A la sombra de las muchachas en flor (67 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Pero las palabras que me prometía la mirada de Giselia para cuando Albertina nos dejara solos no pudieron decirse, porque Albertina, colocada testarudamente entre los dos, contestó cada vez más brevemente a sus preguntas, y por fin acabó por no contestar nada, de modo que la otra tuvo que ceder el campo. Censuré a Albertina su conducta, tan poco agradable. "Así aprenderá a ser más discreta. No es mala muchacha, pero es muy latosa. No tiene por qué ir a meter la nariz en todas partes. ¿Por qué se pega a nosotros sin que nadie se lo pida? Ha faltado el canto de un duro para que la mande a freír espárragos. Además, no me gusta que lleve el pelo así, eso da muy mal tono." Miraba yo las mejillas a Albertina mientras que estaba hablando, y me preguntaba qué perfume y qué sabor tendrían; aquel día no tenía la tez fresca, sino lisa, de color rosa uniforme, violáceo, espeso, como esas rosas que parecen barnizadas de cera. A mí me entusiasmaban como le entusiasma a uno muchas veces una determinada flor. "No me he fijado bien en ella", respondí yo. "Pues la ha mirado bastante: parecía como si quisiera usted hacerle un retrato", me dijo Albertina, sin dejarse ablandar por la circunstancia de que ahora era ella a quien yo miraba fijamente. "Y no creo que le gustara a usted. No es nada flirt, ¿sabe? Y a ustedes se me figura que le gustan las muchachas que flirtean. De todos modos, no tendrá ya muchas ocasiones de ser Pegajosa y de recibir sofiones, porque se marcha pronto a París." "¿Y las otras amigas de usted se van también con ella?" "No; ella sola con la miss, porque tiene que repetir su examen; la pobreza necesitar empollar mucho. Lo cual no es muy divertido. Puede suceder que le toque a una un buen tema. ¡Hay casualidades tan grandes!… A una amiga nuestra le tocó éste: "Refiera usted un accidente que haya presenciado". ¡Eso es suerte! Pero conozco una muchacha que tuvo que disertar, y en el ejercicio escrito, sobre esta cosa: "¿De quién preferiría usted ser amiga, de Alcestes o de Philinte?" Lo que hubiera yo sudado con eso. En primer lugar, no es una pregunta para muchachas. Las muchachas tienen amistad con amigas, pero no se debe dar por supuesto que se tratan con hombres. (Esta frase me hizo temblar, porque me indicaba las pocas probabilidades que yo tenía de entrar a formar parte de la cuadrilla mocil.) Pero, en fin, aunque la pregunta se haga a muchachos, ¿qué es lo que se le ocurriría a usted decir de eso? Ha habido padres que han escrito al Gaulois quejándose de lo difíciles que son semejantes cuestiones. Y lo más curioso es que en una colección de los mejores ejercicios de alumnos premiados, el tema sale desarrollado dos veces y de dos maneras opuestas. Todo depende del catedrático. Uno quería que se dijese que Philinte era un hombre adulador y bellaco, y en cambio otro reconocía que había que admirara Alcestes, pero censuraba su aspereza y opinaba que era preferible como amigo Philinte. ¿Cómo quiere usted que las infelices estudiantes sepan a qué atenerse, cuando los catedráticos no están de acuerdo? Y eso no es nada, cada año está más difícil. Lo que es Giselia no podrá salir bien como no sea por una buena recomendación." Volví al hotel; mi abuela no estaba; la esperé un buen rato, y cuando llegó le supliqué que me dejara ir a una excursión, en condiciones inesperadas que acaso durase cuarenta y ocho horas; almorcé con ella, pedí un coche y mandé que me llevara a la estación. A Giselia no le extrañaría verme; cuando hubiésemos transbordado en Donciéres en el tren de París había un vagón con pasillo, y allí, aprovechándome del sueño de la miss, podríamos buscar un rincón donde escondernos, y me citaría con Giselia para mi vuelta a París, que procuraría yo se realizase lo antes posible. La acompañaría hasta Caen o Evreux, según lo que ella prefiriera, y luego volvería en el primer tren. ¡Qué hubiera dicho Giselia si hubiese sabido que estuve dudando mucho tiempo entre ella y sus amigas, y que tan pronto quise enamorarme de ella, como de Albertina, de la otra muchacha de los ojos claros, o de Rosamunda! Sentía remordimientos, ahora que un recíproco amor nos iba a unir a Giselia y a mí. En este momento hubiese yo podido asegurar a Giselia con toda veracidad que Albertina ya no me gustaba. La había visto aquella mañana cuando se volvía casi de espaldas a mí para hablar a Giselia. Inclinaba la cabeza con gesto enfurruñado, y el pelo, que llevaba echado atrás, más negro que nunca, y distinto de otras veces, brillaba cual si Albertina acabase de bañarse. Me recordó un pollo que sale del agua, y aquel pelo me hizo encarnar en Albertina otra alma distinta de la —que hasta entonces se ocultaba tras la cara de violeta y la misteriosa mirada. Por un instante todo lo que pude ver de Albertina fue ese pelo brillante, y eso era lo único que seguía viendo. Nuestra memoria se parece a esas tiendas que exponen en sus escaparates una fotografía de una persona y al día siguiente otra distinta, pero de la misma persona. Y por lo general la más reciente es la única que recordamos. Mientras que el cochero arreaba al caballo, yo ya escuchaba las frases de gratitud y cariño que me decía Giselia, y que brotaban todas de su sonrisa bondadosa y su mano tendida de antes; y es que en los períodos de mi vida en que yo estaba enamorado y quería estarlo, llevaba en mí no sólo un ideal físico de belleza entrevista, y que reconocía de lejos en toda mujer que pasaba a distancia bastante para que sus facciones confusas no se opusieran a la identificación, sino también el fantasma moral —dispuesto siempre a encarnarse— de la mujer que se iba a enamorar de mí y a decirme las réplicas en aquella comedia amorosa que tenía yo escrita en la cabeza desde niño, comedia que a mi parecer estaba deseando representar toda muchacha amable con tal de que tuviese un mínimum de disposiciones físicas para su papel. En esta obra, y cualquiera que fuese la nueva actriz que yo traía para que estrenara o repitiera ese papel, la escena, las peripecias y el texto conservaban una forma
ne varietur
.

