Alas negras (20 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas negras
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»Y ésa es mi historia, pequeño, y también la historia de Cosa, y la tuya propia, porque el ángel que debía proteger a Marla era tu madre, Ahriel Alas Rotas, aunque, naturalmente, nadie la llamaba así en su presencia. La arrojaron a Gorlian con las alas atadas, y no sólo se las arregló para sobrevivir, sino que terminó arrebatando el trono al Rey de la Ciénaga y proclamándose Señora de Gorlian en su lugar. Sí, chaval... este inmundo lugar quebró su espíritu justiciero, pero, si finalmente logró escapar, espero que aún le quede odio suficiente para vengarse de Marla por todos nosotros.

La voz de Karmac se apagó, y él se quedó mirando el fuego de la hoguera con aire desdichado. Zor no supo qué decir. Todo aquello le parecía tan absurdo que no lo extrañaba nada que llamasen a aquel hombre el Loco Mac. Sin embargo, su historia llenaba muchos huecos, explicaba cosas de las que su abuelo jamás le había hablado, y lo conmovía profundamente. Miró a Cosa, dubitativo, y vio que ella seguía acurrucada junto a Mac, y tenía los ojos repletos de lágrimas. Zor sabía que, pese a lo mucho que le costaba hablar, Cosa no era tonta, y había entendido perfectamente todo lo que el «Amo Karmac» había dicho. ¿Cómo se sentiría? Tal vez Zor fuera el hijo de un ángel caído en desgracia y un criminal cualquiera, y hubiese nacido en la prisión más espantosa que existía, pero Cosa era producto de un experimento de magia negra... un experimento fallido, que no placía a su creador, y que había sido, por tanto, desechado y abandonado.

Zor inspiró hondo. No solía tocar a Cosa, porque, a pesar del cariño que sentía hacia ella, su aspecto aún le resultaba repugnante, pero en aquel momento la atrajo hacia sí y la abrazó, consolador. Ella se echó a llorar y le llenó el hombro de lágrimas, mocos y babas, pero Zor no la alejó de sí.

—Lo siento por vosotros dos —dijo Mac, con voz ronca—. Pero la verdad duele, y es mejor que la conozcáis, si vais a salir de aquí.

—¿Salir de aquí? —repitió Zor, automáticamente.

Mac asintió.

—Ahriel ha desaparecido —dijo—. Puede que terminara en la tripa de un engendro, pero muchos, y yo me cuento entre ellos, creemos que ningún engendro podría haberla derrotado, y que, si ella ya no está, es porque consiguió escapar de Gorlian de alguna manera. Te voy a contar una cosa —añadió en voz baja—: no me he venido a vivir aquí por casualidad. Ésta es la Zona de los Recién Llegados, el lugar donde los condenados despiertan en Gorlian por primera vez. Si existe una salida, tiene que estar por aquí cerca. Llevo años buscando y espiando, trepando como una lagartija por los riscos, en busca de una maldita pista. He visto a todos los que llegaron desde entonces... aparecen ahí, al fondo del valle, de la noche a la mañana, como por arte de magia, y nunca he llegado a ver cómo lo hacen ni quién los trae... ni de dónde. Pero sí he comprobado que me entra un sueño muy pesado cuando va a llegar alguien nuevo —y estalló otra vez en carcajadas, mientras miraba a Zor con aire conspirador.

Pero él no reaccionó.

—No lo entiendo —dijo.

—Lo que quiero decir, pequeño, es que los que crearon esta prisión envuelven esta zona en un hechizo de sueño cada vez que van a entrar, para que nadie vea cómo lo hacen. Yo apenas duermo, chaval, y sin embargo algunas noches soy incapaz de mantener los ojos abiertos. Y no falla: cuando eso sucede, al día siguiente hay otro infeliz deambulando por aquí, más perdido que un engendro en un baile de etiqueta. Lo mismo pasó con los tres alevines que se escaparon con tu madre.

—¿Los tres... que se escaparon? —repitió Zor, perdido.

