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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (12 page)

BOOK: Acceso no autorizado
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Julia debería de habérselo dado a ella, las vicepresidentas no corren por los pasillos. Pasó, no obstante, de largo y encontró a Luciano junto al ascensor.

—Toma. —Dijo entregándole el móvil.

—Gracias.

Luciano miró a la vicepresidenta a los ojos. Ella no esquivó la mirada. La agradeció.

Cuando regresaba a su despacho, la llamaron:

—¡Julia!

La vicepresidenta se sobresaltó. Era el ministro del Interior.

—Álvaro, ¿qué haces por aquí?

—Ya ves, tengo audiencia y antes he querido pasar a saludarte. Perdona que no te haya avisado, ¿tendrás dos minutos?

—Dos.

Entraron en el despacho.

—Siempre me pregunto quién se ha sentado antes que yo en un sillón, y quién lo hará luego.

—Creí que eras un hombre de acción.

—Por supuesto. Todo es acción. ¿Qué quería mi viejo enemigo Luciano?

—Espero que le hayas saludado.

—Le vi de lejos, una lástima.

—Tú dirás.

—¿Cuándo puedes comer conmigo?

—¿Has venido a mi despacho para preguntármelo?

—¿Por qué no?

—¿Qué quieres, Álvaro?

—Una tregua. Te lo digo en serio. Tengamos esa comida lo antes posible.

—De acuerdo. —Dijo Julia y se levantó.

—Perfecto. Nos vemos, Julia.

—Sí, nos vemos.

Diciembre del año anterior

El abogado aparcó el Mini pasadas las once. Llevaba un termo de café y galletas, estaba dispuesto a pasar allí varias horas. Antes de entrar en contacto con la vicepresidenta, necesitaba ser capaz de moverse entre los miedos y deseos de esa mujer como ya lo hacía entre sus scripts y sus archivos. El abogado había pasado algunos días husmeando en documentos borrados y huellas de navegación. Tenía demasiado material: incluso un ordenador intrascendente, usado para buscar páginas, ver catálogos, vídeos y tomar alguna nota, acumula latidos. Todo cuenta, las veces que ella ha visitado la misma página, el tiempo que tardó en escribir un documento, por qué no quiso guardarlo. Y luego había que contrastar con el material público, entrevistas, declaraciones, comparecencias.

Hizo una lista de las palabras y expresiones que ella más decía: tesón, esfuerzo, sin descanso, energía, determinación, ganas, ánimo, entrega y convicción, confianza, estoy segura, el futuro de España y de la gente, servidores públicos, ambición de país, ocho primeras economías del mundo, ilusión, gratitud, tengo que estar a la altura de las circunstancias, merece la pena, rectitud, rigor. Dios, parece la primera comunión, el decálogo de una niña aplicada, tal vez el de un abogado que dejó de mantener la espalda erguida y combatir. Solo en el poder que acumulas eres distinta de mí; ahí te extralimitas, supongo, ahí te pierdes como yo aprendí a perderme entre los bits y la oscuridad.

¿Qué sabe un hombre de otro, qué sabe un hombre de una mujer? Pero saben. Conozco mi vulnerabilidad y pienso que la tuya será igual y diferente al mismo tiempo. El abogado terminó encontrando en los archivos trazos del sentimiento que buscaba, algo que definió como «yo no puedo ser solo esto». Era una vía de acceso, un flanco débil presente en la mayoría de los seres humanos y más aún en los aplicados, los calvinistas. Por él penetran las intrusiones más peligrosas, aunque también sea origen de inexplicables hazañas.

Para dar con él primero había separado los días cualesquiera de la vicepresidenta de los entenebrecidos. Los segundos, los del error, los días en que el control no lograba controlar y algo se rompía, resultaban esclarecedores. Su periodicidad variaba, y su intensidad y causa: a veces un error propio, otras un ejercicio de injusticia, chapuza o desmesura de los demás. Pero la reacción, tal como ella la contaba en documentos sin título que eliminaba a los tres o cuatro minutos de haberlos escrito, era siempre idéntica. Ni se mortificaba echándose la culpa ni, en el otro extremo, cargaba contra aquellos a quienes, en declaraciones públicas, solía juzgar con dureza extrema. No: en esos desahogos, cartas a nadie, lo que hacía era alejarse de sí misma como si tuviera un secreto. Como si su actividad de vicepresidenta fuera solo un destino que le habían adjudicado, una prenda que no se entremezclaba con su cuerpo, sus átomos.

El abogado pensó en un abrigo verde, de lana. La vicepresidenta se lo ponía pero podía pararse, desabrochar los botones, dejarlo sobre el respaldo de cualquier silla y alejarse unos minutos con sus ojos verdes también y fijos. En esos fragmentos escritos al desgaire, la vicepresidenta parecía visitarse a sí misma, quizá como la responsable de una empresa acude a visitar sucursales en países feroces y lejanos. Una vez allí escucha las penalidades pero guardando siempre un poco de distancia. Luego escribía palabras que al abogado le hacían pensar en jirones de adolescencia: «Por una parte sucede el sentimiento, por otra, sin embargo, sucede lo que dura. Lo que dura no es una mujer con sus fantasmas sino una mujer a vueltas con la vida, en la ciudad que nos destierra de nosotros mismos. Y vagábamos». A veces también acudía a citas de libros. Había una en particular copiada en tres archivos diferentes: «¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien».