Unos días después, y a pesar de las pocas ganas que Albertina tenía de presentarnos, ya conocía yo a toda la mocil bandada del primer día, que continuaba en Balbec completa (menos Giselia, a la que no pude ver en la estación, pues, con motivo de una larga parada en el portazgo y de un cambio de horas, llegué cuando ya hacía cinco minutos que había salido el tren, y ahora ya no me acordaba de ella); además, conocí a dos o tres amigas suyas que me presentaron porque yo se lo pedí. De suerte que como la esperanza del placer que había de causarme el trato con una muchacha nueva provenía de otra muchacha que me la había presentado, la más reciente venía a ser como una de esas variedades de rosas que se obtienen gracias a una rosa de otra especie. Y pasando de corola en corola por esta cadena de flores, la alegría de conocer a una más me impulsaba a volverme hacia aquella a quien se la debía, con gratitud tan llena de deseo como mi nueva esperanza. Al poco tiempo me pasaba todo el día con estas muchachas.

Pero, ¡ay!, que en la flor más fresca ya se pueden distinguir esos puntos imperceptibles que para un alma despierta dibujan lo que habrá de ser, por la desecación o fructificación de las carnes que hoy están en flor, la forma inmutable y ya predestinada de la simiente. Observa uno con deleite una naricilla parecida a una menuda ola deliciosamente henchida de agua matinal y que al parecer está inmóvil, y se puede dibujar porque el mar se muestra tan tranquilo y no se nota el mover de la marea. Los rostros humanos parece que no cambian cuando se los está mirando, porque la revolución que sufren es harto lenta para que podamos percibirla. Pero bastaba con ver junto a esas muchachas a sus madres o a sus tías para medir las distancias que por atracción interna de un tipo, generalmente horrible, habrían atravesado esas facciones en menos de treinta años, hasta la hora en que el mirar decae y el rostro que traspasó la línea del horizonte ya no recibe luz alguna. Yo sabía que lo mismo que existe, profundo e ineluctable, el patriotismo judío o el atavismo cristiano en aquellos que se consideran más libres del espíritu de raza, así bajo la rosada inflorescencia de Albertina, de Rosamunda, de Andrea, vivían sin que ellas lo supieran, y en reserva para las circunstancias, una nariz basta, una boca saliente y una gordura que extrañaría pero que en realidad se hallaba ya entre bastidores, dispuesta a salir a escena; igual que una vena de dreyfusismo, de clericalismo, repentina, imprevista, fatal; igual que un heroísmo nacionalista y feudal surgido de pronto al conjuro de las circunstancias, de una naturaleza anterior al individuo mismo, y con la cual piensa, vive evoluciona, se fortifica o muere el hombre sin poder distinguirla de los móviles particulares con que la confunde. Hasta mentalmente dependemos de las leyes naturales mucho más de lo que nos figuramos, y nuestra alma posee por anticipado, como una criptógama o gramínea determinada, las particularidades que se nos antojan escogidas por nosotros: Pero no somos capaces de aprehender más que las ideas secundarias, sin llegar a la causa primera (raza judía, familia francesa, etc.) que las produce necesariamente, y que se manifiesta en el momento que se desee: Y puede ser que aunque algunos pensamientos no nos parezcan resultado de una deliberación y ciertas dolencias efecto de una falta de higiene, tanto las ideas de que vivimos como la enfermedad de que morimos nos vengan de familia, como a las plantas amariposadas la forma de su simiente.