—Sí, sí, fue hace unos tres o cuatro años... seguramente tú estabas todavía en el Desierto con tu abuelo, hurgando en la arena en busca de gusanos que echar en el puchero, ¿eh? Vinieron tres crios un poco mayores que tú... dos chicos y una chica... No estaba despierto cuando llegaron, para variar, pero los vi merodear por aquí y recuerdo que pensé que durarían en Gorlian lo mismo que una mosca en la guarida del Rey de la Ciénaga. Imagínate mi sorpresa cuando, días después, los vi regresar acompañados por la misma Ahriel. No les presté atención entonces; me interesan los que llegan, no los que tratan de escapar. Porque era ése el motivo por el cual habían vuelto al lugar donde aparecieron, no me cabía duda. Muchos lo hacen, chaval, pero es inútil, ¿sabes? ¡Completamente inútil! —chilló, mientras se reía a carcajadas.

Zor esperó pacientemente a que se le pasara. Ya empezaba a acostumbrarse a sus desconcertantes ataques de risa desquiciada.

—Y ése fue mi error, muchacho —prosiguió el Loco Mac, más calmado—. Porque los vi pasar en dirección al fondo del valle, pero ya no regresaron —hizo una pausa para que sus palabras causaran efecto en sus oyentes—. Por eso creo que ella encontró la manera de escapar. Y, si yo hubiese sido más listo aquel día, los habría seguido y me habría marchado con ellos. Pero no lo hice, y desde entonces no he dejado de preguntarme por qué ella pudo salir de aquí y los demás no... qué tenía ella que la hacía diferente...

—Las alas —adivinó Zor, impresionado.

—Exacto, pequeño. Por eso creo que, si le ataron las alas, fue para que no lograra salir nunca de aquí. Podría haberse tratado de una crueldad gratuita, pero lo dudo, porque, si así fuera, se las habrían cortado, sin más, y entonces sí que habría sido Alas Rotas de verdad —se rió como un loco, y luego recuperó la seriedad—. Y pienso que, si se las ataron, fue para que no pudiera utilizarlas. Tú, en cambio, como has nacido aquí, sí puedes usarlas para escapar, y espero, por la memoria de tu madre, que lo hagas.

—¿Escapar? ¿Y cómo esperas que lo haga? ¿Y por qué crees que me interesa? —Zor había empezado hablando en voz baja, pero su tono fue elevándose, cargado de indignación—. Aun suponiendo que todo lo que me has contado sea cierto, ¿qué me espera ahí fuera? ¿Una reina loca que crea prisiones mágicas, un ángel que abandonó a su hijo a su suerte, un hatajo de engendros, un montón de tipos siniestros que pactan con demonios? ¿Qué te hace pensar...?

No terminó la frase. Se le quebró la voz, y se echó a llorar, sin poderlo evitar. Cosa reanudó su llanto al verlo, y Mac los observó, pensativo.

—Está bien, está bien —dijo, tratando de calmarlo—. Lo entiendo. Duerme, descansa, y ya hablaremos mañana. Necesitas asimilar todo esto.

Aquella noche, Zor no pudo dormir bien. Tardó bastante en conciliar el sueño, rumiando todo lo que Mac le había contado. No sabía si creerlo o no y, además, aun en el caso de que aquella fantástica historia fuera cierta, el chico no estaba seguro de querer formar parte de ella. Tiempo atrás, cuando su abuelo vivía, había deseado poder volar libre y hacer lo que le viniera en gana. En aquel entonces, el Desierto se le quedaba pequeño, y Zor soñaba con explorar Gorlian a su antojo. Ahora se abría ante él la posibilidad de abandonar su mundo para internarse en lo desconocido y, extrañamente, aquella idea le producía más miedo que entusiasmo. De pronto, lo único que quería era tener una vida tranquila en un pequeño rincón de su pequeño mundo. Cuando finalmente se durmió, tuvo un sueño repleto de pesadillas en las que se veía arrojado a un universo enorme y cruel, plagado de demonios y de engendros, sobre el que reinaban la malvada Marla y un despiadado ángel de alas rotas

Fue Mac quien lo despertó, sobresaltándolo, cuando aún era muy temprano.

