Alexias de Atenas (13 page)

Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Di un rodeo hasta llegar a las caballerizas y saqué a Fénix, sin llamar al criado, pues tal vez sabía lo que sucedía en la calle. Me irritaba pensar que las cosas habían llegado hasta el punto de que no me atreviera a mirar a nuestros propios esclavos. Monté, descalzo y me alejé, casi llorando de rabia. Era asunto aquél en el que mi tío Estrimón hubiera podido ayudarme, de haber sido él hombre diferente, pero yo no podía soportar la humillación de pedírselo. Bastante malo era ya que pudiera llegar de visita y verlo por sí mismo.

Pero al llegar a la calle de los Artífices de Hermas, vi en ella al único hombre en el mundo a quien aquella mañana me agradaba encontrar. Estaba disputando con alguien y, como no quería interrumpirle, detuve el caballo a cierta distancia.

No conocía al otro hombre. Sócrates hablaba con algún ciudadano corriente, como a menudo hacía, e inmediatamente observé que aquel hombre se irritaba. Todo estaba bien cuando Sócrates hacía preguntas a aquellos hombres acerca de sus profesiones, pues escuchaba humildemente cuanto le decían; y si al final les mostraba una mejor aplicación de sus propios conocimientos, lo hacía dejando que creyeran ser ellos quienes se lo habían enseñado. Pero algunas veces se portaban como hombres a quienes les desagrada que los obliguen a pensar, y entonces se producía algún incidente.

Aquel hombre parecía ser un estatuario inferior, dedicado a esculpir hermas; tenía manos grandes y estaba cubierto por el polvo de su profesión. La conversación había llegado a un punto en que más parecía la disputa que se oye en el patio de un picapedrero. Tal vez Sócrates revivía un poco su juventud. El hombre lanzó un grito de rabia y cayó sobre él. Vi que le había cogido del cabello y le zarandeaba. Azucé a Fénix, que dio un salto hacia adelante, obligando a cuantos circulaban por la calle a que se hicieran a un lado. Mientras me acercaba observé que Sócrates no hacía mucho por defenderse, pero seguía hablando. Al llegar a ellos, grité al hombre que le soltara. Fénix se encabritó al oír mi grito y golpeó con los cascos la cabeza de aquel individuo, como mi padre le había enseñado a hacer en el campo de batalla. Me sorprendí mucho, pero logré permanecer montado, y apartar el caballo de Sócrates. El hombre, en quien no tenía tiempo de pensar, se alejó velozmente.

Apenas calmé a Fénix, salté al suelo. Sócrates se retiró algo, y me pareció verle tambalearse. Entonces le rodeé rápidamente con los brazos, y le pregunté si estaba herido. Su cuerpo era tan firme como una roca, y me sentí aturdido.

—Mi querido muchacho —dijo, parpadeando—, ¿qué intentas hacer a mi reputación? Una cosa es que me arranquen el cabello por causa de la razón; pero otra muy distinta será mañana, cuando todo el mundo diga: «Mirad a ese viejo pillastre, que supera a todos sus rivales alquilando a un matón para que los ataque, y ahora es el único hombre de la Ciudad que puede decir que el hermoso Alexias le ha abrazado en plena calle».

—¡Si eso fuera verdad! — repuse, riendo— ¡Eres cruel, Sócrates, al burlarte de mí!

La extraña naturaleza de nuestro encuentro me había quitado toda mi antigua timidez. Le pregunté por qué le había atacado aquel hombre.

—Estaba asegurando a un grupo de personas que los egipcios son bárbaros, porque adoran bestias y pájaros como dioses. Observé que primero tendríamos que averiguar si eso es totalmente cierto. Ese hombre acababa de admitir que adorar una imagen en forma de hombre, creyendo, realmente, que el dios se parece al hombre, es más impío que adorar la sabiduría divina en forma de halcón. En ese punto se irritó. Se hubiera dicho que ganaba algo creyendo que los egipcios son más bárbaros que él mismo.

