A la sombra de las muchachas en flor (47 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Porque Saint-Loup pertenecía a esa clase de muchachos aristócratas colocados en una altitud donde es posible que nazcan esas expresiones: "Es lo que tiene de bueno, ese es su lado bueno", semillas harto preciosas que muy pronto determinan una manera de concebir las cosas sin la cual uno no vale nada y "el pueblo" lo es todo; es decir, todo lo contrario del orgullo plebeyo. Según me contaba Roberto, no es posible figurarse cómo su tío, cuando joven, daba el tono y dictaba la ley a todo el mundo.

—Él, por su parte, hacía siempre lo que le parecía más agradable y cómodo, pero en seguida lo imitaban los
snobs
. Si se le ocurrió tener sed estando en el teatro y mandó que le trajeran algo que beber al palco, ya se sabía que a la semana siguiente en todos los antepalcos habría refrescos. Un verano muy lluvioso se sintió un poco reumático, y se encargó un gabán de vicuña muy fina, pero de mucho abrigo, que sólo se emplea para mantas de viaje, y respetó el dibujo de la tela a rayas azul y naranja. Los grandes sastres recibieron inmediatamente encargos de abrigos a rayas y con mucho pelo. Si por cualquier motivo quería quitar solemnidad a una comida en una casa de campo donde estaba pasando el día, y para indicar ese matiz no llevaba frac y se sentaba a la mesa de americana, se ponía de moda cenar de americana en las casas de campo. Comía un pastel, y si 'en vez de cuchara utilizaba un tenedor o un cubierto de su invención, que había encargado a un platero, o lo cogía con los dedos, ya no era, lícito comer pasteles de otra manera. Sintió deseos de volver a oír determinados cuartetos de Beethoven (porque, con todas sus ideas absurdas, no es ningún bruto, ni mucho menos, y tiene talento), y mandó a unos músicos que fueran a su casa un día por semana para tocar esas obras, que oía él con unos cuantos amigos. Y aquel año se consideró como suprema elegancia dar reuniones íntimas donde se ejecutaba música de cámara. ¡Me parece que no debe de haberse aburrido en este mundo! ¡Con su buen tipo, las mujeres no le habrán faltado, no! Ahora, que no se sabe cuáles, porque es discretísimo. Yo sé que ha engañado mucho a mi pobre tía. Pero eso no obstaba para que fuese muy bueno con ella; la adoraba y la ha llorado muchos años. Cuando está en París suele ir al cementerio casi a diario.

Al día siguiente de esta conversación que tuve con Roberto, mientras que él estaba esperando inútilmente a su tío, iba yo por delante del casino hacia el hotel, cuando tuve la sensación de que alguien que no estaba muy lejos de mí me miraba. Volví la cabeza y vi a un hombre de unos cuarenta años, muy alto y grueso, de bigotes muy negros; aquel señor se daba golpecitos en el pantalón, nerviosamente, con un junquillo y clavaba en mí unos ojos dilatados por la atención. Por esos ojos cruzaban de vez en cuando miradas de extremada actividad, propias sólo de los hombres que se ven delante de una persona desconocida, la cual, por cualquier motivo, les inspira ideas que no se le ocurrirían a otro, por ejemplo, locos o espías. Me lanzó una postrera ojeada, atrevida, prudente, rápida y profunda, todo a la vez, como la última estocada antes de emprender la fuga, y después de mirar a su alrededor adoptó una actitud de hombre distraído y altanero, y volviéndose bruscamente se puso a leer un cartel de teatro, absorbiéndose en esta tarea, mientras que tarareaba una canción y se arreglaba la rosa del ojal. Sacó del bolsillo un cuadernito e hizo como que tomaba nota de la función anunciada: miró el reloj dos o tres veces, y luego se echó más hacia la cara su sombrero de paja negra, prolongándose el ala con la mano puesta a modo de visera, cual si quisiese ver si venía el que esperaba; hizo un gesto de disgusto de esos que quieren dar a entender que ya se ha cansado uno de esperar, pero que no se hacen nunca cuando en realidad está uno esperando a alguien, y luego, echándose hacia atrás el sombrero, con lo cual dejó al descubierto un peinado de cepillo, al rape, pero con alitas onduladas a los lados, exhaló el resoplido que exhalan no las personas que tienen mucho calor, sino las que quieren aparentar que tienen mucho calor.

