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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (42 page)

BOOK: A punta de espada
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Apareció dando tumbos un hombre con una guirnalda de campanillas colgando precariamente sobre una oreja.

—Oh, Tim —se lamentó—. Oh, Tim, te dije que ese clarete fino era demasiado para ti. —Agarró al herido del brazo, empezó a ponerlo en pie. Juntos, Richard los reconoció: eran los guardias rituales en la procesión nupcial que había visto pasar por la plaza del mercado esa misma tarde—. Lo siento —le dijo a De Vier el borracho coronado de flores—. Tim no quería causarte problemas, ¿entiendes? —Tim soltó un gemido—. Es que no está acostumbrado al clarete.

—No te preocupes —dijo caritativamente Richard. Así se explicaba que el estilo de esgrima de Tim hubiera sido tan poco lineal.

Por encima de sus cabezas los loros enjaulados reanudaron sus chillidos. La vendedora de loros bajó de la caja a la que se había encaramado para ver mejor la pelea. Con De Vier allí para respaldarla, agitó su delantal a los dos rufianes para espantarlos como si fueran pollos escapados del corral. Los niños que los habían rodeado, primero para ver si el hombre callado iba a comprar un loro para encargarse de bajar uno, y luego para presenciar el combate, se rieron, vocearon y cacarearon tras los matones en retirada.

Pero la gente abrió paso a De Vier cuando se dirigió hacia un tenderete que vendía bebidas. La vendedora de loros agarró por el cuello a uno de los rapaces callejeros, diciendo:

—¿Has visto eso? Puedes contarles a tus nietos que viste pelear a De Vier justo aquí. —Oh, francamente, pensó Richard, como pelea no había sido gran cosa; más bien como arrojar a alguien a la calle.

Se apoyó en el mostrador de madera, intentando decidir qué quería.

—Hey —dijo una voz joven a la altura de su codo—. Te invito a un trago.

Pensó que sería una mujer, por la voz. A veces las mujeres intentaban camelárselo después de un combate. Pero miró hacia abajo de reojo y vio a un crío chato que lo observaba con los ojos entrecerrados, el gesto que ponen los niños cuando intentan aparentar más edad de la que tienen. Éste no era muy mayor—. Ha estado muy bien lo que has hecho —dijo el pequeño—. Me refiero a esa doble finta tan rápida y todo eso.

—Gracias —respondió cortésmente el espadachín. Su madre le había inculcado buenos modales, y algunas de las viejas costumbres perduraban, hasta en la gran ciudad. A veces casi podía oírla decir:
El que puedas matar a la gente cuando quieras no significa que tengas licencia para ser grosero con nadie.
Dejó que el crío comprara para los dos una bebida de frambuesa que estaba de moda. La tomaron en silencio, con el niño escudriñando por encima del borde de su copa. Estaba buena; Richard pidió otras dos.

—Pues sí —dijo el chaval—. Creo que eres el mejor, ¿sabes?

—Gracias —dijo el espadachín. Puso algunas monedas encima de la barra.

—Pues sí. —El crío jugueteó intencionadamente con la espada que pendía de su costado—. Yo también lucho. Se me había ocurrido, verás... que a lo mejor necesitabas un ayudante o algo.

—No —dijo el espadachín.

—Bueno, ya sabes —continuó de todos modos el niño—. Podría, no sé, encender el fuego por la mañana. Acarrear el agua. Cocinar algo. A lo mejor cuando te entrenes, podría... si te hace falta alguien para que te ayude un poco...

—No —dijo De Vier—. Gracias. Hay un montón de escuelas donde podrías estudiar.

—Ya, pero no...

—Lo sé. Pero así están las cosas.

Se apartó del mostrador, sin querer oír más discusiones. A su espalda el pequeño empezó a seguirlo, luego se rezagó.

Al otro lado de la plaza se encontró con su amigo Alec.

—Has estado peleando —dijo Alec—. Me lo he perdido —añadió, tenuemente acusador.