—Te sangra la cabeza —observé, secándosela con el borde de mi túnica.

Entonces vi al hijo de un artesano a quien conocía y le di algo para que llevara a Fénix a mi casa, pues la gente empezaba a arremolinarse, como hacen cuando se monta un buen caballo en la Ciudad.

—Ahora, Sócrates —dije—, te acompañaré a donde vayas, pues ¿cómo podrás deshacerte de mí? Toda la Ciudad criticaría tu inconstancia, después de lo sucedido entre ambos.

Y le guiñé el ojo, como Agatón hubiera hecho.

Nada dijo, pero al empezar a caminar observé que reía.

—No imagines, querido Alexias —dijo algo después—, que río por temeridad, como el hombre que desprecia el peligro. Pero ¿quién reconocería en la perfecta hermosura que me atrae miradas de odio y de envidia de todas partes al tímido muchacho que permanecía detrás de todos y se escondía cuando temía que se le hablara?

—Contigo, Sócrates —repuse, dejando de reír—, siento siempre lo mismo.

—Bien, te creo —observó, mirándome—. Algo te turba; sin embargo, cuando se trata de airearlo, resulta que tu encantadora osadía es tan sólo superficial. ¿Se trata, tal vez, de una cuestión amorosa? Naturalmente, en un caso así un novato como yo quizá no pueda serte de ayuda.

—Sabes que si lo fuera yo estaría en la puerta de tu casa antes de que rompiera el día, para contártelo, como hacen todos. Pero sólo se trata de un cortejador; y tú me llamarías frío, como hiciste antes, sin darme la oportunidad de probarte si lo soy o no.

Había oído a Calicles hablarle de esa forma, y pareció gustarle.

—¿Será, casualmente, Polimedes ese cortejador? —preguntó—. Supongo que no habréis reñido.

—¡Reñido! — exclamé—. Si casi ni siquiera le he hablado. No supondrás, Sócrates…

—Naturalmente, en un caso así encontrarás gentes estúpidas que dirán que el cortejador jamás habría llegado tan lejos de no haber sido incitado, o tal vez sin recompensa. Pero veo que han sido injustas contigo.

Me sentí tan herido por eso, que, perdiendo la cabeza, dije que estaba ya harto de todo ello, y que procuraría salir de la Ciudad para enrolarme en el ejército que combatía en Sicilia.

—Tranquilízate, amigo mío. Sé lo que te gustaría parecer; ése es el mejor escudo del hombre contra las malas lenguas. Cálmate y cuéntame lo que te sucede.

Cuando se lo hube contado, dijo:

—Veo que hice mal en permitir que mandaras tu caballo a tu casa, pues imagino que tenías prisa por pedir consejo y ayuda a algún amigo, a Carmides, por ejemplo.

Me disponía a preguntar: «¿A Carmides, Sócrates?», cuando el fuerte ruido de martilleo nos recordó que nos acercábamos a la calle de los Arqueros, que volvían a estar ocupados, después de las noticias que se recibieron en Sicilia. Nos desviamos, para poder oímos sin hablar a gritos.

—Supongo —dijo Sócrates— que encargarás tu armadura antes de que transcurra otro año, pues el tiempo vuela. ¿A quién se la encargarás?

—A Pistias, si puedo pagar el precio que me pida. Es muy caro; cobra nueve o diez minas por la armadura de un jinete.

—¿Tanto? Supongo que por ese precio te pondrá un emblema de oro en el peto.

—¿Pistias? No quiere saber nada con emblemas, ni aunque se le pagaran doce minas.

—Kefalos te haría algo que llamase la atención.

—Sí, Sócrates, pero puedo necesitarla para combatir.

—Ya veo —observó, riendo— que sabes juzgar bien, a pesar de tu juventud. Tal vez puedas tú decirme, pues, a mí, que soy demasiado viejo para saber mucho de esas cosas, qué precio debe uno pagar por un amante fiel y honorable.

Me pregunté por qué podría estar tomándome, y contesté inmediatamente que no debería pagar nada.