Allí en la playa de Balbec, cual plantío donde las flores se dan en épocas diferentes, había yo visto esas secas simientes, esos blandos tubérculos que mis amigas serían algún día. ¿Pero qué importaba eso? Ahora era el momento de las flores. Así que cuando la señora de Villeparisis me invitaba a un paseo, buscaba yo una excusa para no ir. No hice a Elstir más visitas que aquellas en que me acompañaron mis amigas: Ni siquiera pude encontrar una tarde para ir a Donciéres a ver a Saint-Loup, como se lo había prometido. El haber querido sustituir mis paseos con aquellas muchachas por una reunión mundana, una conversación seria o un coloquio de amigos me hubiese hecho el mismo efecto que si a la hora del almuerzo lo llevaran a uno no a comer, sino a ver un álbum. Los hombres jóvenes o viejos, las mujeres maduras o ancianas que a nosotros se nos figuran simpáticos los llevamos en realidad en una superficie plana e inconsistente, porque sólo tenemos conciencia de ellos por medio de la percepción visual reducida a sí misma; pero, en cambio, cuando esta percepción se dirige a una muchacha, va como delegada por los demás sentidos, que de ese moda buscan en una y en otra las cualidades de olor, de tacto y sabor, y las disfrutan sin la ayuda de manos ni labios; y como son capaces, gracias a las artes de transposición y al genio de síntesis, en que tanto sobresale el deseo, de reconstituir tras el color de las mejillas o del pecho la sensación de tacto y sabor, los roces vedados, resulta que dan a esas muchachas la misma consistencia melosa que a las rosas o a las uvas, cuando andan merodeando por una rosaleda o una viña, y se comen las flores o las frutas con los ojos.

Cuando llovía, aunque el mal tiempo no asustaba a Albertina y se la veía frecuentemente corriendo en bicicleta con su impermeable, aguantando los chaparrones, nos metíamos en el Casino que ahora me parecía imprescindible para semejantes días.

Despreciaba profundamente a las señoritas de Ambresac porque no habían entrado allí nunca. Y ayudaba con mucho gusto a mis amigas a hacer malas pasadas al profesor de baile. Por lo general, nos ganábamos algunas amonestaciones del arrendatario o de los empleados, que usurpaban poderes dictatoriales, porque mis amigas, hasta la misma Andrea (que precisamente por lo del salto se me figuró el primer día una criatura tan dionisíaca, y era, por el contrario, frágil, intelectual, y aquel año muy enfermiza, pero que, a pesar de eso, obedecía más que a su estado de salud al genio de la edad, que lo arrastra todo y confunde en la alegría a sanos y enfermos), no podían ir del vestíbulo al salón de fiestas sin tomar carrerilla y saltar por encima de las sillas, y volvían dejándose resbalar, como si patinaran, y guardando el equilibrio con un gracioso movimiento del brazo,' al propio tiempo que cantaban, mezclando así todas las artes en esta primera juventud, al modo de los poetas de los tiempos antiguos, para quienes los géneros no están aún separados y unen en un poema épico preceptos agrícolas y enseñanzas teológicas.