Se me ocurrió que acaso fuera un ladrón de hotel, que habiéndose fijado en la abuela y en mí, preparaba algún golpe contra nosotros, y que ahora se había dado sorprendí en el momento que me espiaba, y quizá para despistarme adoptó aquella nueva actitud, que expresaba distracción e indiferencia, pero con tan agresiva exageración, que su objeto, más que el de disipar las sospechas que pudiera haberme inspirado, parecía el de vengar una humillación y darme a entender, no ya que no me había visto, sino que era yo un objeto de mínima importancia para atraer su atención. Erguía el cuerpo en son de bravata, repulgaba los labios, se retorcía el bigote e infundía a su mirada una nota de indiferencia de dureza casi insultante. Tanto, que aquella expresión tan singular me hizo pensar si sería un ladrón o un loco, Sin embargo, su manera de vestir era muy pulcra y mucho más seria y sencilla que la de todos los bañistas que se veían por Balbec, de modo que casi me justificaba a mí mi americana obscura, tan frecuentemente humillada por la resplandeciente blancura de los frívolos trajes de playa. Pero en esto mi abuela vino a mi encuentro, dimos una vuelta juntos, y luego me quedé esperándola a la puerta del hotel, donde entró un momento; en aquel instante vi que salía la señora de Villeparisis con Roberto de Saint-Loup y el desconocido que me estuvo mirando con tanta fijeza delante del casino. Su mirada me atravesó con la rapidez del relámpago, lo mismo que la primera vez que me tropecé con él, y luego, como si no me hubiera visto, volvió a colocarse aquella mirada delante de los ojos, un poco caída, ya sin filo. Como la mirada neutra que finge no haber visto nada afuera y no es capaz de decir nada adentro, la mirada que se limita a expresar la satisfacción de sentirse envuelta en las pestañas que entreabre, con su beatífica redondez, la mirada devota de ciertos hipócritas, la mirada estúpida de ciertos tontos. Vi que se había mudado de traje. El que llevaba ahora era más obscuro todavía; indudablemente, es que la elegancia verdadera está mucho más cerca de la sencillez que la falsa; pero había otro detalle: mirándolo desde más cerca, se veía, que si el color no asomaba por ningún lado en sus trajes, no es porque el que los llevaba no hiciera caso de colores y los desdeñara, sino porque se los tenía prohibidos por una razón cualquiera. Y la sobriedad de su porte más parecía obediencia a un régimen que falta de apetito. En el dibujo de un pantalón, una rayita de color verde obscuro armonizaba con el dibujo de los calcetines, refinamiento que delataba un buen gusto despierto, pero al que no dejaba alzar la cabeza más que en este detalle, por pura tolerancia; en la corbata, una pinta rosa casi imperceptible, como una libertad que casi no se atreve uno a tornarse.

—Qué, ¿cómo está usted? Le presento a mi sobrino el barón de Guermantes —me dijo la señora de Villeparisis, mientras el desconocido, sin mirarme, murmuró un "¡Encantado!", al que añadió unos gruñidos, para que su amabilidad pareciese cosa forzada; y doblando el dedo meñique, el índice y el pulgar, me tendió los otros dos, sin sortija alguna, que yo estreché, protegidos por su guante de piel de Suecia; luego, sin haber puesto los ojos en mi persona, se volvió hacia la señora de Villeparisis.

—¡Ay, Dios mío dónde tengo yo la cabeza! —dijo la marquesa—; te he llamado barón de Guermantes. Es el barón de Charlus a quien le presento a usted Después de todo, la equivocación no es muy grande —añadió—, porque tú también eres Guermantes.

A esto, había salido mi abuela, y comenzaron a andar todos juntos. El tío de Saint-Loup no me honró con una palabra, ni siquiera con una mirada. Miraba fijamente a algunos desconocidos (durante nuestro corto paseo lanzó dos o tres veces su terrible y profunda mirada, como para sondear a personas insignificantes y de humildísima extracción que con nosotros se cruzaban), pero en cambio no posaba los ojos nunca en los conocidos, lo mismo que un policía encargado de una misión secreta que excluye a sus amigos de su vigilancia profesional. Yo dejé que fueran hablando delante la señora de Villeparisis, mi abuela y él, y me quedé un poco atrás con Roberto.

—Oiga usted: ¿oí bien cuando dijo la marquesa a su tío que era un Guermantes?

—Claro, naturalmente: es Palamedio de Guermantes.

—¿Pero de los mismos Guermantes que tienen un castillo junto a Combray y que se dicen descendientes de Genoveva de Brabante?