Después de casi dos años de desahogos fugaces, según delataban los logs de acceso de los documentos, la vicepresidenta dejó de escribirse. No obstante, había más pruebas de inestabilidad. Días obsesivos de rastrear todo lo relacionado con una persona, otros en los que abría veinte veces la página de un hotel y después la imagen de una habitación, y esa página se quedaba abierta durante varios minutos, y luego la cerraba pero al instante se arrepentía y la abría de nuevo: ¿En quién estabas pensando, Julia? Un día, en una carpeta llamada 9, el abogado encontró varios archivos mp3 de un grupo sueco-finlandés llamado «Los paganos», Hedningarna.

Había una dureza extraña en aquel sonido, una crueldad tierna que daba miedo, como lo da la naturaleza sin presencia humana. Aunque no se parecía en nada al sonido bestial de los grupos que acompañaron su propia juventud, algo le hizo pensar en ellos. Tenía potencia, reconoció, evocaba sátiros desnudos en el bosque, era excitante; del consuelo presente en esos sonidos emanaba fuerza, poder. Cada canción había sido reproducida decenas de veces, excepto una que rebasaba el centenar, «Neidon Laulu»: «Perdura en mis pensamientos, conservo en mis recuerdos, aquella hermosa época, ya pasada, cuando cantaba de niña… Estaba libre de preocupaciones; mecida por una calmante brisa, corría como una chispa diminuta, volaba como las hojas por los bosques… Nada me importunaba entonces ni me preocupaba al despertarme, como esta pena que ahora llevo dentro y este dolor de mi pecho».

Pena, un fardo de arpillera rodeando ropas y bultos muy pesados, arrepentimiento. ¿En qué pensaba la vicepresidenta? ¿Cuál era ese dolor? ¿De qué se arrepentía? Pero la vida no funcionaba con claves, nada se abría solo con una contraseña. Cómo mentían los malditos terapeutas que lo cifraban todo en un desencadenante. Y los guionistas en las películas: aquel policía no resolvió un caso y desde entonces ya no es el mismo, aquel guardaespaldas no pudo salvar al presidente y por eso…, cómo mentían. No hay un dolor que todo lo explique, ni una infancia, ni una escena, qué fácil si fuera así.

El abogado miró a su alrededor, nadie en la calle, ningún ruido. Apagó el portátil, lo metió debajo del asiento y salió del coche. Echó a andar en busca de una calle más ancha donde poder proyectar la mirada lejos. Hacía frío, como si hubiera llegado el primer envite del invierno. Dobló la esquina y fue a dar a una avenida en pendiente. Abajo del todo, donde la calle se volvía llana, parecía distinguirse un resplandor más claro, aunque aún faltaban un par de horas para el amanecer. El abogado apoyó su espalda en un tronco de árbol y se quedó quieto, mirando el resplandor. Algo sonó detrás. Volvió la cabeza y vio un bajo con una ventana enrejada. Una mujer joven la había cerrado. Se miraron un segundo y ella se dio la vuelta.

Quizá sí hubiera, pensó el abogado, puntos de inflexión. El tuvo uno pero el temperamento, las circunstancias, las pequeñas vidas dentro de la vida lo fueron diluyendo. Había sido mucho tiempo atrás, en un hospital, una tarde con el mismo frío de madrugada que estaba sintiendo ahora. Mientras su madre estaba dentro de una máquina que averiguaría qué oscuro proceso se había desatado en su cuerpo, él miraba por una ventana de la planta baja del hospital la noche cerrada que lograban rasgar muy débilmente dos farolas encendidas. Su madre no había querido que él la acompañara, pero al final cedió. Y él había llegado hasta el umbral de la máquina, desde allí se permitía dar la mano al que estaba dentro de ese túnel. Pero cuando, ya semidesnuda, su madre entró, le pidió que esperase fuera. El abogado esperó cincuenta largos minutos de pie, junto a una ventana protegida por rejas. Solo un par de veces se dio la vuelta para mirar a las otras personas que también esperaban, saludar a una que había dicho buenas tardes, despedir a un padre y una hija que salían. El resto del tiempo permaneció de espaldas a la gente, con la cara detrás de las rejas, imaginando a su madre dentro de la máquina, anticipando el diagnóstico que habría de ser un plazo de tres meses de vida.

En la planta baja de aquel hospital, asomado a una ventana que después de tantos años aún podía reconstruir con precisión, juró no permitir que la vida pasara solamente: había demasiada oscuridad, dolor a carretadas, por eso, en las treguas, ya fueran de semanas o de años, él iba a perseguir la cola del cometa, un destello profundo como el del autobús que, iluminado por dentro, pasó a unos metros de distancia horadando la noche. Allí el futuro abogado se soñó salvaje, sin aspirar a la heroicidad pero sí a la construcción de un carácter que fuera como una herramienta, resistente y útil para dirigir la energía. No había cumplido nada. Horarios, dinero, contratiempos, habían convertido su vida en una más, llena de transacciones y pequeños arrepentimientos. La tormenta ha hundido el barco, ya no me alcanzan los vasos para sacar el agua, le había dicho su madre en las ráfagas de conciencia de las últimas semanas. Y también, acariciándole el pelo, dijo: «Navega, velero mío, sin temor», los versos que él mismo le había enseñado cuando era niño.

