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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Al calor del verano (39 page)

BOOK: Al calor del verano
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—¿Qué había hecho él? —preguntó Christine.

—Tal vez había cortado el cable de la batería, tal como dijo —aventuró el detective.

Christine volvió a estremecerse, con un espasmo a la altura de los omóplatos. Extendió la mano y aferró la mía. Me pregunté por qué el asesino la había dejado marchar. Y aquella llamada telefónica... Cuando miré el reloj, mientras oía su voz, eran las cuatro menos cinco. Ya está hecho, había dicho. Tenía razón.

—Pero ¿por qué estaba el capó levantado cuando llegamos aquí? —preguntó el detective.

Christine lo miró.

—El motor se calentó a causa de los atascos. Últimamente ocurre a menudo. —Se volvió hacia mí—. ¿Recuerdas que el otro día te pedí que lo repararas?

Lo había olvidado.

Llamé a Nolan desde la jefatura de policía para informar de lo sucedido. Él ya estaba dando los últimos toques al artículo, incorporando citas de la última grabación y las amenazas a Christine.

—Vaya lío —dijo—. Y nos estamos atrasando.

Le conté lo que había pasado en realidad.

—Dios mío —dijo—, estuvo cerca.

—No lo sé —repliqué.

—No te entiendo.

—¿Estuvo cerca? ¿Quién sabe? Quiero decir: ¿qué intentaba hacer? ¿Acaso tenía la intención de llevársela y cambió de idea? ¿O sólo pretendía asustarme? Pues lo ha conseguido.

—Lo sé —dijo Nolan—. ¿Cómo está Christine?

—Se marcha a casa de sus padres.

—¿Dónde viven?

—En Madison, Wisconsin. Creo que eso queda bastante lejos.

—Eso espero —dijo Nolan.

Oí el tecleo del ordenador mientras Nolan escribía las notas que yo le dictaba. Me invadió la extraña sensación de que estaba violando la intimidad de Christine al citarla sabiendo que sus palabras figurarían en el artículo. Nolan quería que le proporcionara descripciones. Yo me mostraba reacio a hacerlo, y tuvo que insistir hasta que accedí y le conté con pelos y señales lo que había visto.

—Muy bien —dijo finalmente—, lo incluiré todo. Será un batiburrillo, pero es lo mejor que podemos hacer. Te veré por la mañana. Y cuando llegues a casa, desconecta el teléfono.

Antes de que yo colgara, añadió:

—Ah, el artículo aparecerá con tu firma, como siempre.

Meneé la cabeza, pero me quedé callado. No podía resignarme a decir que no quería figurar como el autor, que deseaba perder todo contacto con el caso y con el asesino. No lo dije porque no podía. No habría sido verdad.

Aquella noche, el dibujante de la policía terminó por fin su bosquejo. Los dos detectives estaban sentados a un lado mientras Christine y yo hablábamos con el artista que realizaba el retrato robot del asesino. Christine negaba con la cabeza y decía: «No era exactamente así», pero cuando los pómulos, las cejas y el mentón cobraron forma en el papel, me pareció que la semejanza era cada vez mayor. El dibujante agregó unas grandes gafas de aviador, lo que acentuó el parecido. Christine se encogió de hombros.

—En realidad no lo vi bien. No podría asegurarlo.

Martínez me miró. Yo asentí.

—Es un comienzo —dijo el detective.

Wilson contempló el retrato robot por un momento antes de cerrar el puño y agitarlo ante los ojos inexpresivos que lo miraban desde el papel.

Bien entrada la noche, llevé una copia del retrato a la oficina. Nolan ya se había marchado, pero el redactor jefe nocturno estaba allí. Posó la vista en Christine por un instante, estudiándola y admirándola al mismo tiempo; luego tomó el bosquejo y se dirigió a la mesa de redacción. Quitaron una fotografía de la última edición y colocaron el retrato junto a la noticia con la leyenda: «¿HA VISTO USTED A ESTE HOMBRE?» En la redacción había un ejemplar de la edición anterior y vi en él mi nombre debajo de otro titular, pero los ojos se me nublaron al leer las palabras. Ya no eran mías.

