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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

Adiós, Hemingway (2 page)

BOOK: Adiós, Hemingway
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Cuando el hombre de la barba canosa subió las escaleras de cemento y tomó la acera, su estatura creció y el Conde había visto cómo se colocaba la gorra bajo el brazo. Del bolsillo de su camisa había extraído un pequeño peine de plástico, con el que comenzó a acomodarse el pelo, amoldándolo hacia atrás, una y otra vez, como si fuera necesaria aquella insistencia. Por un momento el hombre había estado tan cerca del Conde y de su abuelo que el niño llegó a recibir una vaharada de su olor: era una mezcla de sudor y mar, de petróleo y pescado, un hedor malsano y abrasador.

—Se está echando a perder —había susurrado su abuelo, y el Conde nunca supo si se refería al hombre o al estado del tiempo, pues en esa encrucijada de su evocación empezaban a confundirse el recuerdo y lo aprendido, la marcha del hombre y un trueno llegado de la distancia, y por eso el Conde solía cortar en ese instante la reconstrucción de su único encuentro con Ernest Hemingway.

—Ése es Jemingüéy, el escritor americano —había añadido su abuelo cuando hubo pasado—. A él también le gustan las peleas de gallos, ¿sabes?…

El Conde creía recordar, o al menos le gustaba imaginar, que había oído aquel comentario mientras observaba cómo el escritor abordaba un reluciente Chrysler negro, aparcado al otro lado de la calle, y desde su ventanilla, sin quitarse los espejuelos de cristales verdes, hacía con la mano un gesto de adiós, precisamente en la dirección del Conde y su abuelo, aunque tal vez lo extendía un poco más allá, hacia la caleta donde quedaban el yate y el hombre rojizo al que había abrazado, o aún más allá, hacia el viejo torreón español hecho para desafiar el paso de los siglos, o quizás incluso mucho más allá, hacia la distante e indeteníble corriente del Golfo que, sin saberlo, aquel hombre que hedía a mar, pescado y sudor nunca volvería a navegar… Pero el niño ya había atrapado en el aire el saludo y, antes de que el auto se pusiera en movimiento, se lo devolvió con la mano y con la voz.

—Adiós, Jemingüéy —gritó, y recibió como respuesta la sonrisa del hombre.

Varios años después, cuando descubrió la dolorosa necesidad de escribir y comenzó a escoger a sus ídolos literarios, Mario Conde supo que aquélla había sido la última navegación de Ernest Hemingway por un pedazo de mar que había amado como pocos lugares en el mundo, y comprendió que el escritor no se podía estar despidiendo de él, un minúsculo insecto posado sobre el malecón de Cojímar, sino que en ese momento le estaba diciendo adiós a varias de las cosas más importantes de su vida.

—¿Quieres otro? —preguntó Manolo.

—Anjá —respondió el Conde.

—¿Doble o sencillo?

—¿Qué tú crees?

—Cachimba, dos rones dobles —gritó el teniente Manuel Palacios, con un brazo en alto, dirigido al barman, que empezó a servir la bebida sin quitarse la pipa de la boca.

El Torreón no era un bar limpio, y mucho menos bien iluminado, pero había ron y, a esa hora reverberante del mediodía, silencio y pocos borrachos, y desde su mesa el Conde podía seguir observando el mar y las piedras carcomidas de la atalaya colonial a la cual aquella antigua fonda de pescadores debía su pétreo nombre. Sin prisa el barman se acercó a la mesa, acomodó los vasos servidos, recogió los vacíos metiéndoselos entre sus dedos de uñas sucias y miró a Manolo.

—Cachimba será tu madre —dijo, lentamente—. A mí me da tres cojones que tú seas policía.

—Coño, Cachimba, no te empingues —lo calmó Manolo—. Era jugando contigo.

El barman puso la peor de sus caras y se alejó. Ya había mirado con ojos asesinos al Conde cuando éste le preguntó si allí servían el «Papa Hemingway», aquel daiquirí que solía beber el escritor, hecho con dos porciones de ron, jugo de limón, unas gotas de marrasquino, mucho hielo batido y nada de azúcar.