—Exactamente; mi tío, que es de lo más heráldico que se puede ver le contestaría a usted que nuestro grito, nuestro grito de guerra, que más tarde fue
Passavant
, al principio era Combraysis —dijo riéndose, para que no pareciese que se envanecía por aquella prerrogativa del grito, propia sólo de las casas semirreales, de los grandes señores de la mesnada. Es hermano del actual dueño del castillo.

Así vino a emparentarse pronto con los Guermantes aquella señora de Villeparisis que por mucho tiempo estuvo siendo para mí tan sólo una señora que me regaló cuando yo era pequeño una cajita de chocolate con un pato, y tan alejada entonces del lado de Guermantes como si hubiera estado encerrada en el Méséglise, menos considerada y menos brillante a mis ojos que el óptico de Combray; y ahora tenía bruscamente una de esas alzas fantásticas paralelas a las depreciaciones, no menos imprevistas, de algunos objetos que poseemos, alzas y bajas que introducen en nuestra adolescencia y en aquellas partes de nuestra vida en que persista algo de nuestra adolescencia, mudanzas tan numerosas como las metamorfosis de Ovidio.

—¿No están en ese castillo los bustos de todos los antiguos señores de Guermantes?

—Sí, y es un hermoso espectáculo —dijo irónicamente Saint- Loup—. Aquí, para dicho entre nosotros, a mí me parecen esas cosas un tanto ridículas. Pero en Guermantes hay cosas de más interés: un retrato muy impresionante de mi tía, hecho por Carriére. Es tan hermoso como un Whistler o un Velázquez —añadió Saint-Loup, que, con su ardor de neófito, no guardaba muy exactamente la escala de las distancias—. Hay también cuadros muy curiosos de Gustavo Moreau. Mi tía la duquesa es sobrina de la señora de Villeparisis, su amiga de usted, y se educó con ella. Más tarde se unió en matrimonio con su primo, sobrino él también de mi tía Villeparisis, ti actual duque de Guermantes.

—¿Y entonces este tío de usted que está aquí …?

—Ése lleva el título de barón de Charlus. En realidad, a la muerte de mi tío-abuelo, mi tío Palamedio debió haber tomado el título de príncipe de los Laumes, que era el que ostentaba su hermano antes de ser duque de Guermantes, porque en esa familia cambian de título como de camisa. Pero mi tío tiene ideas propias sobre ese particular. Y como le parece que ya se abusa un poco de ducados italianos y grandezas de España, aunque pudo haber escogido entre cuatro o cinco títulos de príncipe, prefirió quedarse con el de barón de Charlus, a modo de protesta y con sencillez aparente, que en el fondo es orgullo, y mucho. "Hoy día —dice él—, todo el mundo es príncipe; así, que necesita uno distinguirse en algo; yo usaré mi título de príncipe cuando tenga que viajar de incógnito." Según él, no hay título más antiguo que el de barón de Charlus; para demostrar que es anterior al de los Montmorency, que se decían los primeros barones de Francia, sin serlo, porque en realidad lo fueron de la Isla de Francia tan sólo, donde radicaba su feudo, mi tío se estará dando explicaciones horas y horas, y muy gustoso porque, aunque es hombre listo y de talento, le parece que ese tema de conversación interesa siempre —dijo Saint-Loup sonriendo—. Pero como a mí no me pasa lo que a él, no me haga usted hablar de genealogía; no conozco nada más latoso ni más muerto que eso, y en esta vida tiene uno muy poco tiempo para poder gastarlo en eso.

Ahora me di cuenta de que ese mirar duro que me había hecho volverme un rato antes, cuando pasaba por delante del Casino, era el mismo que se posó en mí hacía años, allá en Tansonville, cuando la señora de Swann llamó a Gilberta.

—¿No fue la señora de Swann una de esas numerosas queridas que me ha dicho usted que tuvo su tío el barón?

—No, nada de eso. Es muy amigo de Swann y lo ha defendido siempre mucho. Pero nunca se habló de que fuera querido de la señora de Swann. Causaría usted asombro si sostuviera esa opinión en un salón aristocrático.

Yo no me atreví a contestarle que mayor asombro causaría en Combray sosteniendo la opinión contraria.