—¡Arriba, chaval! —lo llamó—. ¡Te espera una mañana movidita!

—¿Qué...? ¿Por qué? —murmuró Zor, aún medio dormido.

Mac lo sacudió con más fuerza.

—Porque tienes que explorar esos picos, por eso. Y debes empezar antes de que la gente se despierte y pueda verte por casualidad.

—Espera —protestó el muchacho, sentándose y tratando de sacárselo de encima—. Yo no dije en ningún momento que tuviera intención de buscar la salida de Gorlian.

El Loco Mac lo obsequió con una carcajada desquiciada.

—Ah, muchacho, ¿te crees que soy tonto? Estabas buscando la salida o, de lo contrario, no habrías venido hasta aquí.

—Quería saber a dónde había ido la Reina de la Ciénaga —admitió Zor, de mala gana—, pero eso fue antes de que me contaras tu historia anoche. Ahora ya no sé si tengo ganas de seguirla, si es que se ha marchado a alguna parte.

Mac se rió de nuevo.

—De acuerdo, es tu decisión y, si quieres quedarte aquí encerrado toda tu vida, no voy a impedírtelo. Pero yo tengo intención de escapar, y Cosa también quiere regresar a casa. ¿Nos condenarás a quedarnos en Gorlian toda la vida sólo porque a ti no te apetece echar a volar un ratito?

—Es muy arriesgado, Mac. Mi abuelo me dijo que no era buena idea permitir que otras personas me vieran volar. Además, eso de que la salida puede alcanzarse volando no son más que conjeturas. ¡Ni siquiera estás seguro de que haya una salida!

—En eso te equivocas —replicó él, muy serio—. Estoy seguro de que hay una salida, y estoy casi convencido de que está por aquí cerca. Así que agita esas alas, chaval, y empieza a trabajar. Es mejor ahora, que el sol está bajo y nadie va a mirar a las montañas directamente. Más tarde, cuando se levante, serás totalmente visible, así que, ¿a qué esperas?

—Está bien, de acuerdo, lo haré —suspiró el muchacho, resignado—. Pero aguarda a que desayune primero, ¿no?

—¡No hay tiempo para eso! Si te hubieses levantado cuando te lo he dicho, habrías tenido rato de sobra... pero ahora se está haciendo tarde y, si quieres aprovechar el día, tienes que echar a volar ya, así que, ¡vamos!

Apremiado por un insistente Mac y por Cosa, que brincaba emocionada a su alrededor, Zor no tuvo más remedio que terminar de despejarse y salir volando, aún mordisqueando una raíz de árbol del fango.

Pasó la mayor parte de la mañana sobrevolando los picos más cercanos. Mac le había dicho lo que tenía que buscar: alguna cueva, grieta o abertura situada en un lugar lo bastante escarpado como para que no se pudiera llegar a pie.

—Tiene que haber un círculo de teletransporte en alguna parte —había dicho—. Dibujado en el suelo, o quizá en una pared. Pero esos círculos llaman mucho la atención porque se iluminan cuando se activan, así que deben de haberlo ocultado para que no fuera perceptible a simple vista.

De modo que Zor exploró todas las cavernas que encontró en las paredes rocosas de las montañas. La mayoría no eran más que grietas, pero ni siquiera las más grandes contenían algo remotamente parecido al círculo luminoso del que le había hablado Mac. Cuando el sol se alzó y, por tanto, no podía ya cegar a los que levantaran la vista hacia las montañas, Zor descendió planeando hasta sus compañeros, que lo aguardaban en el campamento.

—Nada —jadeó.

Mac sacudió la cabeza, con un gesto de contrariedad.

—Volveremos a intentarlo mañana —decidió, y Zor no lo contradijo.

