A la sombra de las muchachas en flor (18 page)

Read A la sombra de las muchachas en flor Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
5.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El nombre me causó la misma impresión que la detonación de un disparo de revólver hecho contra mí; pero instintivamente, para no quedar en mala postura, saludé; allí delante de mí, como uno de esos prestidigitadores que aparecen intactos y enlevitados entre el humo de un tiro de donde surge una paloma blanca, me estaba devolviendo el saludo un hombre joven, tostado, menudo, fornido y miope, de nariz encarnada en forma de caracol y perilla negra. Y sentí una mortal tristeza, porque acababa de caer hecho polvo no sólo el lánguido viejecito, del que ya no quedaba nada, sino asimismo la belleza de una inmensa obra que yo tenía alojada en el organismo sagrado y declinante que construí expresamente como un templo para ella, y a la que no quedaba sitio ninguno en ese cuerpo achaparrado, todo lleno de huesos, de vasos y de ganglios, del hombrecito chato, de negra perilla, que tenía delante de mí. Y resultaba que todo el Bergotte que yo había elaborado lenta y delicadamente, gota a gota, como una estalactita, con la transparente belleza de sus libros, de pronto no servía para nada desde el momento en que había que atenerse a la nariz de caracol y la perilla negra; como ya no nos sirve la solución que habíamos hallado a un problema sin haber leído bien sus datos ni tener en cuenta que el resultado había de dar una determinada cifra. Nariz y perilla eran elementos ineluctables y molestísimos, porque me obligaban a reedificar enteramente el personaje de Bergotte; y aun es más, parecía que implicaban, que producían y que segregaban sin cesar una determinada modalidad de espíritu activa y pagada de sí misma, cosa realmente desleal, porque ese espíritu nada tenía que ver con el linaje de inteligencia que se difundía por aquellos libros que yo conocía tan perfectamente, penetrados todos de divina y dulce sabiduría. Tomando esos libros como punto de partida, jamás habría yo llegado a aquella nariz de caracol; pero partiendo de aquella nariz, que con aspecto de despreocupada bailaba "solo y fantasía", iba a cualquier parte menos a la obra de Bergotte; al parecer, llegaría por ese camino a una mentalidad de ingeniero apresurado, de esos que cuando los saluda uno creen muy correcto decir: "Yo, bien, gracias; ¿y usted?", antes de haberles preguntado cómo están, y que cuando les dice alguien que ha tenido mucho gusto en conocerlos responden con una abreviatura que ellos se figuran elegante, inteligente y moderna, porque evita perder en vanas fórmulas un tiempo precioso: "Igualmente". Indudablemente, los nombres son caprichosos dibujantes y nos ofrecen croquis de gentes y tierras tan poco parecidos, que luego sentimos cierto estupor cuando tenemos delante en lugar del mundo imaginado el mundo visible (el cual, por lo demás, tampoco es el mundo verdadero, porque nuestros sentidos no tienen el don de adueñarse del parecido más desarrollado que la imaginación; tanto es así, que los dibujos, aproximados por fin, que se pueden lograr de la realidad difieren del mundo visto en el mismo grado por lo menos que éste difería del imaginado). Pero en lo relativo a Bergotte, esa molestia del nombre previo no era nada comparada con la que me causaba el conocer su obra, porque tenía que atar a ella, como a un globo, a aquel hombrecillo de la perilla, sin saber si tendría fuerza ascensional. Sin embargo, parecía que él era en realidad el autor de aquellos libros que tanto me gustaban, porque cuando la señora de Swann se creyó en el caso de decirle cuánto admiraba, yo una de sus obras no mostró asombro alguno porque se lo dijeran a él y no a otro invitado, ni dio muestras de que se tratara de una equivocación, sino que hinchó la levita que se había endosado en honor de aquellos invitados con un cuerpo ansioso del almuerzo próximo, y otras cosas más importantes, la como tenía la atención puesta en idea de sus libros no le inspiró más que una sonrisa, como si fuera un episodio ya pasado de su vida anterior o una alusión a un disfraz de Duque de Guisa que se puso hace muchos años en un baile de trajes; e inmediatamente sus libros empezaron a decaer en mi opinión (arrastrando en su caída todos los valores de lo Bello, del Universo y de la Vida) hasta quedar reducidos a la categoría de mediocre diversión de hombre de la perilla. Declame yo que indudablemente el escribir los debía de haberle costado mucho; pero que si hubiera vivido en una isla ceñida por bancos de ostras perlíferas se habría consagrado con el mismo éxito al comercio de perlas. Su obra ya no me parecía inevitable. Y entonces me pregunté si la originalidad, prueba realmente que los grandes escritores sean dioses, cada uno señor de un reino independiente y exclusivamente suyo, o si no habrá en esto algo de ficción, y las diferencias entre las obras no serán más bien una resultante del trabajo que expresión de una diferencia radical de esencia entre las diversas personalidades.