A mi abuela le agradó mucho el señor de Charlus. Cierto que éste concedía suma importancia a las cuestiones de linaje y de posición social; mi abuela lo había notado; pero sin ese rigor en que, por lo general, suele haber mucho de envidia secreta y de irritación, por ver que otro disfruta preeminencias que uno desea sin poderlas poseer. Como mi abuela estaba, por el contrario, muy satisfecha de su suerte, y no echaba de menos absolutamente nada la vida de un medio social más brillante, no utilizaba más que su inteligencia para juzgar los defectos del señor de Charlus y hablaba de él con la generosa benevolencia, sonriente, casi simpática, con que recompensamos al objeto de nuestra observación desinteresada por el placer que nos procura; tanto más, cuanto que esta vez el objeto de observación era un personaje cuyas pretensiones, si no legitimas, por lo menos pintorescas, lo hacía destacarse claramente de las personas con quienes solía tratarse la abuela. Pero mi abuela le había perdonado en seguida su prejuicio aristocrático, especialmente por la viva inteligencia y sensibilidad que, al contrario de tanta gente de la aristocracia, de la que se burlaba Saint-Loup, se transparentaban tiras los modales del señor de Charlus. Pero la manía aristocrática no fue sacrificada por el tío, como lo había sido por el sobrino, a cualidades de orden superior. El señor de Charlus más bien había conciliado las dos cosas. Como descendiente de los duques de Nemours y de los príncipes de Lamballe, poseía archivos, muebles y tapices antiguos, retratos de sus antepasados, pintados por Rafael, por Velázquez o por Boucher; de modo que sólo con recorrer sus recuerdos de familia podía decir que visitaba un museo y una biblioteca de incomparable valor, y colocaba en aquel rango de donde su sobrino la destronó toda la herencia de la aristocracia. Además, como era menos ideólogo que Saint-Loup le pagaba menos de palabras, y observaba a los humanos con mayor realismo; no quería renunciar acaso a un elemento tan esencial de prestigio ante la generalidad de la gente, que, a más de dar a su imaginación desinteresados goces, podía ser ayuda poderosamente eficaz para su actividad utilitaria. Planteada queda la lucha entre los nobles de esta clase y los que, obedeciendo á su ideal interior, renuncian a todas esas ventajas para poder realizarle; parecidos en esto a los pintores y a los músicos que renuncian a su virtuosismo, a los pueblos artistas que se modernizan, a los pueblos guerreros que toman la iniciativa del desarme universal y a los gobiernos absolutos que se hacen democráticos y revocan las leyes severas, muchas veces sin que la realidad recompense su noble esfuerzo; porque aquéllos pierden su talento y éstos su secular predominio; y el pacifismo multiplica en ocasiones las guerras, y la indulgencia aumenta la criminalidad. Como cosa muy noble debían considerarse los esfuerzos de sinceridad y emancipación de Saint-Loup; pero, a juzgar por el resultado exterior, había motivo para felicitarse de que no participara de esas ideas el señor de Charlus, porque así mandó trasladar a su casa gran parte de las admirables entabladuras del palacio de los Guermantes en vez de cambiarlas, como hizo su sobrino, por un mobiliario de estilo moderno, por Lebourgs y Guillaumin. También es verdad que el ideal del señor de Charlus era bastante falso, si es que este objetivo se puede aplicar a la palabra ideal, ya sea en sentido social o artístico. Había mujeres de gran belleza y refinada cultura, descendientes de aquellas damas que dos siglos antes estuvieron rodeadas de todo el lustre y elegancia del antiguo régimen, que le parecían tan distinguidas al señor de Charlus, que sólo en su compañía se encontraba a gusto; indudablemente, la admiración que por ellas sentía era sincera, pero entraban también por mucho en ese sentimiento numerosas reminiscencias de arte e historia evocadas por sus nombres, lo mismo que los recuerdos de la antigüedad son uno de los motivos del deleite con que lee un hombre culto una oda de Horacio, inferior acaso a algunas poesías de nuestros días que lo dejarían indiferente. Y para el señor de Charlus cada una de estas damas era una señora de la, clase media lo que un cuadro moderno que represente una carretera o una boda esa uno de esos cuadros antiguos, de historial perfectamente conocido, desde el rey o el Papa que lo encargaron, y que fue pasando de personaje en personaje, por donación, compra; robo o herencia, con lo cual nos recuerda acontecimientos o, por lo menos, algún enlace de interés histórico, y, por consiguiente, es adquisición de nuevos conocimientos y viene a cobrar una utilidad nueva aumentando el sentimiento de riqueza de nuestra memoria o de nuestra erudición. Y el señor de Charlus se alegraba mucho de que un prejuicio análogo al suyo apartara a esas damas del trato con mujeres de menor pureza de sangre, porque sí se ofrecían a su culto intactas, con inalterable nobleza, como esas fachadas del siglo XVIII sustentadas en columnas de mármol rosa y en las que no pudo hacer mella la época moderna.

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