También él había empezado a sentirse intrigado. Pero ¿por qué estaba Mac tan seguro de que la salida de Gorlian sólo podía alcanzarse volando? ¿Solamente porque a la Reina de la Ciénaga le habían atado las alas? Y los demás, ¿qué?

—Escucha, Mac —le dijo, pensativo—. ¿Tienes idea de si Marla y tus compañeros de la Hermandad saben volar?

—No, que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque, si sólo puede alcanzarse la salida volando... ¿cómo consiguen llegar hasta ella?

—Buena apreciación, muchacho —reconoció Mac, y sus ojos brillaron salvajemente bajo sus greñas—. Confío en que no tardaremos en averiguarlo.

De modo que, durante los días siguientes, Zor sobrevoló las montañas una y otra vez, explorando grutas y agujeros, en busca del círculo luminoso que obsesionaba al loco Mac. Llegó a aprenderse de memoria cada formación rocosa, y su mirada se volvió cada vez más aguda a medida que se hacía más y más experto en detectar grietas en las paredes de piedra, por pequeñas que fueran.

Fue así como, al amanecer del undécimo día, descubrió un hueco entre dos rocas que le había pasado totalmente desapercibido al principio.

Estaba en una pared casi vertical, imposible de escalar, en uno de los picachos más altos y escarpados del valle. Aquella montaña había sido una de las primeras que Zor había explorado, pero nunca había detectado aquella grieta, porque estaba demasiado escondida. Aleteó con fuerza y se aproximó para examinarla. Sí, parecía que salía algo de aire de allí. El hueco debía de ser mucho más grande en el interior. Quizá se tratase de una cueva.

Introdujo la cabeza por el agujero, pero no vio nada.

Al menos, al principio. Porque, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, detectó que el interior de aquella caverna estaba iluminado por un debilísimo resplandor... de color rojizo. «No puede tratarse de luz exterior», se dijo el chico, emocionado. «Si hay algún círculo luminoso, tiene que estar aquí dentro.» Sin embargo, el agujero no era lo bastante grande como para caber por él, y el interior no estaba lo suficientemente iluminado como para percibir con claridad qué había más allá. Nervioso, Zor descendió de nuevo hasta el campamento para conseguir una antorcha.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Mac al punto.

—No estoy seguro —murmuró el muchacho, tratando de prender la antorcha.

Se le apagó mientras subía, de modo que tuvo que bajar de nuevo; y la segunda vez que se elevó le costó muchísimo encontrar la grieta que había localizado poco antes. Para cuando volvió a encontrarla ya era casi mediodía, pero no quiso volver a descender hasta descubrir qué había allí dentro.

De modo que introdujo la antorcha por el agujero y echó un vistazo, con precaución.

No era exactamente una cueva. Se trataba de un túnel, tan empinado que alguien había tallado unas escaleras para facilitar la subida. El resplandor rojizo venía de arriba, pero Zor no podía distinguir mucho desde allí. Descubrió, además, que las escaleras también proseguían hacia abajo, perdiéndose en la oscuridad.

Tenían que partir de algún lugar, posiblemente al pie de la montaña. Eso explicaría cómo podían los carceleros de Gorlian entrar y salir de la prisión sin necesidad de alas. Pero docenas de presos habían explorado ya aquel territorio, sin éxito, y él tampoco había visto ninguna entrada en la base del pico.

Quizá se le había pasado por alto.

Apagó la antorcha y emborronó de negro con ella la pared rocosa junto a la grieta, para no volver a perderla de vista. Si estaba en lo cierto y los carceleros utilizaban aquella escalera, era poco probable que descubrieran su marca. Pero debían de saber que aquel agujero existía, porque bañaba el túnel con un débil hilo de luz diurna. Tal vez era eso lo que temían que hallase un ángel alado encerrado en Gorlian, se dijo Zor. No era tan descabellado: él mismo lo había encontrado. Pero, ¿no habría sido más sencillo tapar el agujero que atarle las alas a Ahriel?

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