—La última vez que vi un hielo fue cuando era pingüino —había respondido el barman.

—¿Y cómo tú sabías que yo estaba aquí? —le preguntó el Conde a su ex compañero luego de beberse de un golpe la mitad de su porción.

—Para algo soy policía, ¿no?

—No te robes mis frases, tú.

—Ya no te sirven, Conde…, ya no eres policía —sonrió el teniente investigador Manuel Palacios—. Nada, no aparecías por ningún lado y como te conozco tan bien, me imaginé que ibas a estar aquí. No sé cuántas veces me contaste esa historia del día que viste a Hemingway. ¿Y de verdad te dijo adiós o es invento tuyo?

—Averígualo tú, que para eso eres policía.

—¿Estás cabrón?

—No sé. Es que no quiero meterme en esto…, pero a la vez sí quiero meterme.

—Mira, métete hasta donde quieras y cuando quieras te paras. Total, todo esto no tiene mucho sentido. Son casi cuarenta años…

—No sé por qué coño te dije que sí… Después, aunque quiera, no puedo parar.

El Conde se recriminó y, para autoflagelarse, terminó el trago de un golpe. Ocho años fuera de la policía pueden ser muchos años y nunca había imaginado que resultara tan fácil sentirse atraído por volver al redil. En los últimos tiempos, mientras dedicaba algunas horas a escribir, o cuando menos a tratar de escribir, el resto del día lo empleaba en buscar y comprar libros viejos por toda la ciudad para surtir el quiosco de un vendedor amigo, del cual recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Aunque el dinero producido por el negocio casi siempre era poco, el Conde disfrutaba con aquella ocupación de traficante de libros viejos por sus variadas ventajas: desde las historias personales y familiares agazapadas tras la decisión de deshacerse de una biblioteca, quizás formada durante tres o cuatro generaciones, hasta la flexibilidad del tiempo existente entre la compra y la venta, que él podía manejar libremente para leer todo lo interesante que pasaba por sus manos antes de ser llevado al mercado. La falla esencial de la operación comercial, sin embargo, brotaba cuando el Conde sufría, como si fueran heridas en la piel, al encontrar viejos y buenos libros maltratados por la desidia y la ignorancia, a veces irrecuperables, o cuando, en lugar de llevar ciertos ejemplares valiosos al puesto de su amigo, decidía retenerlos en su propio librero, como reacción primaria de la incurable enfermedad de la bibliofilia. Pero aquella mañana, cuando su antiguo colega de sus días policiales le telefoneó y le sirvió en bandeja la historia de! cadáver aparecido en Finca Vigía, y le ofreció entregarle extraoficialmente la investigación, un reclamo selvático lo obligó a mirar con dolor la hoja en blanco presa bajo el rodillo de su prehistórica Underwood, y decir que sí, apenas oídos los primeros detalles.

Aquella tormenta veraniega también había azotado con fuerza el barrio del Conde. A diferencia de los huracanes, las trombas estivales de agua, vientos y rayos llegaban sin previo aviso, a cualquier hora de la tarde, y ejecutaban una danza macabra y veloz sobre algún pedazo de la isla. Su fuerza, capaz de arrasar platanales y tupir alcantarillas, raras veces llegaba a males mayores, pero aquel preciso vendaval se había ensañado con la Finca Vigía, la antigua casa habanera de Hemingway, y puso a volar algunas de las tejas del techo, arrancó parte del tendido eléctrico, derribó un tramo de la verja del patio y, como si ése fuera su propósito celestial, provocó la caída de una manga centenaria y enferma de muerte, seguramente nacida allí antes de la construcción de la casa en el año remoto de 1905: y con las raíces del árbol habían salido a la luz los primeros huesos de lo que los peritos identificaron como un hombre, caucásico, de unos sesenta años, con principio de artrosis y una vieja fractura de la rótula mal soldada, muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos: uno de los impactos lo había recibido en el pecho, presumiblemente por el costado derecho, y, además de atravesarle varios órganos vitales, le había partido el esternón y la columna vertebral. El otro parecía haberle penetrado por el abdomen, pues le fracturó una costilla de la región dorsal. Dos disparos ejecutados por un arma al parecer potente, sin duda a corta distancia, los cuales provocaron la muerte de aquel hombre que, por el momento, sólo era una bolsa llena de huesos carcomidos.