Volvimos a casa en silencio. A esa hora, ya no había gente en las calles, excepto algunos de los marginados de Miami: personas sin ocupación fija, ancianos, jóvenes, algunos en autobuses, otros haciendo autostop, otros que simplemente vagaban por ahí. Muchos vivían bajo las vías de acceso a la autopista; construían chabolas con cajas de cartón y recogían objetos de la basura. Hombres mayores cubiertos de llagas deambulaban en silencio por la oscuridad, buscando, en general, su próximo trago y su próxima borrachera. Se relacionaban a menudo con los jóvenes, los fugitivos que iban hacia el sur por la Interestatal 95, la amplia carretera que llegaba hasta el centro de Miami, desde Maine.

Por las noches, los dos grupos salían a la calle. Nos paramos frente a un semáforo y vimos a un par de adolescentes que le tomaban el pelo a un anciano. Le habían quitado una gorra de béisbol de la cabeza y se la arrojaban el uno al otro; el viejo se retorcía y daba vueltas tratando de recuperarla.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Christine.

No supe qué responderle. Mientras los observábamos, el viejo finalmente trastabilló y cayó al suelo. Se quedó tendido, jadeando por el esfuerzo y tal vez debido a un enfisema. Los dos jóvenes lo miraron por un momento y luego le tiraron la gorra. El viejo no intentó agarrarla y permaneció tumbado.

Vi que un automóvil se detenía y alguien bajaba una ventanilla. Los dos jóvenes se acercaron a él y, después de un cruce de palabras, uno de ellos se dirigió al otro lado y desapareció por la puerta abierta. El otro adolescente siguió con la mirada las luces que se alejaban y luego se alejó hasta perderse en su propia oscuridad. Nuestro semáforo se puso verde y aceleré para subir por la rampa de acceso a la autopista.

—¿De qué iba eso? —preguntó Christine.

—Un ligue —respondí—. Un homosexual maduro conduciendo por la ciudad en busca de una pareja para la noche.

Christine emitió un gruñido de desagrado y luego nos quedamos callados.

En el aeropuerto, anunciaron su vuelo por megafonía. Christine me acarició la mejilla.

—Debes de estar cansado —dijo—. Siento mucho que las cosas tengan que ser así.

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no hemos tenido mucho contacto últimamente —comentó.

Asentí.

—¿Me llamarás? —pregunté.

—Claro.

—¿Regresarás?

Vaciló.

—No lo sé.

Hubo un momento de silencio entre nosotros.

—¿Y si él decide ir a por ti? —preguntó—. ¿No tienes miedo?

—Creo que no —respondí.

Christine frunció el ceño.

—No. Ése es el problema. Tú lo ves todo. Y sin embargo estás totalmente ciego a lo que sucede en realidad. —Los ojos se le humedecieron—. Lo siento mucho —dijo.

Se dio la vuelta, tomó su bolso, unas revistas y un ejemplar de los cuentos de Hemingway. Con firmeza y rapidez atravesó la puerta de embarque para subir al avión. Levanté la mano para despedirme con un gesto, pero cambié de idea y la bajé. De todos modos, ella no miró atrás.

Luego mis pensamientos se centraron de nuevo en el asesino.

Esa tarde, ante mi escritorio, saqué todas las notas que había escrito sobre el asesino. Las examiné, elaboré una lista de rasgos, pistas y todos los intentos de descubrir la identidad del hombre, y me quedé mirándola. Empezaba así:

Hijo único.

Niñez en Ohio.

Adolescencia en la ciudad.

Padre: vengativo, débil.

Madre: seductora, fuerte.

Ejército.

Crueldad.

Había otras características, extraídas de la conversación más reciente. Debajo de todo, escribí: «¡No hay prórrogas!»

