Afortunada (23 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Afortunada
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No lo era. Mucho de lo que inventé y subvertí distaba de ser irrefutable, pero entonces no estaba preparada para admitirlo. También elaboré un doloroso razonamiento sobre por qué era mejor que me hubieran violado siendo virgen.

«Creo que fue mejor que me violaran siendo virgen —decía a la gente—. No hago ninguna asociación sexual con ello como hacen otras mujeres. Fue violencia pura. Así, cuando tenga relaciones sexuales normales, tendré muy clara la diferencia entre sexo y violencia.»

Me pregunto quién se lo tragó.

Aun teniendo que asistir a clase y comparecer ante el tribunal había encontrado tiempo para enamorarme. Se llamaba Jamie Waller e iba al taller de Wolff. Era mayor que yo —veintiséis años— y amigo de otro chico de nuestra clase, Chris Davis. Chris era gay. Pensé que eso definía a Jamie —que era heterosexual— como un hombre muy moderno. Si era capaz de sentirse tan abiertamente cómodo en compañía de un gay, razoné, tal vez fuera capaz de aprobar a una víctima de violación.

Logré hacer todo lo que hacen las chicas enamoradas. Pedía a Lila que se reuniera conmigo después de clase para que lo viera y al volver a la residencia hablábamos de lo guapo que era. Cada vez que lo veía, le describía a ella con detalle su atuendo. Era el prototipo de lo que yo llamaba pijo barato. Llevaba jerséis de lana áspera y con manchas de huevo, y sus calzoncillos Brooks Brothers a menudo le asomaban por encima de sus anchos pantalones de pana. Vivía fuera del campus, en un apartamento, y tenía coche. Iba a esquiar los fines de semana. Tenía lo que yo quería: una vida independiente. Soñaba con él en la intimidad; delante de la gente me hacía la dura.

Yo odiaba mi aspecto físico. Me creía gorda, fea y rara. Pero aunque él nunca me encontrara físicamente atractiva, disfrutaba oyendo una buena historia y le gustaba emborracharse. Yo podía contarle lo primero y hacer lo segundo.

Después del taller de Wolff, Chris, Jamie y yo íbamos a tomar algo, luego Jamie decía: «Bueno, chicos, yo me largo. ¿Qué vais a hacer este fin de semana?». Chris y yo nunca teníamos buenas respuestas. Los dos nos sentíamos ineptos. Mis fines de semana habían consistido en esperar el gran jurado y luego lo que siguió. Chris más tarde confesó que sus fines de semana habían consistido en ir a bares gay del centro de Syracuse y tratar sin éxito de ligar. Chris y yo nos sobrealimentábamos y bebíamos demasiado café mientras leíamos buena poesía. Cuando escribíamos un poema que no desdeñábamos nos llamábamos y lo leíamos en alto. Éramos solitarios y nos odiábamos a nosotros mismos. Nos hacíamos reír, con amargura, y esperábamos a que Jamie volviera renovado de un fin de semana en Stowe o Hunter Mountain para que llenara nuestras deprimentes vidas.

Una noche de aquel otoño les conté a los dos mi violación. Estábamos los tres borrachos. Fue después de un recital o un taller, y habíamos ido a un bar de Marshall Street. Era un poco más agradable que la mayoría de los bares de estudiantes, que eran más bien cuevas.

No recuerdo cómo salió a colación. Era un par de días antes de la rueda de identificación y yo no podía pensar en otra cosa. Chris se quedó perplejo y la noticia tuvo el efecto de ponerle más borracho. Su hermano Ben había sido asesinado hacía dos años, pero entonces yo no lo sabía. Era Jamie quien me importaba. Jamie con quien me imaginaba casándome enamorada.

Cualquiera que hubiera sido su reacción, no habría satisfecho la fantasía de rescate que yo me había inventado. Nada lo habría hecho. Se produjo un silencio incómodo alrededor de la mesa y luego Jamie encontró la solución. Pidió otra ronda de copas.