—¿Sabes por qué dijiste que sí? —le preguntó Manolo y lo miró complacido y fijamente. Entonces su ojo derecho bizqueó hacia el tabique nasal—. Porque un hijo de puta siempre será un hijo de puta, por más que se confiese y hasta vaya a la iglesia. Y un jodido tipo que fue policía es policía para siempre. Por eso, Conde.

—¿Y por qué en vez de hablar toda esa mierda no me dices algo interesante? Con lo que sé, no puedo ni empezar a…

—Es que no hay más nada ni creo que lo haya. Hace cuarenta años, Conde.

—Dime la verdad, Manolo… ¿A quién le interesa este caso?

—¿La verdad-verdad? Por ahora a ti, al muerto, a Hemingway y creo que a más nadie… Mira, para mí todo está superclaro. Hemingway tenía malas pulgas. Un día alguien lo jodió demasiado y él le sopló dos tiros. Después lo enterró. Después nadie se preocupó por el muerto. Después Hemingway se metió un tiro en la cabeza y ahí se acabó la historia… Te llamé porque sabía que te iba a interesar y quiero dar un tiempo antes de cerrar el caso. Cuando lo cierre y se conozca la noticia, entonces sí que la historia de ese muerto enterrado en la casa de Hemingway le va a interesar a mucha gente y se va a publicar en medio mundo…

—Y por supuesto, les va a encantar decir que Hemingway lo mató. ¿Y si no fue él quien lo mató?

—Eso es lo que tú vas a averiguar. Si puedes… Mira, Conde, yo estoy hasta aquí de trabajo —e indicó a la altura de las cejas—. Esto se está poniendo cabrón: cada día hay más robos, malversaciones, asaltos, prostitución, drogas, pornografía…

—Lástima que ya no soy policía. Tú sabes que me encanta la pornografía.

—No jodas, Conde: pornografía con niños.

—Esto es el principio, Manolo. Agárrate para lo que nos viene arriba…

—Por eso mismo, Conde, ¿tú crees que con toda esa mierda en el ambiente yo tengo tiempo de meterme en la vida de Hemingway, que se voló la cabeza hace mil años, para saber si mató o no a un tipo que no se sabe ni quién coño es?

El Conde sonrió y miró hacia el mar. La caleta, en otros tiempos repleta de botes de pescadores, era ahora un piélago desierto y refulgente.

—¿Sabes una cosa, Manolo?… —hizo una pausa y probó su trago—. A mí me encantaría descubrir que fue Hemingway el que mató a ese tipo. Desde hace años el cabrón me cae como una patada en los cojones. Pero a la vez me jode pensar que le echen arriba un muerto que no es suyo. Por eso voy a averiguar un poco, y cuando digo un poco es un poco… ¿Ya registraron bien toda la parte donde apareció el muerto?

—No, pero mañana van para allá Crespo y el Greco. Ese trabajo no lo podía hacer cualquier abrehuecos.

—Y tú ¿qué vas a hacer?

—Seguir en lo mío y dentro de una semana, cuando me digas lo que sabes, cierro el caso y me olvido de esta historia. Y que le caiga la mierda arriba a quien le caiga.

El Conde volvió a mirar hacia el mar. Sabía que el teniente Palacios tenía razón, pero una extraña incomodidad se le había instalado en la conciencia. ¿Será por culpa del mar o porque fui policía demasiado tiempo?, pensó. ¿O será porque ahora trato de ser escritor?, también pensó, para no relegar su mayor ambición.