Me miró inquisitivamente, asintiendo con la cabeza.

—Es una contestación digna del hijo de tu padre, Alexias. Sin embargo, muchas cosas que no están en el mercado tienen su precio. Veamos si ésta es una de ellas. Si tenemos la compañía de un amante así, me parece que sucederá una de tres cosas. O logrará hacernos su igual en honor; o, si no tiene éxito en eso ni en librarse del amor, al querer complacernos se tornará menos bueno de lo que era; o, si es de mente más fuerte, al recordar lo que debe a los dioses y a su propia alma, será dueño de sí mismo y se alejará. ¿Puedes tú ver otra conclusión distinta de éstas?

—No creo que pueda haber otra, Sócrates —repuse.

—Por tanto, parece ahora que el precio por un amante honorable es ser honorable uno mismo, y que ni le lograremos ni le conservaremos si le ofrecemos menos que esto.

—Así parece —contesté, pensando en su bondad al preocuparse por alejar de mi mente cuanto me molestaba.

—Y así —prosiguió—, averiguaremos que lo que creíamos era amor resulta ser más costoso. Eres afortunado, Alexias, pues creo que se encuentra aun dentro de tus posibilidades. Pero nos estamos alejando de nuestro punto de destino.

Acabábamos de pasar ante el pórtico del rey Arconte, y estábamos en la parte exterior de la palestra de Taurea. Al no querer molestarle con mi compañía forzosamente, le pregunté si esperaba a algún amigo.

—Sí, si puedo encontrarle. Pero no te vayas, Alexias. Sólo le busco para exponerle tu caso. Él podrá ayudarte más que yo.

Conocía su modestia, pero como había resuelto enfrentarme con Polimedes inmediatamente, no me sentía muy dispuesto a pasar el resto de la mañana escuchando a Protágoras u otro venerable sofista. Por tanto, aseguré a Sócrates que su ayuda había sido tan buena como la mejor, excepto la de un dios.

—¡Oh! —dijo—. Sin embargo, creo que tú no me consideras infalible. Hace pocos momentos observé que tenías en mayor aprecio la opinión de Pistias que la mía.

—Sólo en lo que se refiere a la armadura, Sócrates. Después de todo, Pistias es armero.

—Así es. Espera, pues, mientras busco a mi amigo. Generalmente lucha aquí a esta hora.

—¿Lucha? —repetí, mirándole fijamente. Se suponía que Protágoras tenía por lo menos ochenta años—. ¿Quién es ese amigo tuyo, Sócrates? Pensé que…

—Espera en el jardín —repuso. Y al volverse para alejarse, añadió —: Probaremos a Lisias, hijo de Demócrates.

Creo que lancé una exclamación, como si me hubiera arrojado una jarra de agua fría. Sin preocuparme por mi comportamiento, le cogí del manteo, y le retuve.

—Te lo ruego, Sócrates. ¿Qué pretendes? Lisias casi no me conoce. Estará ejercitándose o hablando con sus amigos. No le molestes por esa minucia. Se sentirá molesto y disgustado, y me creerá tonto por no haber sabido valerme por mí mismo. Jamás podría volver a mirarle a la cara.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? —preguntó. Los ojos parecían salírsele, y temí que estuviera realmente enfadado—. ¿Qué puede hacerse por el hombre tan lleno de prejuicios que no quiere aceptar la opinión de alguien con autoridad suficiente para darla? Estamos perdiendo el tiempo en tonterías. Debo realmente ir.

—¡Sócrates! Te lo ruego, vuelve. Debí habértelo dicho antes: Lisias me desprecia y procura siempre evitarme. ¿No has observado que…?

Pero había soltado su manteo, y vi que estaba hablando al vacío.