—Alguien chocó conmigo a la altura de las jaulas de los loros. Ha sido divertido. —El recuerdo hizo que Richard sonriera ahora—. ¡No lo vi venir y por un momento pensé que era un terremoto! Desenvainamos las espadas antes de que él pudiera disculparse... si es que tenía intención de hacerlo. Estaba borracho.

—No lo has matado —dijo Alec, como si ya hubiera escuchado esa historia.

—No en esta parte de la ciudad. A la Guardia no le gustan ese tipo de cosas aquí.

—Espero que no estuvieras pensando otra vez en comprar un loro.

Richard sonrió, igualando el paso de su alto amigo. Era una discusión conocida.

—Son tan decorativos, Alec. Y podrías enseñarle a hablar.

—¿Y dejar que un pajarraco me robara mis mejores líneas? Además, comen gusanos. No estoy dispuesto a coger gusanos.

—Comen pan y fruta. Esta vez lo he preguntado.

—Demasiado caros.

Estaban cruzando la zona más atractiva de la ciudad, camino de las dársenas. Al otro lado del río estaba el distrito que llamaban la Ribera, donde el espadachín convivía con pillos y criminales, lejos del alcance de la ley. No hubiera sido un lugar seguro para alguien como Alec, que apenas sí sabía distinguir el filo de un cuchillo de su empuñadura, pero el espadachín De Vier había dejado claro qué le ocurriría a cualquiera que tocara a su amigo. La Ribera toleraba a los excéntricos. El alto erudito, con su desgarbado andar de estudiante y su acento aristocrático, se estaba convirtiendo en una figura conocida con el maestro espadachín.

—Si te sientes con ganas de tirar el dinero —persistió Alec—, ¿por qué no nos consigues un criado? Necesitas a alguien que te abrillante las botas.

—Ya me ocupo yo de mis botas —dijo Richard, dolido en su competencia—. A ti sí que te hace falta.

—Sí —convino alegremente Alec—. Es verdad. Alguien que vaya al mercado por nosotros, que entretenga a las visitas, que encienda la chimenea en invierno, que nos lleve el desayuno a la cama...

—Decadente —dijo De Vier—. Puedes ir al mercado tú mismo. Y ya me encargo yo de entretener a las «visitas». No entiendo por qué crees que sería divertido tener a un desconocido viviendo con nosotros. Si querías ese tipo de vida, deberías haber... —Se contuvo antes de decir lo irretractable. Pero Alec, en uno de sus bruscos cambios de actitud, que variaba como el viento sobre un estanque, concluyó jovialmente por él:

—Debería haberme quedado en la Colina con mis acaudalados parientes. Pero ellos nunca matan a nadie... No al aire libre donde yo pueda disfrutar del espectáculo, por lo menos. Tú eres mucho más entretenido...

Los labios de Richard se curvaron hacia abajo, intentando ocultar sin éxito una sonrisa.

—Sólo me quieres por mi estoque —dijo.

Muy despacio, Alec dijo:

—Si yo fuera de esas personas a las que les gusta hacer chistes verdes, ahora estarías avergonzado.

Richard, que no se avergonzaba nunca, replicó:

—Qué suerte que no seas de esas personas. ¿Qué quieres para cenar?

Se dirigieron al local de Rosalie, donde tomaron caldo en la fresca taberna subterránea y hablaron de negocios con sus amigos. Era la misma mezcolanza de hechos y rumores de siempre. En la otra punta de la ciudad había aparecido un nuevo espadachín que afirmaba ser un campeón extranjero, pero un criado, primo de alguien, lo había reconocido como el antiguo ayuda de cámara de lord Averil, después de asistir a clases de esgrima y teñirse el bigote... Hugo Seville por fin había caído tan bajo para aceptar el encargo de eliminar a la esposa de algún noble... o puede que sólo se lo hubieran ofrecido, o que alguien deseara que lo hubiera aceptado.

