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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (20 page)

BOOK: Albert Speer
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A Hitler lo entusiasmaba la fachada fluvial que Budapest había adquirido con el paso de los siglos a ambos lados del Danubio. Ambicionaba convertir Linz en una Budapest alemana. A este respecto, opinaba que Viena estaba mal orientada, pues daba la espalda al Danubio, negligiendo el aprovechamiento urbanístico del río. En cuanto él consiguiera corregir Linz en este aspecto, la ciudad podría rivalizar con Viena. Desde luego, esas observaciones no iban del todo en serio; le impulsaba a hacerlas su aversión hacia Viena, que estallaba una y otra vez, aunque también se refería con frecuencia al gran acierto que había supuesto la urbanización de las antiguas fortificaciones vienesas.

Antes de la guerra, Hitler decía a veces que en cuanto hubiera logrado sus objetivos políticos se retiraría de los asuntos de Estado y terminaría su vida en Linz. Entonces ya no desempeñaría ningún papel político, pues su sucesor sólo conseguiría tener la autoridad necesaria si él se retiraba por completo. Lo dejaría hacer sin inmiscuirse. La gente no tardaría en dirigirse a su sucesor, y él pronto sería olvidado. Todos lo abandonarían. Al elaborar estos pensamientos se dejaba llevar por la autocompasión:

—Quizá entonces me visite de vez en cuando alguno de mis antiguos colaboradores. Pero no cuento con ello. Salvo a la señorita Braun, no pienso llevarme a nadie. A la señorita Braun y a mis perros. Estaré solo. ¿Cómo soportaría nadie permanecer voluntariamente mucho tiempo conmigo? Nadie tendrá en cuenta mi existencia. ¡Todos irán corriendo tras de mi sucesor! Quizá aparezcan por mi casa una vez al año, por mi cumpleaños.

Desde luego, los que asistían a la tertulia protestaban y afirmaban con toda solemnidad que siempre le serían fieles y permanecerían a su lado. Sean los que fueren los motivos por los que Hitler pensaba en retirarse pronto de la política, en tales momentos parecía estar seguro de que la base de su autoridad era su posición de fuerza, y no su personalidad ni su capacidad de sugestión.

• • •

El aura que rodeaba a Hitler para los colaboradores que no tenían trato directo con él era incomparablemente mayor que en su círculo íntimo. No hablábamos del «
Führer
», sino sólo del «jefe», y nos ahorrábamos el «
Heil Hitler!
» de rigor, pues nos saludábamos con un simple «buenos días». Incluso se bromeaba abiertamente con Hitler sin que se enojara; una de las secretarias, la señorita Schröder, acostumbraba emplear en su presencia su típica muletilla «hay dos posibilidades» para responder a preguntas banales. Así, podía decir:

—Hay dos posibilidades: que llueva o que no llueva.

En presencia de los demás, Eva Braun señalaba a Hitler que su corbata no combinaba con el traje que llevaba, por ejemplo, y a veces se autocalificaba humorísticamente de «Landesmutter», madre del pueblo.

Un día, mientras estábamos sentados a la gran mesa redonda de la casa de té, Hitler comenzó a mirarme fijamente. En lugar de apartar la vista, lo tomé como una provocación. Quién sabe qué instintos primitivos provocan un duelo semejante, en el que los adversarios se miran a los ojos hasta que uno de los dos termina por ceder. En cualquier caso, aunque yo estaba acostumbrado a salir siempre victorioso de estos combates visuales, aquella vez tuve que recurrir a una energía casi sobrehumana, durante un tiempo que me pareció interminable, para no rendirme al creciente impulso de volver los ojos hacia otra parte. Hasta que Hitler cerró súbitamente los suyos y al cabo de un momento se volvió hacia su vecina.

A veces me preguntaba: «¿Qué me falta, en realidad, para poder decir que Hitler es amigo mío?». Siempre estaba en su entorno, en su círculo íntimo me sentía casi como en casa y, además, era su principal colaborador en su campo favorito: la arquitectura.

Me faltaba todo. Nunca en mi vida he conocido a nadie que mostrara tan raramente sus verdaderos sentimientos; si alguna vez lo hacía, no tardaba en volver a encerrarse en sí mismo. Durante el tiempo que permanecí en Spandau hablé con Hess sobre esta peculiaridad de Hitler. Ambos opinamos que había momentos en los que uno podía suponer que había conseguido acercarse más a él. Pero eso no era nunca cierto. Si alguien dejaba a un lado la cautela porque Hitler parecía más cordial que de costumbre, enseguida volvía a levantar un muro insalvable.