Le vi entrar al patio interior, y desaparecer en la columnata. Por un momento sentí la tentación de alejarme rápidamente de allí, pero supe que después no me podría perdonar a mí mismo por haberle tratado irrespetuosamente. Por tanto, esperé en el pequeño jardín encerrado tras unos muros, en el que hay el pozo para beber, y permanecí bajo el plátano que se yergue junto a la puerta. Algunos ancianos, atletas de la época de Pericles, estaban sentados a la sombra de las ramas del árbol; más cerca, alrededor de los bancos de piedra que generalmente se les reservan, descansaban algunos de los vencedores coronados, sentados en los bancos, si estaban vestidos, o echados en la hierba, tomando el sol después del baño, pues, a pesar de estar muy adelantado el otoño, el día era bastante cálido. Mi presencia allí constituía cierta impertinencia. Deseé que Sócrates se apresurara, pero, al mismo tiempo, anhelaba que tardara en volver.

Poco después le vi regresar, hablando por encima del hombro con alguien a su espalda. Reconocí a Lisias, a pesar de estar entre las sombras aún, por su estatura y el porte de su cabeza. Había estado bañándose o frotándose, y salía tal como estaba, con la toalla sobre el hombro izquierdo. Se detuvo unos momentos, como si pensara, mirando al frente. «Ha visto a quién ha traído Sócrates, y está disgustado, como yo suponía», me dije a mí mismo. Pero en seguida siguió avanzando. Autólico, que estaba echado en la hierba, le dijo algo, y Lisias se volvió para contestarle; pero no se detuvo y siguió andando hacia mí, dejando retrasado a Sócrates. Observé que su hombro derecho, que siempre se limpia en último lugar, todavía tenía aceite y polvo. Entonces contaba unos veinticinco años.

Se detuvo y me miró, sin hablar, y yo levanté silenciosamente los ojos hasta él. Supe que yo debía hablar primero, y pedirle perdón por molestarle; pero parecía como si un buey me pisara la lengua. Entonces Sócrates llegó, hablando animadamente.

—Bien, Alexias; he contado tus dificultades a Lisias.

Cuando yo me disponía a hablar, lo hizo Lisias.

—Sí. Cualquier cosa que pueda yo hacer… —No terminó la frase, y yo busqué algo que decir antes de que él se impacientara conmigo.

—Siento molestarte, Lisias, en un momento en que estabas con tus amigos.

—En absoluto —repuso.

—Si prefieres verme en otro momento.

—No —dijo, sonriendo de pronto— Sócrates cree que éste es el momento adecuado. Ven, sentémonos.

Fue hacia el pozal, echando su toalla sobre él para sentarse.

Cuando me invitó a que también lo hiciera, busqué a Sócrates con la mirada, esperando que tomara parte en nuestra conversación, pero no le vi. Entonces me senté en la hierba.

—¿Conque Polimedes está molestándote aún? —preguntó Lisías—. Por lo menos hay que admitir que es insistente.

—Ciertamente, Lisias —repuse—, aunque no tiene razón alguna para ello. Pero ahora parece que deberé hablarle y dar la escena pública que quiere, o hacerle arrojar por los esclavos.

—¡No, por Heracles! — exclamó—. Eso no serviría. Pondría a todo el mundo de su parte. Los extremos que la gente consideraría desagradables en un hombre que llorara a su padre o a su único hijo, son tolerados en casos como éste, como si… —se interrumpió, frunciendo el ceño, y luego volvió los ojos hacia mí—. Pero si insulto el poder del dios, me hará sufrir por ello.

Me sonrió, mirándome a los ojos. Yo pensé: «Está intentando tranquilizarme, como hizo en otra ocasión; no puede tratarse de nada más». Bajé la mirada, y arranqué una brizna de hierba, pues me sentía demasiado tímido para devolverle la sonrisa o hablar. Sus pies, en los que fijaba la mirada, eran grandes, pero estaban bien formados y tan fuertemente arqueados como los de un corredor.

Other books

Livvy's Devil Dom by Raven McAllan
Daring Passion by Katherine Kingston
Rebel Fleet by B. V. Larson
The Europe That Was by Geoffrey Household
Fang Girl by Helen Keeble
Stalin's Gold by Mark Ellis
Cadence of Love by Willow Brooke