Los nobles con encargos para De Vier enviaban sus mensajes al local de Rosalie. Pero hoy no había nada.

—Tan sólo un cretino nervioso que buscaba a una heredera.

—¡Como todos!

—Lo siento, Reg, ésta está cogida; se largó con un espadachín.

—¿Alguien que conozcamos?

—Nah... Un espadachín de cuento de hadas... Dicen que todas las chicas se han escapado con alguno, cuando en realidad es el contable de su padre.

La Gorda Missy, que desempeñaba el oficio de colchonera en el local de Glinley, rodeó los hombros de Richard con un brazo.

—A mí no me importaría escaparme con un espadachín. —Sentado, Richard le llegaba a la altura del busto, contra el que se repantigó, sonriendo a Alec al otro lado de la mesa, con las cejas provocativamente enarcadas.

Alec picó el anzuelo:

—Cuidado —dijo el alto erudito a la mujer—; muerde.

—¿Oh? —Missy le dedicó una sonrisa encantadora—. ¿Y tú no, guapetón?

Alec intentó disimular un rubor de puro deleite. Nadie le había llamado «guapetón» antes, y menos una mujer por cuya compañía tenían que pagar otras personas.

—Claro que sí —dijo con toda la frágil altanería de que era dueño—. Con fuerza.

Missy soltó a De Vier para acercarse a su alto y joven amigo.

—Oh, bien... —exhaló con voz ronca—. Me gustan los brutos. —Sus enormes brazos apuntaron como veletas al viento creciente—. Ven conmigo, encanto.

La clientela de incondicionales de Rosalie estaba extasiada.

—¡Missy, no me dejes por ese saco de huesos!

—¡Hasta luego, Alec; ya nos contarás qué tal te va!

—¡Pruébalo, chaval; a lo mejor te gusta!

Parecía que Alec quisiera que se lo tragara la tierra. Se mantuvo en su sitio, pero su altivez, de por sí mal empleada, empezaba a escapar peligrosamente a su control.

En el último minuto, Richard se apiadó de él.

—Hoy he visto una boda —dijo para toda la estancia.

—Oh, sí —dijo Lucie—; oímos que mataste a uno de los guardias. Por fin les hiciste ganarse el sueldo, ¿eh?

—Pensaba que tú no aceptabas bodas, maese De Vier. —Sam Bonner miró en rededor buscando la aprobación de su ingenio. Todo el mundo sabía que De Vier desdeñaba el trabajo de guardia.

—Y no las acepto —dijo Richard—. Esto fue después. Y no lo maté. Tim algo.

—¡No me digas! ¿Tim Porker? ¿Con el bigote a medio crecer, grandes orejas? Me dijo que se había lastimado al caerse por una escalera. Sucio mentiroso.

—Nada de bodas para Richard —dijo Alec. Había recuperado el aplomo, pero seguía observando a Missy con recelo al otro lado de la sala—. Se opone moralmente a la compraventa de herederas.

—No es que me oponga. Sencillamente, no me interesa el trabajo de hacer de guardia en una boda. Ya no significa nada, sólo son ricachones alardeando de poder permitirse espadachines para que su procesión quede bonita. No es ningún...

—Desafío —concluyó Alec por él—. Sabes, le podríamos poner música a esa frase, de tan a menudo que la dices, y cantarla por las calles como si fuera una balada. Qué suerte para los ricos que a los demás espadachines el orgullo no les impida aceptar su dinero, o no veríamos a ninguna novia llegar sana y salva a su lecho. ¿Qué recompensa ofrecen por la fugitiva? ¿Hay alguna? ¿O la mercancía ya está estropeada?

—Hay una recompensa por la información. Pero tienes que ir a la ciudad alta para cobrarla.

—A mí no se me caen los anillos por ir a la ciudad alta —dijo altaneramente Lucie—; ya he estado allí antes. Pero no sé si querría delatar a una chica que se ha escapado por amor...