Entonces, uno tras otro, taché todos los renglones. Todos los artículos, todas las palabras y oraciones que habían llenado las columnas del periódico, no significaban nada. Ahora carecían de sentido y de sustancia. Bajé la vista y advertí que había trazado un gran signo de interrogación en la página. Sonreí. «Muy apropiado», dije en silencio, para que no me oyeran los demás periodistas. Después de todo lo que había ocurrido, de todo lo que se había dicho, en realidad yo no sabía nada. Fijé la mirada en el retrato robot y evoqué las conversaciones con el asesino. Recordé algo que él había dicho: estábamos solos él y yo. Ahora lo comprendía.

El dueño de la armería levantó la vista cuando entré. La tienda estaba vacía, salvo por un par de hombres que miraban las pistolas que estaban en exhibición en una vitrina cerrada. El dueño sonrió, y vi que estaba leyendo el
Journal
. Extendió la mano.

—¿Sabe? Justamente estaba leyendo su último artículo. Tenía el presentimiento de que lo veríamos por aquí. Quiere estar preparado por si él vuelve a intentado, ¿verdad?

—Correcto —respondí.

Se frotó las manos.

—No vienen por aquí muchos jóvenes como usted —prosiguió—. Es decir, vienen muchos jóvenes, pero no son como usted: educados, con trabajos de oficina. No, en su mayoría, los clientes de su edad son obreros de la construcción, policías, algún bombero a quien le agrada practicar tiro cazando patos o tal vez ciervos en los Glades. Claro que desde que este asesino comenzó a hacer de las suyas en la ciudad vienen personas de todo tipo. Pero no como usted.

Como yo guardaba silencio, continuó:

—Creo que tiene algo que ver con la guerra, usted me entiende. No les apasionan las armas. Pistolas, rifles..., diablos, ni siquiera una buena honda. Claro que es sólo una teoría, una observación. Se aprende mucho de la vida en una tienda de armas.

»Bien. Esta vez no viene por un artículo, ¿verdad? No busca declaraciones, supongo. ¿Qué le interesa? ¿Qué le parece una Magnum 357? Creo que la última vez le mostré una de ésas, ¿no es así? ¿No? Bueno, eso debe de ser lo que usted necesita.

Negué con la cabeza.

—¿Y una de éstas? —dijo, agarrando una automática de un estante—. Automática, nueve milímetros. Lleva un cargador de trece tiros, expulsa los cartuchos. Es un modelo con un funcionamiento particularmente suave. Nunca se traba; al menos, eso me han dicho.

Volví a sacudir la cabeza.

—Quiero lo que tiene él —dije al fin.

El hombre sonrió.

—Debí adivinarlo. Quiere combatir el fuego con fuego. Para igualar las cosas, ¿eh? Ha decidido que con un poco de cerebro y un poco de suerte puede sacarle ventaja. Bien pensado. —Se inclinó y extrajo una 45 de metal gris de la vitrina—. Aquí está. El modelo básico. Ideal para dejar a ese tipo en la puerta. Nada de adornos, sólo el arma, con sus piezas esenciales. ¿Para qué llevarse algo que no necesita, eh? Me refiero a que esta arma tiene un propósito limitado y específico, ¿correcto?

—Correcto —respondí.

—Tengo muy buen ojo para la gente, sí señor. Eso se aprende cuando uno vende armas. Hay que poder intuir las necesidades del cliente. Adivinar lo que tiene en mente. Una pistola es eso, ¿sabe? Una extensión.

—Me la llevo.

—Un momento —dijo—. Usted sabe lo de las setenta y dos horas. El tiempo necesario para serenarse.

—¿Cómo dice?

—Usted es periodista, debería saberlo. Nadie puede comprar una pistola y llevársela en el mismo momento. Es una norma del condado. El comprador debe mostrar su identificación, pagar y volver setenta y dos horas después de buscar la pistola. Es para evitar que alguien se enzarce en una discusión con su vecino, su esposa o su cuñado, venga aquí y compre algo para liquidados. La asamblea legislativa supone que tres días bastan para hallar otra solución.