Jamie volvió solo en coche a su apartamento de fuera del campus. Chris, que vivía en la otra dirección, me acompañó andando a casa. Cuando me acosté la cabeza me daba vueltas. No me gustaba beber, pero me gustaba cómo me liberaba. Decía algo sin querer y el mundo no estallaba, y podía contar con que al final me dormiría. A la mañana siguiente me dolía la cabeza y siempre vomitaba, pero a Jamie, y al parecer a todo el mundo, le gustaba cuando estaba borracha. La ventaja añadida era que a menudo no me acordaba de gran cosa.

Después de Navidad salimos de copas con más frecuencia, sin Chris. Jamie me dijo que había vuelto a la universidad para terminar la carrera después de haber cuidado a su padre durante una enfermedad terminal prolongada. Me confesó que tenía una tienda de ropa para mujeres en Utica, y que iba a menudo a supervisar. Todo eso lo rodeó de más glamour todavía, pero lo que realmente me gustaba de él era su naturalidad. Comía y eructaba. Se dormía en todas partes. Había perdido la virginidad mucho antes que yo, a los catorce años, con una mujer mayor que él. «No tuve escapatoria», decía bebiendo un sorbo de cerveza de una botella o vino de una copa, y resoplaba alegremente. Bromeaba sobre la cantidad de mujeres que habían pasado por su vida y me contaba historias de maridos que lo habían sorprendido con sus mujeres.

Yo no me sentía cómoda oyéndolo. Su promiscuidad me parecía inconcebible, pero también significaba que había visto y hecho de todo. No habría sorpresas. A sus ojos yo no era un bicho raro. Jamie no era un buen chico. Pero lo último que necesitaba yo era un buen chico que me viera «especial».

Escuchó con paciencia lo que ocurría en mi vida: sobre Gail, la rueda de identificación o mi miedo al juicio. Las semanas siguientes, que se convirtieron en meses después de las vacaciones de Navidad, viví a la espera del juicio. Lo pospusieron repetidas veces. Se fijó para el 22 de enero una vista previa al juicio. Se canceló, pero tuve que acudir igualmente para hablar con el fiscal del distrito, Bill Mastine, y con Gail, que ahora estaba embarazada y pasaba las riendas a Mastine.

Vi que Jamie reconocía que los dos éramos bichos raros. Él había pasado por mucho con su padre y creía que yo, a mis diecinueve años, me distinguía de la mayoría de mis compañeras por la violación. Pero en lugar de hacer que me enfrentara a mis sentimientos, como quería Tricia del Centro de Crisis de Violaciones, me enseñó a beber. Y aprendí.

Jamie y yo hablamos de sexo y yo le mentí.

Una noche, en el bar, me preguntó —sin miramientos, me pareció— si me había acostado con alguien desde la violación. Yo le dije que no, pero en aquel mismo instante la expresión de su cara me informó de que no era la respuesta acertada. Rectifiqué:

—No, no seas tonto, por supuesto que sí.

—Uf —respondió, dando vueltas al vaso de cerveza encima de la mesa—. No me habría gustado ser ese tío.

—¿Qué quieres decir?

—Es una gran responsabilidad. Tendrías miedo de follar. Además, ¿quién sabe qué podría pasar?

Le dije que no había sido tan terrible como imaginaba él. Me preguntó con cuántos hombres me había acostado. Me inventé un número: tres.

—Los suficientes para saber que eres normal.

Yo le di la razón.

Seguimos bebiendo. De pronto estaba sola, lo sabía. Si le hubiera dicho la verdad me habría rechazado. La presión que sentía de «quitarme aquello de encima» —tal como se lo había dicho a Lila— era insoportable. Temía que si tardaba demasiado, el miedo que entrañaba tener relaciones sexuales no hiciera sino aumentar. No quería acabar convertida en una vieja reseca, ni hacerme monja, ni vivir en la casa de mis padres y quedarme mirando las paredes. Aquellos destinos me parecían muy reales.