Esa Andrea, que el primer día me pareció la más fría de todas, era muchísimo más delicada, afectuosa y fina que Albertina, a la que trataba con cariñosa y acariciadora ternura de hermana mayor. En el Casino iba a sentarse a mi lado y sabía —a diferencia de Albertina— prescindir de un vals o hasta de ir al Casino cuando yo no me encontraba bien, para venir al hotel. Expresaba su amistad a Albertina y a mí con matices que revelaban deliciosísima comprensión de las cosas del afecto, comprensión acaso debida en parte a su estado enfermizo. Siempre sabía poner una sonrisa alegre para disculpar el infantilismo de Albertina, la cual expresaba con ingenua violencia la tentación irresistible que le ofrecían las diversiones, sin saber, como Andrea, renunciar a ellas y estarse mejor hablando conmigo. Cuando se acercaba la hora de una merienda en el golf, si estábamos todos juntos Albertina se preparaba y se acercaba a Andrea.

—Andrea, ¿qué estás esperando ahí? Ya sabes que hoy vamos a merendar al
golf
.

—No; yo me quedo hablando con él —respondía Andrea, señalándome a mí.

—Pero sabes que la señora de Durieux te ha invitado —exclamaba Albertina, como si la intención de Andrea de quedarse conmigo sólo se explicara por su ignorancia de que estaba invitada.

—Bueno, hija, no seas tonta —respondía Andrea.

Albertina no insistía más, temerosa de que le propusieran quedarse también. Sacudía la cabeza.

—Pues salte con la tuya —respondía, corno se le dice a un enfermo que se reata por placer poco a poco—; yo me largo porque me parece que tu reloj va atrasado.

Y salía a escape. "Es deliciosa, pero absurda", decía Andrea, envolviendo a su amiga en una sonrisa que era a la par caricia y juicio. Si Albertina se parecía algo, en esta afición a las diversiones, a la Gilberta de la primera época, es porque hay una cierta semejanza, aunque vaya evolucionando, entre las mujeres que nos enamoran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir, adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón. Son estas mujeres un producto de nuestro temperamento, una imagen, una proyección invertida, un "negativo" de nuestra sensibilidad. De modo que un novelista podría muy bien pintar durante el curso de la vida de su héroe casi exactamente iguales sus amores sucesivos, y con eso dar la impresión no de imitarse a sí mismo, sino de crear, puesto que menos fuerza demuestra una innovación artificial que una repetición destinada a sugerir una verdad nueva. Debería anotar además en o carácter del enamorado un índice de variación que se acusa a medida que va llegando a nuevas regiones y a otras latitudes de la vida. Y acaso lograría expresar una verdad más si pintara los caracteres de todos los personajes, pero guardándose de atribuir carácter alguno a la mujer amada. Porque ¿conocemos nosotros el carácter de las personas que nos son indiferentes; pero cómo nos va a ser posible comprender el carácter de un ser que se confunde con nuestra vida, y que ya no llegamos a separar de nosotros y sobre cuyos móviles hacemos constantemente ansiosas hipótesis, perpetuamente retocadas? 'Nuestra curiosidad por la mujer amada se lanza más allá de la inteligencia; en su carrera deja atrás el carácter de esa mujer, y aunque pudiéramos pararnos en ese punto, ya no nos darían ganas de hacerlo. El objeto de muestra inquietante investigación es más esencial que esas particularidades de carácter, semejantes a esos dibujillos de la epidermis cuyas variadas combinaciones forman la florida originalidad de la carne. Nuestra intuitiva radiación las atraviesa, y las imágenes que nos trae no son imágenes de un rostro determinado, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto.

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