A todo esto ya habíamos pasado a la mesa. Me encontré junto a mi plato con un clavel, envuelto el tallo en papel de plata. Me azoró menos que aquel sobre que me entregaron en el recibimiento, y que tenía ya olvidado del todo. También el destino de aquel clavel era para mí desconocido, pero me pareció más inteligible cuando vi que todos los invitados del sexo masculino se apoderaban de los claveles que acompañaban a sus respectivos cubiertos y se los ponían en el ojal de la levita. Lo mismo hice yo, con esa naturalidad del librepensador en la iglesia, el cual no sabe lo que es la misa, pero se levanta cuando los demás y se arrodilla un momento después que todo el mundo. Aun me desagradó más otra costumbre desconocida y menos efímera: al lado de mi plato había otro más pequeño lleno de una sustancia negruzca que yo ignoraba fuese caviar. Yo no sabía lo que era menester hacer con aquello, pero decidí no comérmelo.

Bergotte no estaba muy lejos de mi sitio, y le oía muy bien hablar. Comprendí entonces la impresión del señor de Norpois. Tenía una voz realmente rara; porque no hay nada que altere tanto las cualidades materiales de la voz como el llevar un contenido de pensamiento: eso influye en la sonoridad de los diptongos y en la energía de las labiales. Y asimismo en la dicción. La suya me parecía completamente distinta de su manera de escribir, y hasta la cosas que decía se me figuraban diferentes de las que contenían sus obras. Pero la voz surge de una máscara y no tiene fuerza bastante para revelarnos, detrás de esa máscara, un rostro que supimos ver en el estilo sin ningún antifaz. Y he tardado bastante en descubrir que ciertos pasajes de su conversación, cuando Bergotte se ponía a hablar de un modo que no sólo al señor de Norpois parecía afectado y desagradable, tenían una exacta correspondencia con aquellas partes de sus libros en que la forma se hacía tan poética y musical. En esos momentos veía en lo que estaba diciendo una belleza plástica independiente del significado de las frases, y como la palabra humana está en relación con el alma, pero sin expresarla, como hace el estilo, Bergotte parecía que hablaba al revés, salmodiaba algunas palabras, y cuando perseguía a través de ellas una sola imagen, las enhebraba sin intervalo como un mismo sonido, con fatigosa monotonía. De suerte que aquel modo de hablar presuntuoso, enfático y monótono era indicio de la cualidad estética de lo que decía, y en su conversación venía a ser el efecto de aquella misma fuerza que en sus libros originaba la continuidad de imágenes y la armonía. Y por eso me costó mucho más trabajo darme cuenta a lo primero de que lo que estaba diciendo en aquellos momentos no parecía que era de Bergotte cabalmente porque era muy de Bergotte. Era una profusión de ideas precisas, no incluidas en ese "género Bergotte" que se habían apropiado muchos cronistas; y esa diferencia —vista vagamente a través de la conversación, como una imagen tras un cristal ahumado— era probablemente otro aspecto del hecho ese de que cuando se leía una página de Bergotte nunca era semejante a lo que habría escrito cualquiera de esos vulgares imitadores que, sin embargo, en el libro y en los periódicos exornaban su prosa con tantas imágenes y pensamientos "a lo Bergotte". Debíase esta diferencia de estilo a que "lo Bergotte" era ante todo un cierto elemento precioso y real, escondido en el corazón de las cosas, y de donde lo extraía aquel gran escritor gracias a su genio; y esta extracción era la finalidad del dulce Cantor, y no el hacer "cosas a lo Bergotte". Aunque, a decir verdad, Bergotte lo hacía sin querer, porque era Bergotte; y en este sentido toda nueva belleza de su obra era la que en cantidad de Bergotte embutida en una cosa y sacada por él. Pero aunque, por ende, cada una de esas bellezas estuviese emparentada con las demás y fuese reconocible, seguí sin perder su particularidad, coma el descubrimiento que la trajo a la vida; por consiguiente, nueva y distinta de lo que se llamaba género.

Bergotte, el cual no era sino vaga síntesis de las "cosas Bergotte" ya descubiertas y redactadas por él, pero por las que no podría adivinar ningún hombre sin genio lo que el maestro descubriría más adelante. Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando —y no en sí mismo— y que aun no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: "Era un hombre de buena talla, moreno…, con fisonomía viva, abierta, saliente"; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarlo a dar con la segunda línea, que continúa: "y, a decir la verdad, un poco alocada"? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores; mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto ala variedad, y si con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras.