Con todo, según Hess había habido una excepción: Dietrich Eckardt. Pero después de hablar mucho sobre ello convinimos en que se había tratado más bien de una veneración hacia el escritor, reconocido sobre todo en los círculos antisemitas, que de una verdadera amistad. Cuando Dietrich Eckardt murió, en 1923, sólo quedaron cuatro hombres que tutearan a Hitler: Esser, Christian Weber, Streicher y Röhm.
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Hitler aprovechó, después de 1933, una ocasión favorable para que el primero lo volviera a tratar de «usted»; al segundo lo evitaba, al tercero lo trataba de forma impersonal y al cuarto lo hizo asesinar. Tampoco con Eva Braun se mostró nunca relajado ni humano: jamás salvaron la distancia que mediaba entre el jefe de la nación y la muchacha sencilla. A veces se dirigía a ella, de forma entre inconveniente y familiar, llamándola «Tschapperl», y precisamente este término bávaro caracterizaba la clase de relación que los unía.

• • •

En noviembre de 1936, Hitler mantuvo una larga entrevista con el cardenal Faulhaber en el Obersalzberg; en ella debió de comprender con claridad lo aventurado de su existencia, lo elevado de su apuesta. Después de aquella conversación, al anochecer Hitler y yo estuvimos solos en el balcón del comedor. Después de mirar largo tiempo en silencio hacia la lejanía, me dijo:

—Tengo dos posibilidades: conseguir mis objetivos o fracasar. Si logro salir adelante, me convertiré en uno de los grandes de la Historia; si fracaso, seré condenado, despreciado y maldecido.

CAPÍTULO VIII

LA NUEVA CANCILLERÍA DEL REICH

Con el fin de dar la trascendencia adecuada a su encumbramiento como «uno de los grandes de la Historia», Hitler exigió la construcción de un escenario arquitectónico acorde a sus pretensiones imperiales. Calificó la Cancillería del Reich, a la que se había trasladado el 30 de enero de 1933, de «adecuada para una empresa jabonera». En su opinión, aquel lugar no era la sede de un Reich poderoso.

A fines de enero de 1938, Hitler me recibió oficialmente en su despacho.

—Tengo un trabajo urgente para usted —dijo en tono solemne, en pie en medio de la estancia—. Dentro de poco tendré que celebrar reuniones importantísimas, y para eso necesito grandes vestíbulos y salones que me permitan impresionar sobre todo a los pequeños potentados. Pongo a su disposición toda la Voss-Strasse. Me da igual lo que cueste. Sin embargo, hay que construir deprisa y, además, las obras tienen que ser sólidas. ¿Cuánto tiempo necesitará para que esté todo listo? Un año y medio o dos me parecería demasiado. ¿Podría tenerlo terminado el 10 de enero de 1939? Quiero que la próxima recepción diplomática tenga lugar en la nueva Cancillería.

Acto seguido, me dijo que podía marcharme.

Hitler describió el resto del día en el discurso que pronunció con motivo de la cobertura de aguas del edificio:

—Entonces mi Inspector General de Edificación me rogó que le concediera unas horas para reflexionar, y al llegar la noche se presentó con una lista de fechas y me dijo: «Las casas estarán derribadas tal día de marzo, celebraremos la cobertura de aguas el 1 de agosto y el 9 de enero,
mein Führer
, le anunciaré que la obra está concluida». Yo soy del mismo oficio, de la construcción, y sé lo que esto significa. Nunca se ha hecho nada igual. Ha sido una proeza única en su género.
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Efectivamente, fue la promesa más insensata de toda mi vida. Pero Hitler se mostró satisfecho.

Enseguida comenzamos a derribar los edificios de la Voss-Strasse, a fin de despejar el terreno. Al mismo tiempo se iban trazando los planos de la obra, hasta el punto de que el refugio antiaéreo tuvo que iniciarse partiendo de bocetos a mano alzada. También en fases posteriores encargué con urgencia muchos elementos sin tener claramente definidos los requisitos arquitectónicos. Por ejemplo, lo que tenía el plazo de entrega más largo eran las descomunales alfombras anudadas a mano que debían cubrir varios salones. Determiné su color y tamaño antes de saber qué aspecto tendrían las estancias en las que debían colocarse, que en cierto modo se diseñaron alrededor de las alfombras. No me preocupé por establecer ningún complejo organigrama, pues sólo me habría servido para demostrar que mi misión era irrealizable. Aquella forma improvisada de trabajar se parecía mucho a los métodos que, cuatro años después, iba a emplear en la dirección de la economía alemana de guerra.

El solar era alargado, lo que invitaba a levantar una serie de recintos yuxtapuestos a lo largo de un eje. Presenté a Hitler el anteproyecto: el visitante llegaba en coche desde la Wilhelmplatz a un patio de honor después de atravesar un gran portal; ascendía entonces por una escalinata hasta llegar a una pequeña sala de recepción en la que se abrían unas puertas, cuyas hojas medían casi cinco metros de altura, que daban a un vestíbulo revestido de mosaico. Acto seguido subía algunos escalones, atravesaba un recinto circular con el techo en forma de cúpula y accedía a una galería de 145 metros de largo que impresionó especialmente a Hitler, ya que medía el doble que la Sala de los Espejos de Versalles. Los profundos huecos de las ventanas debían procurar una luz indirecta, con lo que se lograría el agradable efecto que había podido apreciar en mi visita al gran salón del palacio de Fontainebleau.