Poco antes de las vacaciones de Semana Santa llegó la noche.

Jamie y yo fuimos al cine. Después nos emborrachamos mucho en el bar.

—Tengo que mear —dijo él, no por primera vez aquella noche.

Mientras iba al lavabo, hice cálculos. Hacía un tiempo que preparábamos el terreno. Él me había hecho la única pregunta que podía detenernos y yo le había mentido, al aparecer con éxito. Al día siguiente él se iría de fin de semana a esquiar, y yo estaría sola conmigo misma y con Lila unos días.

—Si bebo más no podré volver a casa en coche —dijo él cuando volvió a la mesa—. ¿Te vienes conmigo?

Me levanté y salimos. Nevaba. Sentimos el frío cortante de los copos de nieve en nuestra piel caliente por el alcohol. Nos quedamos allí parados respirando el aire frío. Se amontonaron copos de nieve en las puntas de las pestañas de Jamie y en la costura de su gorro de esquiar.

Nos besamos. Fue un beso húmedo y baboso, diferente de los de Steve, más bien como los de Madison. Yo quería aquello. Quería con toda mi alma quererlo. Es Jamie, me repetí mentalmente. Es Jamie.

—¿Te vienes a casa conmigo entonces? —preguntó él.

—No lo sé —dije.

—Bueno, hace un frío de cojones aquí fuera y yo me voy a casa. Contigo o sin ti.

—Llevo las lentillas —dije.

Él estaba borracho y se mostró desenvuelto, ya había hecho eso mil veces antes.

—Bueno, tienes dos opciones. Puedes volver andando a la residencia y dormir sola, o puedo llevarte allí en coche y esperarte mientras te quitas las lentillas.

—¿Lo harías?

Él se quedó fuera en el coche. Yo me dirigí apresuradamente al ascensor de Haven, fui a mi habitación y me quité las lentillas. Era tarde, pero desperté a Lila de todos modos. Llamé a su puerta. Me abrió; llevaba su camisón de franela. Su habitación estaba oscura. La había despertado.

—¿Qué pasa?

—Bueno, ha llegado la hora —dije—. Me voy a casa de Jamie. Volveré por la mañana. Prométeme que desayunarás conmigo.

—Bueno —dijo ella, y cerró la puerta.

Yo había querido compartirlo con alguien.

Cuando salí nevaba mucho. Para concentrarnos en la carretera, guardamos silencio. Noté el aire caliente que salía del salpicadero. Jamie era mi guía en una misión a un lugar donde yo nunca había estado. Yo tenía una última oportunidad para hacerlo antes de que se cerraran los muros. La promiscuidad de Jamie me parecía ahora una bendición. En su forma de hablar de ello yo sabía que había habido tanta fanfarronería como verdadero placer. Aun entonces me di cuenta de que había estado borracho en muchos de esos encuentros. Ahora también lo estaba. Pero todo eso me daba información. Las borracheras. La promiscuidad. Una vida sin rumbo. Todo era, a mi modo de ver, fruto de su elección. Nadie le había obligado a beber, a follar o a correr. Ahora miro atrás y veo que podría haber sido de otro modo; pero entonces me quedé mirando la carretera. La nieve se amontonaba a cada lado de los limpiaparabrisas en marcha y formaba un pico blanco en medio. Yo me dirigía a la casa de un hombre normal —y casi desde cualquier punto de vista, atractivo— y él me llevaba allí para hacer el amor conmigo.

