convertirse en idea personal suya. Las mansas y verdes veredas, los tranquilos pabellones, donde seguía encendida la tardía luz de un estudio, embargaban su imaginación y la castidad de la aguja se convertía en un símbolo de aquella idea.

—Maldita sea —murmuró en voz alta, mojando sus manos en la hierba y pasándolas por el pelo—. El año que viene voy a trabajar.

Pero sabía de sobra que el mismo espíritu de agujas y torres que ahora le transportaba hacia una ensoñadora complacencia, en su día volvería a intimidarle. Y se daba cuenta de sus propias inconsecuencias. El esfuerzo no habría de servir sino para poner de manifiesto su impotencia y su incapacidad.

Toda la Universidad soñaba despierta. Sintió una nerviosa excitación que bien podía ser el lento latido de su corazón: era una corriente cuyas fugaces arrugas, antes de arrojar la piedra, se desvanecen en el mismo momento de levantar la mano. No había dado nada, nada había recibido.

Un novato retrasado, su impermeable crujiendo ruidosamente, chapoteó a lo largo de la senda. Desde algún lugar, bajo una ventana invisible, una voz lanzó la pregunta inevitable: «¿Por qué no te arrancas la cabeza?» Y un centenar de pequeños sonidos que pululaban en la penumbra le devolvieron a la realidad.

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