—Eso es un problema —repuse.

Me miró fijamente.

—Es lo que estoy pensando. —Se inclinó y acercó su rostro al mío—. Le diré qué haremos. Si usted me da su palabra de que no me delatará, pondré una fecha atrasada en el recibo de compra y podrá llevarse el arma. Jamás lo he hecho antes, pero supongo que por una vez no me descubrirán. Y me sentiría muy culpable si ese tipo fuera y lo liquidara durante el período de espera. Considérelo un acto de solidaridad, ¿de acuerdo?

—Tiene mi palabra.

No reconocí mi propia voz.

Mientras el hombre se encargaba de los papeles, sopesé la automática. La culata parecía llenar mi mano y cubrir cada poro de mi piel. Tenía un tacto agradable, fresco. Miré la pistola y sentí que el entusiasmo recorría mi brazo hasta invadir mi cuerpo. El asesino también debió de sentir lo mismo alguna vez.

—Somos gente responsable —dijo Nolan.

Sus ojos se paseaban por las páginas y los titulares, y se detenían en las fotografías. Estaba sentado a un escritorio, mirando todos los artículos que habíamos publicado sobre los asesinatos, clavados en la pared de un pequeño despacho.

—Simplemente no lo entiendo —murmuró. Se recostó en la silla y se frotó los ojos—. Hemos obrado de una manera absolutamente ética. Mira los artículos: ningún editorial sensacionalista en primera plana pidiendo venganza, nada de odio, no sembramos el pánico. Intento averiguar en qué nos equivocamos. ¿Qué clase de mensaje le hemos enviado a ese tipo? ¿De qué manera lo hemos alentado? Diablos, el
Journal
ha sido cuidadoso. Agresivo, sí, pero cuidadoso, en todos y cada uno de los artículos. ¿Acaso el
Times
o el
Washington Post
lo habrían manejado de otra manera? No lo creo. Bueno, tal vez habrían decidido explotarlo a fondo y poner a media docena de periodistas a trabajar en la historia, pero aun así yo defendería la decisión de que te encargaras tú solo de cubrir el caso. Gracias a eso hemos mantenido cierta coherencia, un mismo enfoque. Además, diablos, él te llamaba a ti, no a todo el personal. —Hizo una pausa para reflexionar—. Supongo que las cosas habrían sido distintas si el periódico fuera de Hearst... o uno de los tabloides británicos, del tipo de los de Fleet Street. Podríamos haber llamado a videntes y escrito cartas abiertas al asesino. Podríamos haber publicado titulares sensacionalistas todos los días, habernos entregado a un frenesí periodístico, promovido una especie de guerra santa. Podríamos haber publicado las fotos más truculentas a todo color.

»Pero no hicimos nada de eso. Permanecimos calmos; agresivos, como ya dije, pero circunspectos. Actuamos con toda la respetabilidad y la... responsabilidad que cabe esperar del principal periódico de esta ciudad. Nadie puede acusamos de manipular a ese tipo.

Nolan volvió a frotarse los ojos. Parecía estar hablándoles a los recortes de la pared y no a mí.

—¿Sabes? Incluso pedí a los de la biblioteca que separaran todos los editoriales sobre la guerra de Vietnam. Sólo para repasarlos, para recordar la línea que teníamos entonces. Moderada desde el principio. Un apoyo inicial que, a finales de los años sesenta se transformó en la exigencia de que trajeran a todas las tropas de regreso en 1971 y de que dejaran de apoyar a los regímenes títeres. Creo que no fuimos los primeros, pero estoy seguro de que tampoco fuimos los últimos. —Exhaló un largo suspira—. Estoy envejeciendo —dijo—. Creo que todo esto empieza a afectarme. —Me miró—. ¿Sabes? Envié a mi esposa y mis hijos a casa de mi hermano y mi cuñada, en California. Hace dos semanas.

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