A la sombra de las muchachas en flor (60 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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El esfuerzo que hacía Elstir por despojarse en presencia de la realidad de todas las nociones de su inteligencia era doblemente admirable, porque ese hombre —que antes de pintar se volvía ignorante, se olvidaba de todo por probidad, porque lo que se sabe no es de uno— tenía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. Le confesé yo la decepción que me había causado la iglesia de Balbec. "¡Cómo! —me dijo Elstir—, ¿que no le ha satisfecho a usted ese pórtico? Es la Biblia historiada más hermosa que un pueblo pudo leer nunca. La Virgen y los bajorrelieves donde se expone su vida constituyen la expresión más tierna e inspirada de ese largo poema de adoración y alabanza que la Edad Media va tendiendo a los pies de la madona. No puede usted imaginarse, además de su exactitud minuciosisima para traducir el texto santo, cuántos aciertos de delicadeza tuvo el viejo escultor, qué de pensamientos profundos y cuán encantadora poesía."

Primero, la idea de ese gran velo donde llevan los ángeles el cuerpo de la Virgen, sacratísimo para que se atrevan a tocarlo directamente de dije yo que el mismo tema se hallaba tratado en Saint-André des Champs; pero Elstir, que había visto fotografías del pórtico de esta última iglesia, me hizo notar que aquella celosa diligencia con que rodean a la Virgen esos tipos de aldeanos era cosa muy distinta de la gravedad de los dos ángeles, tan finos y esbeltos, casi italianos, de la iglesia de Balbec); el ángel que se lleva el alma de la Virgen para reunirla con su cuerpo; el encuentro de la Virgen y Elisabet, con el ademán de esta segunda, que toca el seno de María y se maravilla al sentir su plenitud; el brazo tieso de la comadrona, que no quiso creer en la Inmaculada Concepción sin tocar; el ceñidor que echó la Virgen a Santo Tomás para darle la prueba de la resurrección; ese velo que se arranca la Virgen de su propio seno para velar la desnudez de su Hijo, que tiene a un lado a la Iglesia recogiendo su sangre, el licor de la Eucaristía, y al otro a la Sinagoga, cuyo reino terminó ya, vendados los ojos, con un cetro medio roto y con la corona cayéndosele de la cabeza, perdida, como las tablas de la Ley. "Y ese esposo que a la hora del juicio Final ayuda a su mujer a salir de la tumba y le pone la mano sobre su corazón para que se tranquilice y vea que late de verdad, ¿le parece a usted eso una tontería, una idea insignificante? Y no digo nada de ese ángel que se lleva el Sol y la Luna, inútiles ya porque ha sido dicho que la luz de la Cruz será siete veces más fuerte que la de los astros; y el otro que mete la mano en el agua del baño de Jesús a ver si está bastante caliente; y el que sale de entre las nubes para poner la corona en la frente de la Virgen; y aquellos que asoman allá en lo alto, entre los balaustres de la Jerusalén celeste, y alzan los brazos, de espanto o de alegría, al ver los suplicios de los malos y la bienaventuranza de los buenos. Porque en esa portada tiene usted todos los círculos celestiales, un gigantesco poema teológico y simbólico. Es un prodigio, una divinidad, mil veces superior a todo lo que pueda usted ver en Italia, donde muchos escultores de menos valía han copiado literalmente ese tímpano. Porque no ha habido ninguna época en que todo el mundo fuese genial; ¡qué tontería!, eso hubiese sido aún más hermoso que la edad de oro. Lo que es el individuo que esculpió esa fachada puede usted estar seguro de que era tan grande y tenía ideas tan profundas como cualquiera de los hombres de ahora que más admire usted. Ya se lo enseñaría yo a usted si fuésemos a verla juntos: Hay unas palabras del oficio de la Asunción traducidas con una sutileza que no ha sido igualada ni por un Redon" Y, sin embargo, cuando mis ojos, llenos de deseo, se abrieron delante de esa fachada no vi yo en ella aquella vasta visión celestial el gigantesco poema teológico que allí había escrito, según comprendía ahora. Le hablé de las grandes estatuas de santos que, subidas en zancos, forman una especie de avenida.

"Arrancan del fondo de los tiempos para llegar hasta Jesucristo —me dijo—. A un lado están sus antepasados del espíritu; al otro, los Reyes de Judea, sus antepasados de la carne. Todos los siglos se reúnen allí. Y si se hubiera usted fijado mejor en eso que a usted le parecen zancos, habría usted sabido quiénes eran los que están encima. Porque Moisés tiene debajo de sus pies el becerro de oro; Abraham, el carnero; José, el demonio aconsejando a la mujer de Putifar"

Le dije también que yo esperaba haberme encontrado con un monumento casi persa, y que ésa fue sin duda una de las causas de mi decepción. "No —me contestó—, eso tiene su parte de verdad. Algunas cosas son completamente orientales; hay un capitel que reproduce tan exactamente un tema persa, que es muy, difícil de explicar sólo por la persistencia de las tradiciones orientales. El escultor debió de copiar alguna arqueta que trajeron los navegantes." En efecto, Elstir me mostró más adelante la fotografía de un capitel con tinos dragones casi chinos que se devoraban unos a otros: pero en Balbec ese trozo de escultora se me había escapado en el conjunto del monumento, que no se parecía a lo que me anunciaron estas palabras: "Iglesia casi persa".