Había imaginado muchas veces su casa. No me pareció tan fantástica cuando llegamos. Vivía en un apartamento de un dormitorio. En la salita no había muebles, sólo cajas de leche llenas de discos y casetes, y un estéreo en el suelo enmoquetado. Él entró y tiró la cartera al suelo, orinó sin molestarse en cerrar la puerta del cuarto de baño, de la que desvié la mirada, y volvió a entrar en la cocina. Desde que habíamos llegado al apartamento se había mostrado impaciente por ponerse en acción. Yo estaba en el pasillo, entre la cocina oscura y la salita sin amueblar. Su habitación estaba cerca del cuarto de baño. Sabía que era allí adonde nos dirigíamos, sabía que para eso había ido allí, pero titubeé. Estaba asustada.

Jamie dijo que suponía que yo era lo suficientemente novata como para tener que ofrecerme una copa. Tenía una botella de vino blanco ya abierta en la nevera y dos copas de vino sucias. Sostuvo las copas debajo del grifo y a continuación las llenó de vino. Cogí mi copa que goteaba y bebí un sorbo.

—Puedes dejar el bolso —dijo—. La música lo hará más fácil, ¿eh?

Entró en la salita y se acuclilló junto a una caja de leche llena de casetes. Cogió unas cuantas, las miró y volvió a tirarlas. Yo dejé mi cartera cerca de la puerta de la calle. Él optó por Bob Dylan, la clase de melodías lentas y dilatorias que siempre me hacían pensar en los muertos haciendo sonar sus cadenas. No era fan de Dylan, pero sabía que era mejor callármelo.

—No te quedes ahí como una estatua —dijo, volviéndose y acercándose más—. Bésame.

Algo en mi beso le desagradó.

—Mira, tú también querías esto —dijo—. No te cortes ahora.

Dijo que fuera a cepillarme los dientes. Le contesté que no tenía cepillo.

—¿No te has quedado nunca en casa de un tío?

—Sí —mentí tímidamente.

—¿Qué haces entonces?

—Lo hago con el dedo —dije, pensando rápidamente.

Jamie pasó por mi lado, entró en el cuarto de baño y me dio un cepillo de dientes.

—Toma —dijo—. Si follas con alguien puedes utilizar su cepillo.

Asustada, borracha y titubeante pillé su lógica. Fui al cuarto de baño y me cepillé los dientes. Me eché agua a la cara y, por un instante, me preocupó si estaba guapa. Pero en cuanto me miré en el espejo desvié la vista. No podía ver lo que estaba haciendo. Tragué saliva, respiré hondo y salí del lavabo.

Jamie estaba tirando la ropa de la cama al suelo de su habitación. Las sábanas tenían manchas, y había varias mantas amontonadas donde habían caído al quitarlas de una patada. Había subido el volumen de la música. Las botas de esquí estaban fuera de la habitación, colocadas de lado. Me trajo la copa de vino y la puso junto a su radio despertador en la caja de leche que había junto al colchón.

Se quitó la camisa por la cabeza. Yo había visto muy pocos torsos de hombres. El suyo parecía más escuálido de lo que yo había imaginado y estaba cubierto de pecas. La cinturilla de sus calzoncillos largos había perdido la elasticidad y le caía por encima de los pantalones.

—¿Piensas quedarte vestida? —preguntó.

—Estoy cortada.

—No tenemos tiempo para eso —dijo él—. Tengo que levantarme mañana para la clase de español y luego me voy a Vermont. Empecemos.

De alguna manera lo hicimos. De alguna manera me quedé tumbada debajo de él mientras me follaba. Me folló con energía. Fue lo que más tarde oí a las chicas llamar «sexo atlético». Cuando se corrió, lo hizo ruidosamente, resoplando y gritando. Yo no estaba preparada para eso y me eché a llorar. Lloré más fuerte de lo que jamás habría imaginado, sacudiendo el cuerpo. Él dejó de hacer ruidos y me abrazó fuerte. Yo me sentía humillada, pero no podía parar. No creo que él supiera que le consideraba el primero, pero fue lo bastante inteligente para saber la causa del llanto.

—Pobrecita —dijo—. Pobrecita.

Poco después se quedó dormido encima de mí. Yo me quedé despierta toda la noche.

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