Así pues, el conjunto consistiría en una sucesión de salas, revestidas con una interminable variación de materiales y colores, que en total alcanzaba los 220 metros de longitud. Sólo entonces se llegaba por fin a la sala de recepción de Hitler. No hay duda de que todo aquello era una orgía de la arquitectura monumental y, en definitiva, una muestra de «arte efectista». Pero eso también se daba en el barroco y, en el fondo, se ha dado siempre.

Hitler se mostró impresionado:

—¡Durante el largo recorrido desde la entrada hasta la sala de recepción tendrán tiempo para captar algo del poder y la grandeza del Reich!

En los meses que siguieron me pidió que le mostrara los planos una y otra vez, pero incluso en el caso de esta obra, destinada a su propio uso, se entrometió muy raramente en mi trabajo, dejándome las manos libres por completo.

• • •

Las prisas de Hitler por ver terminada la nueva Cancillería del Reich tenían su motivo más profundo en la preocupación que sentía por su salud. Temía seriamente no vivir mucho tiempo. Desde 1935, su imaginación se vio cada vez más dominada por unas molestias estomacales que intentaba curar con un régimen de autolimitaciones; creía saber qué comidas lo perjudicaban y se fue imponiendo poco a poco una dieta cada vez más frugal. Algo de sopa, ensalada y alimentos muy ligeros en pequeña cantidad. Comía muy poco. Parecía desesperado cuando, señalando su plato, decía:

—¡Y se supone que un hombre tiene que vivir con esto! ¡ Mire, mire usted! A los médicos les resulta muy fácil decir que hay que comer lo que a uno le apetezca.
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A mí ya casi nada me sienta bien, y tengo dolores después de cada comida. ¿Qué más puedo suprimir? ¿Cómo voy a sobrevivir así?

Muchas veces tenía que interrumpir una reunión de repente a causa del dolor, y entonces se retiraba durante media hora o más, o ya no regresaba. Según decía, también lo aquejaban una exagerada acumulación de gases, trastornos cardíacos e insomnio. Eva Braun me contó una vez que Hitler, aun antes de cumplir los cincuenta años, le había dicho:

—Pronto tendré que dejarte; ¿qué harías con un viejo?

Su médico de cabecera, el doctor Brandt, era un joven cirujano que trataba de convencer a Hitler para que se hiciera examinar a fondo por un internista. Todos nosotros apoyamos su propuesta. Se barajaron los nombres de médicos célebres y se desarrolló un plan para poder llevar a cabo la exploración sin despertar sospechas. Se pensó en la posibilidad de internarlo en un hospital militar, pues allí el secreto estaría garantizado. Sin embargo, Hitler acababa rechazando siempre todas las sugerencias: alegaba que, simplemente, no se podía permitir el lujo de ser considerado un enfermo, ya que eso debilitaría su posición política, sobre todo en el extranjero. Incluso se resistió a hacerse una primera exploración en su casa. Por lo que yo sé, en aquella época no fue sometido a ningún reconocimiento serio, sino que él mismo interpretaba sus síntomas de acuerdo con sus propias teorías, lo que, por cierto, respondía perfectamente a su arraigado diletantismo.

En cambio, requirió los servicios del profesor Von Eicken, un famoso otorrinolaringólogo berlinés, para que le tratara una ronquera que iba en aumento; le permitió que lo sometiera a un examen concienzudo en su domicilio y se mostró aliviado cuando no le encontró el menor síntoma de cáncer. Meses antes, Hitler se había referido al destino del emperador Federico III. El cirujano le extirpó un nódulo inofensivo; la ligera operación también se realizó en casa de Hitler.

En 1935, Heinrich Hofmann enfermó de gravedad; el doctor Morell, antiguo conocido suyo, lo trató y lo curó con sulfamidas
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traídas de Hungría. Hofmann no cesaba de comentar a Hitler de qué modo tan magnífico le había salvado la vida aquel médico. Seguramente hablaba de buena fe, pues una de las habilidades de Morell consistía en exagerar enormemente la gravedad de las enfermedades que curaba para destacar la eficacia de su arte.

El doctor Morell afirmó haber estudiado con el famoso bacteriólogo Iliá Méchnikov (1845-1916), galardonado con el premio Nobel y profesor del Instituto Pasteur.
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Según afirmaba Morell, Méchnikov le había enseñado la forma de combatir las enfermedades bacterianas. Morell dijo haber realizado después grandes travesías en buques de pasajeros en calidad de médico de a bordo. No es que se tratara de un completo charlatán, sino que era más bien un fanático de su profesión y del dinero.

Hitler se dejó convencer por Hofmann para que Morell lo sometiera a una exploración. El resultado fue sorprendente, pues por primera vez Hitler se manifestó convencido de la eficacia de un médico:

—Nunca me había dicho nadie con tanta claridad y precisión lo que me ocurre. Su método curativo es muy lógico y me inspira una gran confianza. Voy a atenerme estrictamente a lo que me ha prescrito.

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