Los goces intelectuales que disfrutaba yo en aquel estudio no me estorbaban, en ningún modo, para sentir, aunque todo ello estaba alrededor nuestro como sin querer, la transparente tibieza de colores y la brillante penumbra de la habitación; y allá al fondo de la ventanita, ceñida de madreselvas, en la rústica avenida, veíase la resistente sequedad de la tierra quemada por el sol y velada tan sólo por la transparencia de la distancia y la sombra de los árboles. Acaso el inconsciente bienestar que en mí determinaba aquel día de verano servía para acrecer, como un afluente, la alegría que experimentaba al mirar el "Puerto de Carquethuit".

Yo me creía que Elstir era modesto; pero comprendí que me había equivocado al ver que por su rostro se difundió un matiz de tristeza cuando yo pronuncié, en una frase de gratitud, la palabra gloria. Aquellos artistas que consideran sus obras como cosas que han de durar —y Elstir era uno de ellos— se acostumbran a situarlas en una época en que ellos no serán ya más que polvo. Y por eso, porque los lleva a pensar en la nada, los contrista la idea de la gloria, inseparable de la idea de la muerte.

Cambié de conversación para que se disipara aquella nube de orgullosa, melancolía que cargaba la frente de Elstir. "Me habían aconsejado —le dije, recordando la conversación que tuve con Legrandin— que no fuese á Bretaña porque no era sano para un ánimo inclinado a soñar." "No —me respondió el pintor— cuando un alma tiende al ensueño, no hay que apartarla de él ni dárselo con ración. Mientras desvíe usted su alma de los ensueños se quedará sin conocerlos y será usted juguete de mil apariencias, porque no ha comprendido usted su naturaleza. Si se estima que soñar un poco es peligroso, lo que cure no habrá de ser soñar menos, sino soñar más, el pleno ensueño. Es menester que conozcamos muy bien nuestros ensueños para que no nos duelan; hay una separación de la vida y el ensueño tan útil de hacer, que muchas veces me digo si no se la debiera practicar preventivamente, por si acaso, como dicen algunos cirujanos que convendría cortar el apéndice a todos los niños para evitar la posibilidad de una apendicitis."

Habíamos ido Elstir y yo hasta el fondo del estudio, junto a la ventana que daba a la parte trasera del jardín, a un camino de atajo casi rústico. Nos habíamos acercado allí para respirar el aire fresco de la bien entrada tarde. Me figuraba yo estar muy lejos de la bandada de muchachas, y tuve que sacrificar por una vez la esperanza de verlas para obedecer a los ruegos de mi abuela e ir a visitar a Elstir. No sabe uno dónde se halla lo que anda buscando, y muchas veces se suele huir obstinadamente del lugar preciso al que, por otras razones, nos invitan todos a que vayamos. Pero nosotros no sospechamos que cabalmente allí veríamos al ser de nuestros pensamientos. Estaba yo mirando vagamente ese camino campestre que pasaba junto al estudio, pero por fuera y sin pertenecer ya a la casa de Elstir. De pronto, y recorriendo aquella trocha con paso rápido, asomó por allí la joven ciclista de la bandada, con su negro pelo, el sombrero encasquetado hasta los carrillos mofletudos y el mirar alegre y un tanto insistente; y en aquel afortunado sendero milagrosamente henchido de suaves promesas, bajo la sombra de los árboles, la vi que dirigía a Elstir un sonriente saludo de amiga, arco iris que para mí unió nuestro terráqueo mundo a regiones juzgadas hasta entonces inaccesibles. Se acercó para dar la mano al pintor, pero sin pararse, y vi que tenía un lunarcito en la barbilla. "¡Ah!, ¿con que conoce usted a esta muchacha?", dije a Elstir, pensando que podría presentarme a ella, invitarla a venir a su casa. Y aquel estudio tranquilo con su rural horizonte se colmó de delicias, como ocurre con una casa en donde un niño que se encuentra allí muy a gusto se entera de que además, por la generosidad con que gustan las cosas bellas y las personas nobles de acrecentar indefinidamente sus dones, le van a preparar una magnífica merienda.