Los puntos de inflexión que sucedieron, que recordamos, no nos cambian. Su delicada persistencia apenas nos hace revivir la ambición de ser mejores. El abogado encendió su último cigarrillo. Dobló la cajetilla como si fuera una caja de leche que debe entrar en el cubo de la basura y aún más. Jugueteó con ese cartón duro entre los dedos. Descubriré tu disparadero, vendrás conmigo a desatar los nudos que no hicimos. Has dicho: «Mi vida tiene pocos secretos. Eso de que no se sabe nada de mí no tiene sentido. Se sabe poco porque hay poco que saber». Pero no lo entiendes, queremos creer en los secretos. Cuando los hay necesitamos atribuirles más poder del que tienen, más significado, y cuando no los hay, pensamos que no es cierto, que están más ocultos pero están. Queremos creer en los secretos, ¿qué más da si son pocos? Uno solo basta porque el secreto, al cabo, es la posibilidad de otra ruta, y otro destino. Yo soy tu centinela.

Febrero

Era viernes y, ante la ausencia del presidente, Julia Montes debía presidir el Consejo de Ministros. Aunque en la sala apenas llegaba a apreciarse, el ruido de la lluvia estaba ahí. La vicepresidenta lo amplificaba en su cabeza mientras oía a los ministros. La luz gris y tamizada del día no lograba difuminarse a través de los visillos gruesos de las ventanas. Además de las dos lámparas de pantalla encendieron las luces del techo, que se reflejaban con molesta nitidez en el tablero ovalado de la mesa.

La vicepresidenta conducía la reunión con agilidad. Las suyas solían ser más rápidas que las del presidente, y no solo debido a su personal inclinación por la toma de medidas concretas frente al mero debate sin reflejo operativo, sino también como muestra de respeto al presidente. Alargar los consejos, incitar a la reflexión y la producción de ideas novedosas precisamente cuando él no estaba le habría parecido inadecuado, casi desleal. Pero se aburría. Tras la comisión de secretarios de Estado y subsecretarios de los miércoles todo estaba hablado, pactado. Las únicas novedades eran dos o tres minucias acordadas a última hora en el café previo a la sesión.

Cogió un caramelo de menta de la cajita de plata que cada ministro tenía delante de sí. Poco después sonó el móvil del ministro del Interior. Un mensaje, otro a los dos minutos; después, nada. Todavía no sabía para qué quería verla. Habían acordado un par de citas que hubo que suspender por imprevistos de él y de ella sucesivamente. No parecía que fuera algo urgente. Esos mensajes que Álvaro acaba de recibir tampoco son urgentes, por más que haya puesto cara de circunstancias al verlos. Lo hace para disimular. Si de verdad fuera algo serio, pondría cara de disculpa, fingiría que es una banalidad, todo con tal de sentir que va siempre dos minutos por delante del resto del gobierno. La vicepresidenta se encogió de hombros. Llevaba demasiado tiempo en política. Había visto demasiado.

Escuchaba al ministro de Sanidad dejando vagar los ojos por los portátiles situados delante de cada ministro. Hacía poco más de un año que estaban. Y todavía el gesto habitual de los ministros seguía siendo empujarlo para despejar su trozo de mesa sobre el que luego desplegaban papeles y carpetas. Los portátiles solo contenían los documentos que iban a tratarse durante la reunión. No eran los de uso personal de cada uno y estaban conectados a la intranet de la Comisión Virtual donde se colgaban documentos de los temas que se verían en el Consejo de otros consejos anteriores. Hasta hacía poco los había considerado una mera herramienta, pero ahora los miraba como en el objetivo de una cámara se miran los ojos del fotógrafo. Tal vez la flecha también fuese capaz de acceder a ellos, aunque al mismo tiempo confiaba en que no, para eso estaba el Centro Criptológico Nacional y no podía desear que no funcionara bien.

La vicepresidenta sonrió. Minutos antes de que empezara el consejo le habían dado una buena noticia, personal, intrascendente, pero inesperadamente agradable. Su próximo viaje transoceánico había sido aplazado al menos seis semanas. Todavía saboreaba el alivio de no tener que precipitarse para resolver tantas cosas. Por lo demás, no había una sola luz en el horizonte. Algunos ministros se esforzaban por narrar pequeñas victorias, proyectos sacados adelante, hechos que sin duda tenían valor pero que en absoluto lograban penetrar, ni arañar siquiera el bloque negro de la crisis. Y debían seguir trabajando, firmando contratos, convenios, planes. Detrás de cada uno de esos proyectos había personas que verían afectada su vida. Parecido a correr en una carrera para lograr llegar en el puesto decimoséptimo en lugar de en el decimoctavo. Y hay que hacerlo.

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