Y así —lo mismo que la dicción de Bergotte hubiera parecido encantadora de no haber sido él más que un simple aficionado que recitaba cosas a lo Bergotte, y no ahora, en que esa dicción estaba ligada al pensamiento de Bergotte, afanosa y activa, por correspondencias vitales que el oído no distinguía en el primer momento—, si su conversación desilusionaba a los que esperaban oírlo hablas tan sólo del "eterno torrente de las apariencias" y de "los misteriosos escalofríos de la belleza", es porque Bergotte aplicaba su pensamiento exactamente a la realidad que le agradaba, y su lenguaje venía a ser por demás positivo y substancioso. Además, la calidad, siempre rara y nueva, de lo que escribía se traducía en su conversación por un sutilísimo modo de abordar las cuestiones, desdeñando todos los aspectos ya conocidos de ellas y atrapándolas al parecer por un lado insignificante; de manera que parecía estar siempre en sinrazón, y hacer paradojas, y sus ideas pasaban muchas veces por confusas, porque ya se sabe que cada cual llama ideas claras a las que se hallan en el mismo grado de confusión que las suyas. Y como toda novedad requiere indispensablemente la eliminación previa del lugar común a que estábamos acostumbrados, y que se nos antoja la realidad misma, cualquier conversación nueva, como cualquier pintura o música originales, parecerá siempre alambicada y fatigosa. Se apoya en figuras que nos cogen de nuevas, nos parece que el que habla no hace más que ensartar metáforas, y eso cansa y da una impresión de falso. (En el fondo, las viejas formas de lenguaje fueron también antaño imágenes difíciles de perseguir cuando el auditor no conocía aún el mundo que ellas describían. Pero desde hace mucho tiempo ya nos figuramos que ese universo es el de verdad, y nos apoyamos en él.) Y por eso cuando Bergotte decía cosas que hoy pasan por muy naturales: que Cottard parecía un ludión que anda buscando el equilibrio, y que a Brichot "todavía le daba más que hacer su peinado que a la señora de Swann, porque tenía la doble preocupación de su perfil y de su reputación, y era menester que en todo momento la ordenación de su cabello le prestara a la vez aspecto de león y de filósofo", la gente se cansaba en seguida y ansiaba hacer pie en cosas más concretas, decían, queriendo significar más corrientes. Y las palabras incognoscibles que surgían de la máscara que yo tenía delante había que atribuírselas al escritor de mi admiración, pero no hubiese sido posible insertarlas en sus libros como pieza de rompecabezas que encaja entre otras, porque estaban en distinto plano y requerían determinada transposición; y gracias a esa transposición encontré yo un día, que me estaba repitiendo las frases que oía Bergotte, en esas palabras la misma armazón de su estilo escrito y pude reconocer y nombrar sus distintas piezas en aquel discurso hablado que tan diferente me pareció al principio.

Ya desde un punto de vista más accesorio, aquella especial manera, quizá demasiado minuciosa e intensa, que tenía de pronunciar algunos adjetivos que se repetían mucho en su conversación, y que nunca empleaba sin cierto énfasis, haciendo que todas sus sílabas resaltaran y que la última cantase (como la palabra visage, con la que substituía siempre la palabra figure, añadiéndole un gran número de y, de s y de g, que parecía como que le estallaban en la palma de la mano en esos momentos), correspondía exactamente a los bellos lugares de su prosa, en donde colocaba las palabras favoritas en plena evidencia, precedidas de una especie de margen y dispuestas de tal modo en el total número de la frase, que era menester, su pena de incurrir en una falta de medida, contarlas con su plena "cantidad". Lo que no se veía en el habla de Bergotte era ese modo de iluminación que en sus libros, como en algunos de otros autores, modifica muchas veces en la frase escrita la apariencia de los vocablos. Es que indudablemente procede de las grandes profundidades, y no llegar, sus rayos a nuestras palabras en esas horas en que, por estar abiertos para los demás en la conversación, estamos en cierto modo cerrados para nosotros mismos. En ese respecto tenía Bergotte más entonaciones y más acento en sus libros que en sus palabras; acento independiente de la belleza del estilo, y que indudablemente ni el mismo autor percibió, porque es inseparable de su más íntima personalidad. El acento ese pera el que en los libros de Bergotte, en los momentos en que el autor se mostraba completamente natural, daba ritmo a las palabras muchas veces insignificantes, que escribía. Es ese acento cosa que no está anotada en el texto, no hay nada que lo delate, y sin embargo se ajusta por sí mismo a todas las frases, que no se pueden decir de otro modo; es lo más efímero y lo más profundo en un escritor, lo que probará cómo es, lo que nos dirá si a pesar de todas las durezas que escribió era tierno, si a pesar de todas sus sensualidades era sentimental.

Other books

Virtues of War by Bennett R. Coles
The Seventh Tide by Joan Lennon
A Dedicated Man by Peter Robinson
Fear on Friday by Ann Purser
A Sorrow Beyond Dreams by Peter Handke