Elstir me dijo que se llamaba Albertina Simonet, y me dio también los nombres de sus amigas, que le describí yo con exactitud bastante para que no cupiese duda había incurrido yo en un error con respecto a su posición social, pero un error contrario al usual en Balbec. Porque en Balbec tomaba fácilmente por príncipes a los hijos de un tendero que montaban a caballo. Y con las muchachas ocurrió que las coloqué en un medio social falso, cuando en realidad eran hijas de familias burguesas ricas del mundo de la industria y de los negocios. De ese mundo que a primera vista me interesaba menos que ninguno, puesto que no tenía para mí ni el misterio del pueblo ni el de una sociedad como la de los Guermantes. E indudablemente, de no haber sido porque aquella brillante vacuidad de la vida de playa les había conferido ante mis asombrados ojos un prestigio que ya no habrían de perder, acaso no hubiese yo logrado luchar victoriosamente contra la idea de que eran hijas de negociantes ricos. Me quedé admirado al ver cómo la clase media francesa era un maravilloso taller de escultura generosísima y en extremo variada. ¡Qué de tipo imprevistos, cuánta invención en el carácter de los rostros, qué decisión, frescura y sencillez de facciones! Y aquellos burgueses viejos y avaros de los que habían nacido estas Dianas y ninfas me parecían los más geniales escultores del mundo. Y como esos descubrimientos de un error, esas modificaciones de la noción que formamos de una persona tienen la instantaneidad de las reacciones químicas, ocurrió que antes de haber tenido yo tiempo de darme cuenta de la metamorfosis social de estas muchachas, ya se había instalado detrás del rostro de un género tan golfo de aquellas muchachas, a quienes tomara yo por queridas de corredores ciclistas o de boxeadores, la idea de que podían ser muy bien amigas de la familia de cualquier notario conocido nuestro. Yo casi no sabía lo que era Albertina Simonet. Ella ignoraba, claro es, lo que algún día llegaría a ser para mí. Ni siquiera hubiese sabido yo entonces escribir como es debido el nombre de Simonet, porque le habría puesto dos n, sin sospechar la importancia que atribuía la familia a no tener más que una sola n. Porque a medida que se va bajando en la escala social el
snobismo
se agarra a naderías, que acaso no sean más tontas que las distinciones de la aristocracia, pero que sorprenden en mayor grado por ser más particulares y raras. Quizá había habido Simonet que anduvieran en malos negocios, o en cosa peor. Pero ello es que los Simonet siempre se habían enfadado, como por una calumnia, cuando se duplicaba su n. Y ponían ellos tanto orgullo en ser los único Simonet con una n en vez de dos, como acaso pueden poner los Montmorency en ser los primeros caballeros de Francia. Pregunté a Elstir si esas muchachas vivían en Balbec, y me dijo que algunas de ellas sí. El hotel de una muchacha de ésas estaba precisamente situado en un extremo de la playa, donde empiezan los acantilados de Canapville. Como esta muchacha era gran amiga de. Albertina Simonet, ya tuve un motivo más para creer que la joven de la bicicleta que me encontré cuando volvía de paseo con mi abuela era efectivamente Albertina. Claro es que había tantas calles perpendiculares a la playa y formando con ella el mismo ángulo, que era muy difícil especificar de cuál se trataba. Hubiese uno querido guardar un recuerdo exacto, pero en aquel preciso momento la visión estaba turbada. Sin embargo, prácticamente podía tenerse la certidumbre de que Albertina y aquella joven que iba a entrar en casa de su amiga eran la misma persona. Pero, a pesar de todo, mientras que las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de
golf
, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona, en cambio, si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase "volver a ver".

Mi indecisión de sentimiento con respecto a las muchachas de la bandada, las cuales seguían teniendo algo de aquel colectivo encanto que me impresionó al principio, vino a añadirse a los antedichos motivos y me dejó más adelante, y hasta en la época de mi gran amor por Albertina —el segundo amor—, una especie de libertad intermitente y muy breve para no quererla. Mi amor, como había vagabundeado por entre todas sus amigas antes de dirigirse exclusivamente a ella, conservó a ratos entre él y la imagen de Albertina un cierto "resorte" que, como un aparato de proyección mal enfocado, le permitía posarse en las otras muchachas antes de adaptarse a ella; la relación entre la pena que yo sentía en el corazón y el recuerdo de Albertina no me parecía necesaria, y quizá hubiese podido coordinarla con la imagen de otra persona. Con lo cual lograba yo, por un instante fugaz como el relámpago, que se desvaneciera la realidad, y no sólo la realidad exterior, como en mi amor a Gilberta (cuando vi que era únicamente un estado interior del que yo extraía la calidad particular y el carácter especial del ser amado, todo aquello por lo que se hacía indispensable a mi felicidad), sino hasta la misma realidad interior y puramente subjetiva.

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