—Ohh —berreó Rosalie en la otra punta de la taberna—, ¿así lo llamas?

—Hablando de dinero —dijo Alec, agitando el cubilete—, ¿alguien está interesado en una pequeña apuesta sobre si puedo sacar múltiplos de tres, tres veces seguidas?

Richard se levantó para marcharse. Cuando Alec estaba tan borracho como para enfrascarse en curiosidades matemáticas, la diversión de la velada había acabado para él. De Vier nunca apostaba.

Las calles de la Ribera estaban oscuras, pero De Vier conocía el camino entre las casas apiñadas, pasando por el lugar donde el desagüe roto se desbordaba, rodeando los socavones de los adoquines arrancados, atravesando las callejuelas hasta llegar a casa. Sus habitaciones estaban en un callejón sin salida que daba a la calle principal; parte de una vieja residencia, veterana olvidada de días mejores. Richard vivía en el segundo piso, en lo que antes habían sido las salas de música.

En la planta baja, las ventanas de Marie estaban oscuras. Se detuvo ante la puerta principal: en el zaguán, vislumbró un destello blanco. De Vier desenvainó cautelosamente su espada y avanzó.

Una mujer menuda casi se abalanzó sobre su filo.

—¡Oh, ayuda! —gritó estridentemente—. ¡Tienes que ayudarme!

—Atrás —dijo De Vier. Estaba demasiado oscuro como para ver bien su forma. Se cubría con una capa pesada, y había algo en ella que denotaba juventud—. ¿Qué ocurre?

—Estoy desesperada —jadeó—. Estoy en peligro. ¡Sólo tú puedes ayudarme! Mis enemigos están en todas partes. Tienes que esconderme.

—Estás borracha —dijo Richard, aunque la mujer no tenía acento de la Ribera—. Vete antes de que salgas herida.

La mujer volvió a pegarse a la puerta.

—No, por favor. Me juego la vida.

—Será mejor que te vayas a casa —dijo Richard. Para espolearla, añadió—: ¿Necesitas que te escolte a algún sitio? ¿Quieres que te pague una antorcha?

—¡No! —Sonó más enfadada que desesperada, pero enseguida reanudó sus súplicas—: No me atrevo a ir a casa. Por favor, escúchame. Soy... una dama de alta cuna. Mis padres quieren que me case con un hombre al que odio... un viejo avaro con un aliento apestoso y las manos muy largas.

—Es una pena —dijo educadamente Richard, divertido a pesar del contratiempo—. ¿Qué quieres que haga al respecto? ¿Quieres verlo muerto?

—¡Oh! Oh. No. Gracias. Es que tan sólo necesito un lugar donde quedarme. Hasta que me dejen de buscar.

—¿Sabías que ofrecen una recompensa por ti?

—¿Sí? —chilló la joven—. Pero... oh. Qué gratificante. Qué... propio de ellos.

—Ven arriba. —De Vier le abrió la puerta—. Cuidado con el tercer escalón; está roto. Cuando vuelva Marie, podrás quedarte con ella. Es una... trae clientes a casa, pero creo que el decoro dicta que estarás mejor con ella que conmigo.

—¡Pero yo preferiría estar contigo, señor!

En la negrura absoluta de las escaleras, Richard se detuvo. La muchacha casi tropezó con él.

—No —dijo De Vier—. Si vas a empezar con eso, no pases de aquí.

—No quería... —chilló ella, y empezó de nuevo—: No me refería a eso en absoluto. Palabra.

Arriba, Richard abrió la puerta y encendió unas cuantas velas.

—¡Oh! —jadeó al muchacha—. Es aquí... aquí es donde...

—Practico en este cuarto. Las paredes están hechas un desastre. Te puedes sentar en ese diván, si quieres... No es tan endeble como parece. —Pero la chica se acercó a la pared, tocando las muescas donde su espada de entrenamiento había agujereado la vieja escayola. Las yemas de sus dedos eran delicadas, reverentes casi.

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