—Ven acá, quiero que veas una cosa —le pidió a su amigo y se puso de pie.

Sin esperar a Manolo cruzó la calle y avanzó entre los troncos de las casuarinas hacia el pequeño parque con una glorieta sin techo, dentro de la cual estaba el pedestal de mampostería con el busto de bronce. La luz del sol, oblicua y decadente, entregaba sus últimos beneficios todavía tórridos al rostro verde y casi sonriente del hombre allí inmortalizado.

—Cuando empecé a escribir, yo también lo hacía como él. Este tipo fue muy importante para mí —dijo el Conde, con los ojos clavados en la escultura.

De todos los homenajes, utilizaciones y rememoraciones del nombre y la figura de Hemingway existentes en Cuba, sólo aquel busto le parecía sentido y verdadero, como una de las simples oraciones afirmativas que Hemingway aprendió a escribir en sus viejos días de reportero novato del
Kansas City Star
. En verdad, al Conde siempre le sonaba excesivo y hasta poco literario que sobreviviera un torneo de pesca de agujas, inventado por el mismo escritor y perpetuado después de su muerte, todavía patentizado con su nombre. Le resultaba falso y de mal gusto —en realidad de mal sabor— aquel daiquirí «Papa Doble» que una vez, atentando contra su pobre bolsillo, había bebido en la barra del Floridita, para encontrarse con una poción desleída a la cual Hemingway le había negado —por prescripción facultativa, para colmo de males-la gracia salvadora de la cucharadita de azúcar capaz de marcar la diferencia entre un buen cóctel y un ron mal aguado. Más que turbia, le parecía insultante la invención de una glamurosa Marina Hemingway para que los ricos y hermosos burgueses del mundo y ningún zarrapastroso cubano de la isla (por la simple condición de ser cubano y todavía vivir en la isla) disfrutaran de yates, playas, bebidas, comidas, putas complacientes y mucho sol, pero de ese sol que da un bello color en la piel, y no del otro, que te quema hasta los sesos en un campo de caña. Incluso el museo de Finca Vigía, donde Conde había dejado de ir tantos años atrás, le sabía a escenografía calculada en vida para cuando llegara la muerte… Al final, sólo la carcomida y desolada plazoleta de Cojímar, con aquel busto de bronce empotrado en un bloque de concreto roído por el salitre, decía algo simple y verdadero: era el primer homenaje postumo que se le rindió al escritor en todo el mundo, era el que siempre olvidaban sus biógrafos, pero era el único sincero, pues lo habían levantado con sus propios dineros los pobres pescadores de Cojímar, luego de recoger por toda La Habana los trozos de bronce necesarios para el trabajo del escultor, quien tampoco cobró por su obra. Aquellos pescadores, a los que en los malos tiempos Hemingway les regaló las capturas hechas por él en aguas propicias, a los que consiguió trabajo durante la filmación de
El viejo y el mar
, exigiendo además que se les pagara a precio justo, unos hombres con quienes bebió cervezas y rones comprados por él, y a los cuales, en silencio, les escuchó hablar de peces enormes, plateados y viriles, capturados en las aguas cálidas del gran río azul, solamente ellos sentían lo que nadie en el mundo podía sentir: para los pescadores de Cojímar había muerto un camarada, algo que Hemingway no fue ni para los escritores, ni para los periodistas, ni para los toreros o los cazadores blancos del África, ni siquiera para los milicianos españoles o para aquellos maquis franceses, al frente de los cuales entró en París para ejecutar la etílica y feliz liberación del hotel Ritz del dominio nazi… Frente a aquel pedazo de bronce se derrumbaba toda la falsedad espectacular de la vida de Hemingway, vencida por una de las verdades más limpias de su mito, y el Conde admiraba el tributo no por el escritor, que nunca lo sabría, sino por los hombres capaces de engendrarlo, con un sentimiento de verdad que no suele existir en el mundo.

BOOK: Adiós, Hemingway
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